Olga Orozco: en el fondo de todo jardín hay un jardín. Ahí está tu jardín, Talita cumi.
Nos vamos, otros jardines nos esperan. El nuestro lo dejamos -durante esta semana- en manos de ella.
Pavana del hoy para una infanta difunta que amo y lloro
A Alejandra Pizarnik
Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza las fronteras y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos de la inanidad de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y los lápices.
Se degarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro
laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es el revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto:
en el fondo de todo jardín hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.
A Alejandra Pizarnik
Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza las fronteras y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos de la inanidad de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y los lápices.
Se degarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro
laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es el revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto:
en el fondo de todo jardín hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.
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Se descolgó el silencio...
Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino.
Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros.
Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo.
Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo.
Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas.
Tus uñas desasidas de la inasible salvación
recorren desgarradoramente el reverso impensable,
el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días.
Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata que se arranca
y después ya no estabas.
Te desertó la tarde;
te arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable,
allí, junto a los desamparados desperdicios,
los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente,
que oscila, que se cae,
que se convierte en nube.
Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino.
Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros.
Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo.
Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo.
Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas.
Tus uñas desasidas de la inasible salvación
recorren desgarradoramente el reverso impensable,
el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días.
Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata que se arranca
y después ya no estabas.
Te desertó la tarde;
te arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable,
allí, junto a los desamparados desperdicios,
los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente,
que oscila, que se cae,
que se convierte en nube.
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Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos interrogar con causa a esas escoltas de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta mi exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos, garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas secretas del ovillo que devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Con errores o trampas, por esta vez hemos ganado la partida.
alguna vez podremos interrogar con causa a esas escoltas de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta mi exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos, garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas secretas del ovillo que devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Con errores o trampas, por esta vez hemos ganado la partida.
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Un rostro en el otoño
La mujer del otoño llegaba a mi ventana
sumergiendo su rostro entre las vides,
reclinando sus hombros, sus vegetales hombros, en las nieblas,
buscando inútilmente su pecho resignado a nacer y morir entre dos sueños.
Desde un lejano cielo la aguardaban las lluvias,
aquellas que golpeaban duramente su dulce piel labrada por el duelo de una vieja estación,
sus ojos que nacían desde el llanto
o su pálida boca perdida para siempre, como en una plegaria que inconmovibles dioses acallaran.
Luego estaban los vientos adormeciendo el mundo entre sus manos,
repitiendo en sus mustios cabellos enlazados
la inacabable endecha de las hojas que caen;
y allá, bajo las frías coronas del invierno,
el cálido refugio de la tierra para su soledad, semejante a un presagio,
retornada a su estela como un ala.
Oh, vosotros, los inclementes ángeles del tiempo,
los que habitáis aún la lejanía
-ese olvido demasiado rebelde-;
vosotros, que lleváis a la sombra,
a sus marchitos ídolos, eternos todavía,
mi corazón hostil, abandonado:
no me podréis quitar esta pequeña vida entre dos sueños,
este cuerpo de lianas y de hojas que cae blandamente,
que se muere hacia adentro, como mueren las hierbas.
La mujer del otoño llegaba a mi ventana
sumergiendo su rostro entre las vides,
reclinando sus hombros, sus vegetales hombros, en las nieblas,
buscando inútilmente su pecho resignado a nacer y morir entre dos sueños.
Desde un lejano cielo la aguardaban las lluvias,
aquellas que golpeaban duramente su dulce piel labrada por el duelo de una vieja estación,
sus ojos que nacían desde el llanto
o su pálida boca perdida para siempre, como en una plegaria que inconmovibles dioses acallaran.
Luego estaban los vientos adormeciendo el mundo entre sus manos,
repitiendo en sus mustios cabellos enlazados
la inacabable endecha de las hojas que caen;
y allá, bajo las frías coronas del invierno,
el cálido refugio de la tierra para su soledad, semejante a un presagio,
retornada a su estela como un ala.
Oh, vosotros, los inclementes ángeles del tiempo,
los que habitáis aún la lejanía
-ese olvido demasiado rebelde-;
vosotros, que lleváis a la sombra,
a sus marchitos ídolos, eternos todavía,
mi corazón hostil, abandonado:
no me podréis quitar esta pequeña vida entre dos sueños,
este cuerpo de lianas y de hojas que cae blandamente,
que se muere hacia adentro, como mueren las hierbas.
