Mi mundo privado







Mi mundo privado (My Own Private Idaho, Gus Van Sant, 1991).
Es la amenaza de la tormenta, es el pronóstico errático de una tormenta que espero porque tengo los labios partidos y un calor agónico me recorre el cuerpo. Pienso en la tormenta que deseo porque la lluvia limpia y calma la sed, pero no, la tormenta una vez que la ansié con tanta precisión como para darle una utilidad de supervivencia toma la forma de una mula retobada a la que me acerco y patea, porque todo lo provocado y antes deseado es falso, en parte. Es igual con la libertad, pasa lo mismo con el pan, hay un momento en que hay que dejar de amasar, simplemente dejar de hacerlo, pero hasta ese momento se llega vacilante y cebado en ese ir más allá y aún más allá.
Una película sobre la libertad en la que la libertad es estar en la orilla de un camino que no se acaba nunca. Una película en la cual el viajero es experto en caminos porque los ha trajinado de ida y vuelta  una vida entera y puede descubrir que el camino en el que está no se acaba nunca. No, no estoy diciendo que la libertad sea un camino, dios me libre, sino que la libertad como idea, pulsión, búsqueda te vuelve un viajero que sabe que estuvo antes en ese mismo camino, encajonado.
Lo sabe tanto y de tal manera que ese camino para ese viajero tiene una cara y hasta se parece a alguien. Es un camino que es un rostro destrozado. Y cuando el camino te muestra los dientes, la nariz torcida, la boca cerrada y las comisuras secas, el viajero sabe que lo mejor es abandonarse al sueño. Caer en una narcolepsia redonda, de líneas netas, soñar con salmones que atraviesan el río y recostarse en los brazos de una madre que asegura que todo va a estar bien y soñar, soñar con el pico de un volcán nevado, con vientos que se mueven en cámara rápida y arrastran cosas, casas por ejemplo.
Pero como las pulsiones tienen el aliento largo y la extrema orfandad es ese desierto pinchudo en el que se renace siempre - siempre que se siga caminando- es recomendable hacer algunas otras cosas: prender un fuego al costado, abrir una castaña con las manos congeladas por el frío, ser vulnerable. En todo caso, no es posible dejar de intentarlo, caer en la extrema orfandad y nuevamente soñar con la vuelta al calor del vientre materno, pero entretanto habrá que dejarse bañar por el río, cambiar un hábito cuando menos se lo espera, alejarse adonde sea hasta que ocurra lo que sea, descubrir que no hay nada más hermoso que cierto árbol, oír los ruidos y el sonido de todos los ruidos, entender que alguien está viejo porque no puede evitarlo, desmoronarse y rescatarse. Es como amasar pan. En algún momento, uno se detendrá pero mientras tanto...

(Texto publicado en Revista Ventizca)
MA 

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