El ruido de la fruta que cae sobre el pasto









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…si bien no existen más que los mil niveles de raudas nubes del lenguaje donde no somos, en nuestra breve jornada, más que un ligero frunce de las estructuras, un pliegue que no podríamos aspirar a reconocer íntegramente –no deja de ser cierto que decimos Yo, cuando hablamos en la urgencia de los días, en el seno de una condición y de un lugar que por ello siguen siendo una realidad y un absoluto, cualesquiera sean las apariencias o la carencia del ser.

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Interrogar la poesía, por otra parte, dentro de mi destino no es sino la reacción más natural, puesto que fue en su experiencia con el curso de los años donde se me presentaron las contradicciones y las inquietudes que acabo de intentar expresar, pero donde también se volvieron persistentes una esperanza y una idea de la esperanza.

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Tenía ante mi vista otra evidencia, alimentada por otros poetas, la del agua que corre, el fuego que arde despacio, el existir cotidiano, el tiempo y el azar que son su única sustancia; y con bastante rapidez me pareció que las transgresiones del automatismo eran menos la suprarrealidad deseable, más allá de los realismos demasiado superficiales del pensamiento controlado con los significados que se mantienen fijos, que una pereza para plantear la cuestión del yo, cuya virtualidad más rica quizá sea la vida tal se la asume día tras día, sin quimeras, entre las cosas llamadas simples. Después de todo ¿qué es toda la lengua, aun trastocada de mil maneras, junto a la percepción que podemos tener, directa, misteriosamente, de la agitación del follaje contra el cielo o del ruido de la fruta que cae sobre el pasto?

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Porque a veces podemos creer, ante determinadas sobreabundancias, que el escritor tiene la posibilidad de cambiar de imaginario por medio de la fantasía como el hombre de ciencia puede a su vez cambiar de hipótesis por obra del método, pero bajo la espuma que en efecto se agita un poco en las orillas recortadas de ese océano ¡cuán tranquilas son las aguas profundas! El inconsciente tiene algo de inmutable, el deseo no madura sino de manera lenta o nunca. Ceñido por palabras que no comprende, por experiencias cuya existencia ni siquiera sospecha, el escritor no puede más que repetir en lo escrito la particularidad estrictamente limitada que caracteriza toda su existencia y allí está su azar que angustia a Mallarmé.

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…porque ese mundo que se retrae del mundo –y esta es la segunda ley de la creación literaria- le parece a quien lo crea no solamente más satisfactorio, sino también más real.


Yves Bonnefoy, Lugares y destinos de la imagen, Traducción de S. Mattoni, Ed. Cuenco de plata

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