Javier Foguet: este eucalipto que respira como un fuego




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Crónica de Barranco

En Barranco habité una casa indescriptible:
muelle completado con restos
de un naufragio de la Corona…
Mi habitación miraba al espacio,
por el lado del mar, con un ojo
humeante de bruma…
La mujer mitad mujer mitad sapo
que presidía me comunicó sus tablas:
no probar cocaína en dirección
a los pájaros de la playa,
pero por sobre todo, no dar alimentos
al cachorro que ocupaba el cuarto
más amplio de nuestro palacio:
nunca había visto un jaguar
que mirase con tanta intensidad
las olas detrás de un ventanal
y a mí me atacó una impaciencia de ser, de poesía,
que me obligó a profundizar
los vagabundeos y la soledad
para volver con hambre
a los tabiques de pobreza,
a la melancolía pura de mi joven vecino…
 
(La casa-muelle se derrumbó durante los terremotos
que remecieron la costa de Perú
la tarde del 15 de agosto de 2007.)

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A Iquitos por agua
 
El cacao con agua y canela
tenía en los platos el mismo color,
las mismas vetas que los montículos de río
junto a las paredes del barco.
Lo bebíamos todo en silencio. Y escuchábamos.
Conté (porque lo pidieron)
un millón de veces la historia
del vagabundo,
hasta que perdió sentido.
Después, cuando subía al techo
el viento golpeaba las lonas y se sentía
el borbollón de la hélice en popa.
Al atardecer el río se metía en mí.
Los forestales me mostraron
una línea lejana en la tierra
y yo repetí: esa línea
de árboles azules
se llama la ceja de selva.
En ese momento el río era naranja
-un hocico
husmeando la superficie-
y estaba manchado de oscuro
junto a los taludes.
De todo esto me acuerdo.
El árbol de pan es la puerta
de una catedral salvaje.
El hombre que vendió a mal precio
su ternero moribundo
fue primero en la hilera la noche del estofado.
Francoise vio la misma luz que yo
en la boca del Marañón.
Y también el sol acribillado por las hamacas
cruzando la sombra de nuestro piso.
De noche el piloto sigue con un faro
la línea de las orillas o envía delante
una chalupa cuando el canal se oculta.
Los barcos que vienen en la noche
-los toldos, las bombitas encendidas-
parecen una fiesta que deriva.
Repetí la historia
a los que colgaban nuevas hamacas:
el taxi acuático metía su trompa
en las aldeas, dejaba y recogía hombres,
animales, fardos y el oleaje
contra las orillas levantaba
de los palos secos algunos pájaros.
Entonces llegamos;
los que no tuvimos a nadie en tierra
dormimos a bordo una vez más
mirando las luces nocturnas, duplicadas,
de la ciudad isla.
 
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De El humor de la luz, Huesos de Jibia, 2010

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