María del Carmen Colombo: Por eso, a la sombra de un árbol exótico, las tres chicas pintan el alma de un dragón subiendo al cielo, con el fino pincel de sus pestañas.
La familia china de María del Carmen Colombo es uno de mis libros de poesía preferidos. Cada vez que vuelvo a leerlo me sorprendo. Es un libro de poemas al que llego cuando pienso en el consuelo. Así como el desconsuelo suele ser inevitable, triste y ominoso, un desgarro, es el consuelo el acto de la reparación, misteriosamente venido desde un poema, un libro, desde el lenguaje que se hace aire, se hace música, se hace tiempo.
Mi enorme cariño y admiración a Coto Colombo.
¡Miren esta maravilla de poemas!
¡Miren esta maravilla de poemas!
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"El mar de la China está encerrado adentro del caracol, entre tus piernas". Eso le dijo a La Mayor el inventor de medias transparentes que vive en la piecita de arriba. Y ella, que es muy impresionable, de noche siente que una víbora de seda se desprende de sus piernas, imantada por el aliento musical del instrumento que el hombre toca como fiera, en su piecita.
La sedosa serpiente soñolienta enrosca los peldaños de la escalera caracol, su talle de odalisca desnuda entre los velos se desliza, y sueña el cascabel en sus tobillos, bambolea el tambor de sus caderas: ábrense los húmedos anillos de la piel, esos poros de pulseras y platillos esos poros babilónicos aúllan el vacío de la selva, horror vacui de la boca, avanza sibilante presa del cazador de su arcaico cuerno que llama a derramar esa abundancia. Sube viscosa, como si la respiración embrionaria del inventor guiara ese concierto, hasta el umbral donde se despereza, taller abierto pared de piel, chorrean espejitos las escamas, elevan su tiara de sudor: desde los senos hasta el sexo despliega la sonámbula serpiente cuando el golpe de una puerta en su cabeza estalla plena la madera y rueda por los peldaños el ánima de media, transparente, cae desde arriba como en un desmayo entre las sábanas espesas del mar de una china que despierta y dónde estoy, quién soy, sí, yo, La Mayor: aquí mi caracol ardiente debajo del kimono matinal y salgo y saludo con respetuosa inclinación el paso, agrio, del señor inventor que dice, entre dientes, como si algo hubiera imaginado: "rajá, turrita, rajá".
Como un violín en su musgosa caparazón, así he vivido dentro de mi bata de seda: cuerpo enfundado en el lujoso estuche de un disfraz. Envuelto en el paisaje del kimono, niño perdido en su propio refugio, obedecí el impulso del regreso, grabado en el tapiz de la memoria. Pero ahora, por puro deseo de metamorfosis, me desprendo de la espumosa máscara de hierba, mariposa excesiva en su teatro de ausencia.
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Son chinas las tres chicas, pintadas por el fino pincel de un copista oriental. Ojos como rendijas miran la escena de la madre, lavando el kimono en el piletón del patio. Las miradas finitas rayan las ojeras de la madre, imitación de la sombra de un árbol exótico. Le dibujan persianas cerradas para protegerla de un sol de siesta, insoportable.
El alma china de la familia se llena como una palangana porteña al compás de los dichos maternales del agua. Y las tres chicas recuerdan, al unísono, los agujeros dejados por las balas. Los agujeros del recuerdo, multiplicados por tres, ensucian con la sangre del padre el kimono que la madre lava, infinitamente, adentro del piletón de sus propias ojeras.
Recordar, abrir el ojal de una herida llamada ojo, provoca un dolor de sol, insoportable, entre ceja y ceja. Por eso, a la sombra de un árbol exótico, las tres chicas pintan el alma de un dragón subiendo al cielo, con el fino pincel de sus pestañas.
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Todas las noches, la madre china pone su mente adentro de una copita
quieta. La llena con sus diminutos pensamientos de alfiler. Es de jade,
la copita, y parece un párpado vaciado por la punta de una vara de
bambú. Puede ser también un pájaro mudo que se sostiene en una sola
pata de gallo.
La mente maternal imita el salto de los equilibristas, esos que tiran el
alma por el aire y cae, hecho un bollito, en las aguas secas del vacío.
