La gran Teresa Arijon: para demostrarnos que hay cierta verdad en las palabras
Teresa Arijon es sabia, es generosa, es una poeta imperdible y es muy pero muy querida por todos los que la conocen.
Aquí, una selección de sus poemas, para quienes la leyeron, porque siempre es una bendición volver a hacerlo.
Y si usted no la leyó y realmente quiere saber de qué hablamos cuando hablamos de poesía, no deje de leer cualquiera de sus libros. Oz, Poemas y animales sueltos (ed. Pato en la cara) entre otros.
Aquí una selección de sus poemas, tomados de los blogs amigos lamanzanaenelgusano.blogspot.com, blogdelamasijo.blogspot.com y laseleccionesafectivas.blogspot.com
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gary snyder
Rastro de conejos,
rastro de ciervos, ¿qué sabemos?
¿Qué sabemos en la noche helada, bajo los pinos,
recitando el poema de Leopardi
con memoria vaga, viendo
las estrellas limpísimas que acaso
anuncian la aurora boreal?
Rastro de osos,
rastro de linces, ¿qué sabemos?
¿Qué sabemos cuando la nieve quieta cubre los vidrios
y sólo se oye el sonido del cielo, afuera, lejos?
Rastro de alces,
rastro de nutrias, ¿qué sabemos?
¿Qué sabemos a la mañana siguiente, en cuclillas,
contemplando el lago donde el zorro se mojó la cola
sólo para demostrarnos que hay cierta verdad en las palabras?
Rastro de conejos,
rastro de ciervos, ¿qué sabemos?
¿Qué sabemos en la noche helada, bajo los pinos,
recitando el poema de Leopardi
con memoria vaga, viendo
las estrellas limpísimas que acaso
anuncian la aurora boreal?
Rastro de osos,
rastro de linces, ¿qué sabemos?
¿Qué sabemos cuando la nieve quieta cubre los vidrios
y sólo se oye el sonido del cielo, afuera, lejos?
Rastro de alces,
rastro de nutrias, ¿qué sabemos?
¿Qué sabemos a la mañana siguiente, en cuclillas,
contemplando el lago donde el zorro se mojó la cola
sólo para demostrarnos que hay cierta verdad en las palabras?
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En el fondo de un pozo
cuya boca ha sido tapada desde afuera
sin un resquicio que permita la entrada de la luz
un hombre, solo, con una botella de agua.
Debe meditar, si puede, sobre la impermanencia de las cosas
pero en cambio elige adivinarse las uñas de los pies.
Ha fracasado en todo: ni el amor,
ni la pura poesía en estado salvaje,
ni el ideal paupérrimo de una vida dedicada al arte.
Tiene cuarenta años y no puede mirar hacia adelante,
tampoco hacia atrás. (El pasado
es una cortina de humo sobre todas las cosas;
su sola noción opaca los usos del presente,
en cierto modo lo desanda.)
En el fondo del pozo, el hombre,
que es chino y está a punto de morir pero no (y él lo sabe),
imagina que enciende un fósforo;
siente en la yema de los dedos la aspereza
de la pólvora: el fulgor repentino que lo fascinó en su infancia
es ahora, en el pozo, un sueño sin dimensión.
(Un fantasma sin cara, él mismo sin su aspecto.)
En el fondo del pozo el hombre podría ser cualquiera,
sumirse en la historia colectiva como quien cava una fosa común.
Ser víctima o verdugo: ha perdido los límites. Desconoce
el peso permanente que arrastra sobre sí.
Él quisiera dejarse deslizar por la vía más fácil:
hacer de sus sentidos afilados un aquí y un ahora.
Pero sólo conoce aquello que lo espera: el hambre, la sed.
Como un monje suicida o destinado a la automomificación,
el hombre —que antes tuvo una esposa, a la que amaba—
querría tener ahora, en el pozo, una campana.
Una campana de tañido minúsculo para anunciar que todavía sigue vivo.
En sus horas de miedo dice palabras sueltas, destajos de un poema
que no sabe o no quiere recordar. Pasa la yema del pulgar por los labios resecos. Supone que sería más fácil dejar de respirar.
En el fondo del pozo el hombre quisiera ser juez de su propia vida
e inclinar el platillo hacia el lado de los inocentes,
los que sin más que su paciencia resignada esperan
las tramas infinitas.
