La perra guardiana



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El ladrar largo, triste de los perros en la noche. Estoy sola y ellos me siguen.
Me acompañan, a veces me miran con cara de pena. Ellos y yo nos parecemos.
A los perros les hablo de vos, a tu gente, no. A tu gente el frío de tu ausencia
les pone el corazón gélido, tiemblan cuando se te nombra. Mejor no hacerlo.
Yo sí, yo tengo el corazón áspero, puedo con eso.

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Vadear la quebrada, dormir con un solo ojo,
ladrar ante el menor ruido. Aprendo. 
Estos perros chupan de la cabra y no de la perra,
se hermanan, se emparejan. La ubre, el guano de las cabras,
un olor agrio, no son suyos.
El pelo plomo, los ojos medrosos, los dejo a mi lado,
les doy de comer, les hablo.

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Escuché los cuentos que se tejían sobre vos, la cazadora.
La primera vez que te vi, andabas entretenida con chulengos.
Un talerazo en la cabeza a uno y lo llevaste arriando.

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Me escucha con las orejas tiesas. No levanta los ojos, no mira.
Los animales saben. Abandona la inmovilidad y se levanta.
El olor sucio de su pelo. El mío. Un lengüetazo tibio sobre los pies.
Se aleja sin acercarse, los animales saben.

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Despunta el amanecer, un velo lechoso me rodea y envuelve.
Otra vez la dureza del suelo, otra vez sola.
Cuando te fuiste los oí ladrarte como a una desconocida.

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El paisaje cambia de desierto a bañado.
El cielo es completamente azul.
Camino sobre pastos vivos y tiernos.
Ellos abren sus ojos, paran las orejas.
Uno olfatea el aire y se rasca con una pata el lomo retinto.

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El costillar que puja contra la piel por salirse, el pelo apelmazado.
Me miraste con los ojos enormes,  escrutadores.
Me llamaste con una mano y con la otra empujaste el chulengo.
Retozan a mi alrededor, me rodean. No nos separamos.

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Ese día te vi andar por el monte con el tranco largo.
Marcha de cazadora, arriando las crías. Hacías tus caminatas de noche,
de día te escondías en la cueva del cerro. Te seguí como ahora ellos.

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Guanaco, zorro, avestruz, liebre, decías, y tomabas la forma de los animales.
Me hablaste de la precisión con que cada flor se reproduce y del agua,
recogías restos de flechas ensangrentadas.

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Y vos ¿por qué no tenés collares, plumas y flores? Además de andar por los cerros
vamos a hacer collares, me dijiste. Y a tejer, te pedí, y a juntar plumas.
Eso hacíamos, hilábamos collares y buscábamos plumas. Yo te adornaba.
Fueron buenos tiempos, vos eras la cazadora
y yo la perra guardiana.
Después te fuiste, los pies descalzos apabullando el desierto.

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