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Vuelve cuando la lluvia
Hermanas de aire y frío, hermanas mías:
¿cuál es esa canción que se prolonga por las ramas y rueda contra el vidrio?
¿Cuál es esa canción que yo he perdido y que gira en el viento y vuelve todavía?
Era lejos, muy lejos, en las primeras albas de un jardín custodiado por ángeles y ortigas.
Cantábamos para siempre la canción.
Cantábamos nuestra alianza hasta después del mundo.
Era hace mucho tiempo, hermana de silencios y de luna.
Era en tu adolescencia y en mi niñez más tierna,
cuando apenas te habías asomado a las sinuosas aguas del amor, que te apresaron pronto,
y aún te vestías contra nuestro candor con el muestrario de las apariciones:
la novia fantasmal, el alma en pena o la mendiga loca;
pero al día siguiente eras la paz y el roce de la hierba.
Cuando te fuiste, faltó el cristal azul en la canción.
Era hace mucho tiempo, hermana de aventuras y de sol.
Yo era la más pequeña y seguía tus pasos por sitios encantados
donde había tesoros escondidos en tres granos de sal,
un ojo de cerradura enmohecida para mirar el porvenir más
bello y un espejo enterrado en el que estaba escrita la palabra del supremo poder.
Tú inventabas los juegos, las tentaciones, las desobediencias.
Fueron tantos los años compartidos en fiestas y en adioses
que se trizó en pedazos la canción cuando tu mano abandonó la mía.
Hermanas de ráfaga y temblor, hermanas mías,
las escucho cantar desde las espesuras de mi noche desierta.
Sé que vuelven ahora para contradecir mi soledad,
para cumplir el pacto que firmó nuestra sangre hasta después del mundo,
hasta que completemos de nuevo la canción.
Hermanas de aire y frío, hermanas mías:
¿cuál es esa canción que se prolonga por las ramas y rueda contra el vidrio?
¿Cuál es esa canción que yo he perdido y que gira en el viento y vuelve todavía?
Era lejos, muy lejos, en las primeras albas de un jardín custodiado por ángeles y ortigas.
Cantábamos para siempre la canción.
Cantábamos nuestra alianza hasta después del mundo.
Era hace mucho tiempo, hermana de silencios y de luna.
Era en tu adolescencia y en mi niñez más tierna,
cuando apenas te habías asomado a las sinuosas aguas del amor, que te apresaron pronto,
y aún te vestías contra nuestro candor con el muestrario de las apariciones:
la novia fantasmal, el alma en pena o la mendiga loca;
pero al día siguiente eras la paz y el roce de la hierba.
Cuando te fuiste, faltó el cristal azul en la canción.
Era hace mucho tiempo, hermana de aventuras y de sol.
Yo era la más pequeña y seguía tus pasos por sitios encantados
donde había tesoros escondidos en tres granos de sal,
un ojo de cerradura enmohecida para mirar el porvenir más
bello y un espejo enterrado en el que estaba escrita la palabra del supremo poder.
Tú inventabas los juegos, las tentaciones, las desobediencias.
Fueron tantos los años compartidos en fiestas y en adioses
que se trizó en pedazos la canción cuando tu mano abandonó la mía.
Hermanas de ráfaga y temblor, hermanas mías,
las escucho cantar desde las espesuras de mi noche desierta.
Sé que vuelven ahora para contradecir mi soledad,
para cumplir el pacto que firmó nuestra sangre hasta después del mundo,
hasta que completemos de nuevo la canción.