Pero sabe que de algún modo es culpable
de estar allí sentado, solo,
en la extrema oscuridad.
cuya boca ha sido tapada desde afuera
sin un resquicio que permita la entrada de la luz
un hombre, solo, con una botella de agua.
Debe meditar, si puede, sobre la impermanencia de las cosas
pero en cambio elige adivinarse las uñas de los pies.
Ha fracasado en todo: ni el amor,
ni la pura poesía en estado salvaje,
ni el ideal paupérrimo de una vida dedicada al arte.
Tiene cuarenta años y no puede mirar hacia adelante,
tampoco hacia atrás. (El pasado
es una cortina de humo sobre todas las cosas;
su sola noción opaca los usos del presente,
en cierto modo lo desanda.)
En el fondo del pozo, el hombre,
que es chino y está a punto de morir pero no (y él lo sabe),
imagina que enciende un fósforo;
siente en la yema de los dedos la aspereza
de la pólvora: el fulgor repentino que lo fascinó en su infancia
es ahora, en el pozo, un sueño sin dimensión.
(Un fantasma sin cara, él mismo sin su aspecto.)
En el fondo del pozo el hombre podría ser cualquiera,
sumirse en la historia colectiva como quien cava una fosa común.
Ser víctima o verdugo: ha perdido los límites. Desconoce
el peso permanente que arrastra sobre sí.
Él quisiera dejarse deslizar por la vía más fácil:
hacer de sus sentidos afilados un aquí y un ahora.
Pero sólo conoce aquello que lo espera: el hambre, la sed.
Como un monje suicida o destinado a la automomificación,
el hombre —que antes tuvo una esposa, a la que amaba—
querría tener ahora, en el pozo, una campana.
Una campana de tañido minúsculo para anunciar que todavía sigue vivo.
En sus horas de miedo dice palabras sueltas, destajos de un poema
que no sabe o no quiere recordar. Pasa la yema del pulgar por los labios resecos. Supone que sería más fácil dejar de respirar.
En el fondo del pozo el hombre quisiera ser juez de su propia vida
e inclinar el platillo hacia el lado de los inocentes,
los que sin más que su paciencia resignada esperan
las tramas infinitas.
Pero sabe que de algún modo es culpable
de estar allí sentado, solo,
en la extrema oscuridad.
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(...)
soy el que no nació y espera, como quien huye,
el destino grabado en su mano.
Y su mano no es sino una figura más en la pampa
para siempre agreste
de palma abierta contra el viento.
(...)
soy el que no nació y busca en la piedra su elemento,
la intrépida violencia que lo incruste
en su altarcito de santo popular
(mientras al sur del mundo, un viejo campesino
deja atrás lo que conoce: las tardes
con la silla de paja al sol,
el mantel a cuadros blancos y verdes, su sombrero).
(...)
soy el que no nació y reconoce
los bordes de las cosas: un continente de opacidades exuberante
donde de tanto en tanto desentierran
una punta de lanza,
tientos, sogas podridas,
la luz mala en los huesos de un pie.
el destino grabado en su mano.
Y su mano no es sino una figura más en la pampa
para siempre agreste
de palma abierta contra el viento.
(...)
soy el que no nació y busca en la piedra su elemento,
la intrépida violencia que lo incruste
en su altarcito de santo popular
(mientras al sur del mundo, un viejo campesino
deja atrás lo que conoce: las tardes
con la silla de paja al sol,
el mantel a cuadros blancos y verdes, su sombrero).
(...)
soy el que no nació y reconoce
los bordes de las cosas: un continente de opacidades exuberante
donde de tanto en tanto desentierran
una punta de lanza,
tientos, sogas podridas,
la luz mala en los huesos de un pie.
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Teresa Arijón (Buenos Aires, 1960). Poeta, dramaturga, traductora, ensayista. Publicó, entre otros, los siguientes libros: La escrita (1988), Teoría del cielo (1992; con Arturo Carrera), Alibí (1995), El libro de las criaturas que duermen a nuestro lado (1997), El libro de la luna (1998), Orang-utans (2000; con Bárbara Belloc), Poemas y animales sueltos (2005). Entre 2001 y 2002 realizó la edición de Puentes-Pontes, primera antología bilingüe de poesía argentina y brasileña contemporánea.
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