Lirios (escritos en proceso)



Lirios

Cada vez que la visito es lo mismo, al llegar a su casa encuentro a Belén arrodillada en el jardín con las manos y las uñas ennegrecidas, el pelo colgándole en mechones desaliñados, como si fuera un zorro de pelo largo, que se contenta con pasar el día husmeando crisantemos, lirios y violetas. Un zorro que se pasa el día entre flores, pero que cuando le resulta imperioso, se despluma un pajarito y lo devora sin que en ese acto se alteren las notas que lo hacen irresistible, vigilante y hermoso, así como ocurre con el cielo cuando es atravesado por las nubes más negras y tenebrosas que cargan una tormenta de miedo, pero que al mismo tiempo son alumbradas desde atrás por un sol que vuelve los contornos de las nubes lenguas de fuego.
Ella se da vuelta, con ceremonia, gira la cabeza y cuando te mira, parece que ese zorro, puro hocico de ojos afilados, estuviera escudriñando a su paloma preferida; la forma que Belén tiene de mover las caderas, comenzando desde las patas, recuperando el equilibrio, desprendiéndose de la rigidez del que acecha, así se para, así como si en un instante pasara de ser una florcita recién brotada a una muralla atravesada con raíces, así es el movimiento que arma desde la cadera hasta que con una con sus manos sosteniendo un rastrillo, me acerca el hocico helado, me besa y me muestra los lirios. No sé si es una provocación, un llamado a mi corazón o qué.
Los lirios de Belén me obligan a pensar en mi vida entera. Pensar en mi vida entera no es tanto pensar toda mi vida de inicio a fin sino más bien en tratar de entender como llegué hasta este momento.
Mi hermano, Jaime, se fue a África en busca de una especie única de lirios, no volvió nunca y Belén quedó frente a mí y yo frente a ella y fuimos dos y no tres, como habíamos sido siempre.
Ahora, a veces me siento una mosca, una mosca que con sus ojos mira todo y lo ve descompuesto en milésimas de partículas, una mosca capaz de distinguir si una fruta está madura o no, con solo verla desde lejos descompuesta en miles de pequeñas partes de fruta, a veces también me reconozco capaz de apestar como un borracho o incomodarla como ese mendigo jorobado al que le tenía terror cuando ella era chica. El abandono de Jaime me volvió así, él era el hermano mayor y a quién yo secretamente creía le debía mi vida. En el verano del 76, los dos íbamos en bicicleta, pero yo cargaba en el manubrio un balde con bombitas; era carnaval y eso era lo que hacíamos. Jaime era un habilísimo disparador de proyectiles, llegando al extremo de hacer entrar las bombitas por la ventanilla de un colectivo en movimiento, yo era el que llevaba el balde, pero eso no era lo único, porque también, de alguna forma que ya encontraría, iba a aprender de Jaime a ser como él. Esa tarde, intentando acercar mi bicicleta hasta el sitio donde él consideró ideal apostarse para disparar, a mí me atropelló un auto. Y sé que pude morir ahí mismo, pero que eso no ocurrió porque mi hermano me cargó sobre su espalda, paró un auto y me llevó al hospital, además me dio litros de sangre y logró que mi madre se recuperara del susto y me visitara unos días después del accidente. Jaime tenía doce años y yo nueve.
Ahora, ni Belén ni yo tenemos otra ocupación que esperar que Jaime vuelva, yo me ocupo de sus negocios inmobiliarios, y si bien, he mantenido sus intereses en equilibrio y sin perder demasiado dinero, lo que no hice y no haré es acrecentar el negocio o volverlo más próspero, por la razón sencilla de que Jaime no me enseñó cómo hacerlo. Belén se dedica a ser el zorro que cuida esos lirios que él amaba y es hermosa, tanto como para mirarte con la mirada de un zorro suplicante, pero los zorros, todo el mundo lo sabe, no suplican, puede parecer que lo hacen pero no lo hacen; te pide con los ojos que te quedes donde estás y que no te muevas y que esperes que ella se de vuelta arrastrando su larga cola como si fuera una pluma que mira al cielo y lentamente captura tu mirada que quedará presa y se disolverá poco a poco hasta que con sus manos acaricie tu ombligo, te pase la lengua por las orejas, te revele un lugar de tu cuerpo que se enciende con una voluntad propia y hasta abyecta, porque es luminoso que ella te acaricie pero al mismo tiempo es como si un pájaro te clavara su pico, como si la intriga de saber lo que ya averiguaste, eso que no te dejaba dormir ni vivir, la verdad revelada de que ella es un rayo que te hace temblar, te tuerce el brazo y da órdenes desde el imperio lobezno para treparse sobre vos y fugarse por tu espalda.
Otras veces, creo que ella es frágil y que necesita de mí para existir, como si fuera una devota señora que niega, un tanto mortificada, la llegada del invierno al jardín del que cuida, que es verdad que se ve esplendoroso durante la primavera pero que sin la llegada del invierno nunca podría haber descansado lo suficiente, para ahora, verse así, entonces ella se prepara un té y me dice, vos no lo esperés, hacé tu vida, buscate una mujer, porque, Jaime no vuelve.
La primera vez que me dijo esto, yo estaba recostado en la cama, mirando al techo, con mi cuerpo que había quedado cansado como el metal de una campana furiosamente sacudido y del cual se han sacado musicales y sostenidos repicados, me encontré batiéndome a muerte con un horrible móvil que ella había colgado del techo y del que, como guirnaldas mal enhebradas se desprendían esas carotas de personajes: Donald, Mickey, Minnie y Tribilin. Ella sabía que yo los odiaba con toda mi alma, de la manera más oscura que yo puedo odiar y no desde hacía un par de años sino desde los once años. A esa edad me convertí en una persona porque pude odiar a esos personajes, los aborrecí. Pero ahora, mientras los dos nos dedicamos a esperar a mi hermano, yo porque si no es de él no tengo a nadie de quien aprender cómo ser esa persona en la que me quiero convertir y ella porque siempre lo amó; ahora ella, ha colgado desde el techo de su habitación ese móvil. Perplejo y suplicante dije: pero si vos sabes que yo no los tolero. Ella contestó: hay momentos en los que sos como un tarado. Luego vinieron algunos días de tregua.
Ahora cada vez que pienso en Belén y llego hasta su casa para encontrarla arrodillada en el jardín con las manos y las uñas negras y el pelo desaliñado, en esos días en que la sorprendo y me quedo esperando que ella me de la orden de quedarme quieto, hasta que finalmente se incruste en mi cuerpo como ese animal que un viento arrastró hasta ampararlo al abrigo de un árbol, sé, que como un limón exprimido en mis ojos, así, como una mosca que puede ver todo repetido en milésimas de partículas, en la vigilia ella se presentará como una embestida que hará de mi un ser apabullado y mendicante y que seguiré esperando la vuelta de mi hermano desde África. Hay una canción que los tres oíamos ese día en que él decidió partir a África en busca de esa especie de lirio exótico, esa canción suena ahora bastante descarada, cuando los móviles se agitan sobre mi cabeza.

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