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Olga por Olga –
Toay: un siglo de luz
En Toay "vi por primera vez la luz", como es habitual decir. Una luz de fines de un verano que sería más que prodigioso recordar. Pero yo diría por dos veces, ya que la luz eléctrica llegó a este pueblo cuando yo era pequeñísima, traída por el espiritu progresista de mi padre. Carmelo Gugliotta. quien fue un pionero de la colonización que ganó enormes territorios al desierto y ocupó, durante largos años, la Intendencia Municipal de esta población, borrosa e incipiente en aquel tiempo. Mi madre fue su incondicional, inteligente y múltiple colaboradora Cecilia Orozco, cuyo apellido adopté para firmar mis primeras publicaciones, porque me pareció más armonioso y anónimo que el paterno, y así quedé definitivamente. De ellos heredé el amor por este pueblo, amor que estará documentado por sus actos, sin duda, en los anales del pasado, y cuya enumeración parecería inútil tener que subrayar. Esa herencia creció, se pulió en mi con los años, a través de nostalgias obstinadas, de presencias memoriosas y de ausencias. En este pueblo aprendí a leer y a escribir y a querer a mis primeros amigos, cuando los médanos cambiaban de lugar llevados por el viento, cuando los cardos rusos circulaban como intrusos fantasmales por algunos caminos, y las casas, salvo las que rodeaban la plaza, casi no tenían vecinos. Este fue el mágico lugar de mis aventuras y mis exploraciones infantiles, de mis asombros y mis miedos, del enigma que significaba cada planta, cada animal y cada estación, con sus escarchas, sus ardores, sus sequías y sus migraciones. He dicho muchas veces que aquí recibí mis primeras lecciones de abismo y de absoluto. El cielo me las dió, me las dió la llanura abierta y desmesurada. Del pájaro aprendí a buscar a Dios, a perderlo de vista, a volverlo a encontrar, a sentir su presencia en pleno vuelo. Recuerdo muchas caras, muchos nombres, compañeros de juegos y de descubrimientos, personas que ya no están. Aquí quedaron para siempre tres hermanos y un abuelo. Aquí están todavía edificios y lugares que sobreviven iguales y otros remozados, la vieja y misteriosa pirámide -que debería ser el centro de un gran plan y quedó desplazada- vestida ahora con una envoltura nueva, la escuela y la iglesia donde tal vez suenen las mismas campanas, y más allá mi casa, la única sobreviviente familiar que me queda. Estaba allí cuando nací y tal vez esté allí cuando me vaya. Siempre la sentí como una protección, y si pensaba por las noches en viajes fantásticos, viajaba en la casa como un navío, tan seguro que por las mañanas me depositaba en el lugar de siempre, junto al mismo jardín. Cuando me fui de Toay, la encontré en cada casa donde vivi, a veces reducida a una pared, a una ventana, a un perfume secreto. Es un símbolo permanente para mí. Es el eje del mundo que comunica con el centro del cielo. Dije "cuando me fui de Toay" ¿Me fui del todo alguna vez? Toay es una puerta que se quedó abierta para siempre en mi memoria y por la que podía entrar a mi antojo para encontrar la fiesta o el sosiego. Por ella vuelvo a entrar ahora en este pueblo y en esta Pampa, que entonces luchaba por llegar a ser provincia, y veo esta realidad hace tiempo cumplida, y festejo el dichoso Centenario de Toay. Alguien ha dicho que "la pampa es distancia detenida, tiempo sin aventura, prisión sin rejas". Para mí es espacio en movimiento, donde todo ocurre llanamente, sin barreras para las travesías heroicas y la aventura del extranjero que llega y quiere quedarse, por ejemplo. Es un espacio áspero, pero acogedor, en que nada desaparece y todo se destaca: hueso, piedra, fuego, jinete, caminante, adquieren en la envolvente soledad un relieve que los convierte en el centro del mundo. Cada uno encuentra su lugar, su servicio, su importancia. Tal vez inspirado por ese horizonte siempre a la vista y siempre inalcanzable, invitado por ese vértigo horizontal que lleva a seguir más adelante en la misión, siempre un poco más allá del propósito cumplido, fue así como Don Guillermo Brown, el primer prócer de este pueblo fundó Toay, venciendo tropiezos, dilaciones y desfallecimientos. Lo fundó entre arenales, pastos duros, letargo y desolación. Hubo un gran sueño que no se le cumplió, pero de muchos emergió con un rescate tangible entre las manos. Otros hombres llegaron después para continuar el camino, planear más proyectos, terminar trazados, fomentar otras obras, perfeccionar instalaciones y dar un nuevo empuje a cada impulso dado. Y tanto que hoy vemos -y benditos sean los ojos que lo ven- este pueblo prolijo, recortado, floreciente, encantador, brillando como una joya en la transparencia de la distancia. En esta fecha dos veces feliz, por la celebración de nuestra Independencia y la del Centenario de nuestro Toay, pido un recuerdo que sea como una flor sobre la memoria de Don Guillermo Brown y la de todos aquellos que continuaron hasta hoy el camino que abrió.
se sabe a qué antología pertenece el poema para Alejandra Pizarnik o la fecha? Estoy haciendo una monografía y me interesa. Gracias
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