A la mañana, la mente china sale lívida del párpado, como un pez o un
ánima que ha vagado por los vericuetos del limbo.
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Cuando las tres chicas se acercan, el padre cierra el abanico de sus sentimientos, de golpe. Tiene miedo el padre chino de que el calor de sus hijas desplanche las rayitas de su alma, plisadas con suma paciencia por sus antepasados.
El miedo le hace pitar de una boquilla elongada hasta el límite. Chupa del pico el hombre, y de su boca evaporada por el humo se desprenden pensamientos finitos como el perfil de un pez raya.
Es el opio de los pueblos con que carga su boquilla el que lo hace descifrar sus pensamientos en voz alta. "Esas tintoreras --dice de sus hijas-- calientan la pava y después yo salgo hecho una planicie. Qué saben ellas, tan chiquitas, del trabajo que costó a mis antepasados imitar el oscuro abanico de las olas, escama por escama, durante milenios, hasta hacer de mi alma este biombo musical que sólo los hombres chinos saben desplegar con dignidad."
Al escucharlo, la más china de las tres chicas desenrolla el caracol de su rodete en señal de rebelión. Cae ondulado el bandoneón de su pelo, y el padre recuerda el golpe, seco, de una sombrilla al cerrarse.
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En espacios reducidos es propicio menguar, como la luna y las mareas: la dirección del movimiento obedece a la necesidad. Es favorable decrecer con rectitud, orientados por el mapa nocturno que dibujan las tablas de planchar, cuando doblan sus hojas y culminan, firmes, en una reverencia.
Los biombos se someten al dictado de los tiempos y ceden, dóciles, las teclas de sus abanicos. Una escalera devora su propio caracol, peldaño por peldaño.
Algunos pensamientos ensobran sus intimidades y se apilan, al igual que las sábanas, en prolijos acordeones. Las mentes más realistas se ajustan tanto al pan pan y al vino vino, que después se desparraman en otras dimensiones, como la gente que vive apiñada en una pieza y sueña con la amplitud del paraíso.
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En el cine teatro Olavarría, el único número vivo es el trío de voces chinas El Trébol: con fondo de timbales las artistas se presentan en el escenario, y después de una triple reverencia, comienza el recitado cuando el gong así lo indica.
"Japonesitas, coreanas nos dicen, pero nosotras somos chinas, chinas de la Manchuria", gritan las chicas al unísono, mientras golpean el piso como encaprichadas, con uno de sus dos pies diminutos. Y apelando a un tono de familia, conceden con desprecio, en fila y de perfil a la platea: "Porteños provincianos todo lo confunden". Agregan, ahora sí, de frente y enojadas: "Está bien que en los puertos los pensamientos se mezclen como mercaderías al sol. Pero es un atropello a la moral china, este cambalache que convierte en mamarracho todo lo que toca. Que mezcla las sangres en la memoria, ah..., colorinches del pensamiento de esta tierra". Avanzan por el escenario las tres juntas y paradas en la orilla de la plataforma, descargan sobre el público unos dedos de espadachín cuando preguntan: "¿Te dicen japonés y sos malayo? ¿Colchonero te llaman y sos cura? Qué rabia, qué dolor, qué desencanto", gritan las chicas y llevan como marionetas sus manos al peinado. Más delicadas y mientras retroceden, se arropan sigilosas en sus batas de seda: "Argentinos --sentencian-- basta de confusión, no se dejen engañar como libélulas enamoradas de la imagen de las cosas y no de las cosas mismas".
Siempre al llegar a esta parte del parlamento, suenan las castañuelas acuáticas porque El Trébol se despide. Sin despegar los seis pies del piso, las tres bocas arrastran las palabras, hasta que cada sílaba del estribillo se separa lo suficiente como para evocar el fraseo de su lengua madre: "Ja-po-ne-si-tas-co-rea-nas-nos-di-cen".
La gente aplaude con ganas, y nunca se sabe si es porque el Trío colmó sus expectativas, o porque la retirada de las muchachas anuncia el comienzo de la primera película.
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Coto, una capa total!!!! Disfruté mucho e La Familia China! Gracias Mercees
ResponderEliminarGran libro, La familia China...gracias por dejar mensaje y por compartir!
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