La vida: monótona, sencilla, increíble, insondable o la ética de las emociones (ALICE MUNRO)





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Silvina Friera reseña el nuevo libro de la Gran Alice Munro. Feliz coincidencia que aliviana el ánimo torvo con el que suelo amanecer los lunes.
Alice Munro siempre está en este jardín y sus libros, como tótems se alojan aquí y allá y nos vuelven a su manera munrosiana, militantes activistas de esa, la ética de las emociones.

Aquí la dama de las letras:


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Aquí, tan bien dichas, las razones por las cuales a Munro hay que leerla.

La “Chéjov canadiense”, eterna candidata al Premio Nobel de Literatura, afirmó en cierta ocasión que no necesitaba embellecer a sus personajes. “La vida de la gente es suficientemente interesante si conseguís captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable.” En Demasiada felicidad (Lumen), su último libro de cuentos, Alice Munro cumple al pie de la letra este destino manifiesto de su literatura. Los personajes de los diez relatos, especialmente las mujeres, son criaturas que sufren. Aunque en algunas casos ese sufrimiento alcanza la cima de lo atroz –como la joven madre que intenta sobrevivir al asesinato de sus tres hijos, o una viejita con cáncer que acaba de enviudar–, la perspicacia de la escritora reside en explorar esos calvarios íntimos –lo que golpea y daña de un modo “terminal”– desde la “baja intensidad” de las emociones, como si persiguiera obsesivamente una ética que descarta la grasa dramática, las calorías del golpe bajo que desplazarían las tramas al umbral del culebrón insoportable. Munro explora la “vida real” como una cocinera humilde que hace de la escasez su principal virtud. El molde para sus historias es sencillo y araña la perfección; la escritura, en cambio, es deliberadamente engañosa en su pretendida austeridad. Tanta belleza demanda deglutir despacio cada línea para no perder los detalles que despliega esta narradora.
“Dimensiones”, el primer cuento, es de una factura impecable. Quizá sea el mejor por la manera en que semblantea una atmósfera minúscula que hiela la sangre del lector. Sin duda es el más munroniano de esta serie; a pesar de una herida que no cicatriza –que nunca cicatrizará–, no hay excesos melodramáticos. Ni rencor. El dolor nunca se desbarranca por la pendiente de la emoción. Y sin embargo, leer a Munro emociona. Su antropología de los sentimientos nunca se empaña por la complacencia ni por el sentimentalismo. Doree trabaja en un hotel, limpiando habitaciones. Visita a su marido, Lloyd, un “delincuente psicótico” que mató a sus tres hijos: Sasha, Barbar Ann y Dimitri. Doree comienza a recibir cartas de Lloyd. “Lo que conozco de Mí Mismo es mi propia Maldad. Ese es el secreto de mi consuelo –se lee en una de esas cartas–. Quiero decir que conozco lo Peor de mí. Puede que sea peor que lo peor de otras personas, pero la verdad es que no tengo que pensar ni preocuparme por eso. No hay excusas. Estoy en paz. ¿Soy un Monstruo? El Mundo dice que sí y si lo dice yo estoy de acuerdo. No obstante, también el Mundo no tiene ningún significado real para mí. Yo soy Yo y no tengo posibilidades de ser otro Yo. Podría decir que entonces estaba loco, pero, ¿qué significa eso? Loco. Cuerdo. Yo soy Yo. No podía cambiar mi yo entonces y no puedo cambiarlo ahora.” Lloyd admite que hay algo que no puede poner por escrito. Ha visto a los niños –en otra Dimensión– y ha hablado con ellos. “Están bien. Son muy felices y muy listos. No parecen tener ningún recuerdo de nada malo.”
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