Dos textos que le dan pelea al desierto verde: hace un tiempo aquí hubo caballos
Aquí dos textos que libran una merecida y bella pelea contra el fru fru de la soja.
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la sospecha por Elena Anníbali
hace un tiempo aquí hubo caballos,
los mensuales cruzaban, por la ruta,
cargando la carne dorada
de las perdices,
las adolescentes escribíamos, con trozos de velas,
mensajes pornográficos en los vidrios de la gruta
de santa rosa de lima
ahora manejo por la 36 y sólo se escucha
el frufrú de la soja
los aviones cargados de roundoup
que se desplazan con un sonido antiguo de dirigible
emanando una neblina tornasol que arrastra
el mismo viento que silba en las taperas
no sé si esto sea el estrago
la podredumbre
sé que cuando miro, algo sospechoso y sombrío
ingresa a la zona de mis huesos
como la verde mosca
que corrompe la pulpa de los potros
(de Tabaco Mariposa, 2009)
(Oncativo, Córdoba, el 19 de Abril de 1978)
los mensuales cruzaban, por la ruta,
cargando la carne dorada
de las perdices,
las adolescentes escribíamos, con trozos de velas,
mensajes pornográficos en los vidrios de la gruta
de santa rosa de lima
ahora manejo por la 36 y sólo se escucha
el frufrú de la soja
los aviones cargados de roundoup
que se desplazan con un sonido antiguo de dirigible
emanando una neblina tornasol que arrastra
el mismo viento que silba en las taperas
no sé si esto sea el estrago
la podredumbre
sé que cuando miro, algo sospechoso y sombrío
ingresa a la zona de mis huesos
como la verde mosca
que corrompe la pulpa de los potros
(de Tabaco Mariposa, 2009)
(Oncativo, Córdoba, el 19 de Abril de 1978)
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Un desierto verde por Pedro Mairal publicado el 23/09/11 en Perfil
¿Acá qué había? Acá estaba la casa de Reynoso, al lado de estos eucaliptos, justo ahí, una casa chica donde vivía con la mujer y una hija, no sé si sordomuda o qué, pero no hablaba. Tenían poco: unas lecheras, ovejas y unos caballos que a veces dejaban pastando en la calle, si total no se iban lejos y era mejor porque el potrero podía estar muy pelado, en cambio en la calle había más pasto y los caballos sabían evitar comer el romerillo que está por toda la zona y los puede matar. Uno era un caballito gris que el hijo de Reynoso, que iba de vez en cuando porque trabajaba en otro lado, tenía con la cola corta. Reynoso padre usaba el estribo de montar más largo para poder subirse, quedaba medio torcido en el caballo, parecía que volvía borracho del almacén, pero no. Ya estaba viejo. Y el caballo ése se murió contra el alambrado, apoyado de costado. Después, los Reynoso se fueron a Galarza. ¿Qué les pasó? Se los comió el desierto verde de la soja. No queda ni la tapera. Sólo los árboles y la tranquera y la alfombra de soja, nada más.
Acá en esta curva estaba lo de Alonso, que vivía con una gorda chúcara que nunca salía y una hija de 30 que se había quedado embarazada a los 15 y el nieto, muy afeminado. Alonso era panzón, tenía una hernia que le asomaba en un bulto bajo la camisa cuando iba a caballo y a veces decía: “me voy a acomodar las tripas” y se metía el bulto de vuelta dentro del abdomen. Usaba de esas gorras que llamaban jockey, esas boinas con vicera. Casi todos usaban eso por la zona, y botas de goma, y bombacha con cinturón. Después del embarazo de la hija no volvieron a ir a las fiestas de la escuela ni a ningún baile. Tenían una yegua que se llamaba La China Hereje y un caballo que se llamaba Mala Noche, los dos oscuros. Alguno de los dos volteó un día a la hija y le fisuró varias costillas. Cuando un vecino le colgó un pavo porque se le metía en su huerta, Alonso lo esperó por la calle y lo corrió a rebencazos. Pero eso fue hace mucho. No sé dónde habrán terminado los Alonso. ¿La casa era acá? Sí, justo ahí. Quedó sólo el limonero correntino, el limonero irreal entre los surcos de soja.
Y esto es lo que queda de la segunda escuela. Cuando no hubo más alumnos, la cerraron y de a poco la gente que pasaba se iba llevando unas chapas, las puertas y ahí quedaron las paredes solas. Pero la escuela vieja sigue en pie. Alguien vive ahí ahora. No sé quién será, pero pareciera que viene una vez a la semana del pueblo. Quedan los perros con hambre, uno medio lobo, erizado que mete miedo y un cuzquito y un caballo zaino solo. Nunca se ve nadie. Ahí se hacían los bailes en el patio de baldosas, y atrás, al pie del molino, el asado. Fiestas de domingo al mediodía, con pastelitos y carrera de sortijas. O sábado a la noche. Los sulkies uno al lado del otro, los caballos dormidos y la música lejos. Grupos de jinetes borrachos volviendo en la oscuridad, entre risotadas por chistes incomprensibles. No se ve ni lo que se conversa, decía uno. Y ahora sólo el perro malo ladrando. Una zona sin chicos.
Acá estaba Juanchín Palavecino, casado con una mujer que había tenido polio quizá, porque tenía las piernas cortas y torcidas y caminaba con dificultad. Tenían dos hijos. Juanchín había sido domador. Le gustaba tomar y se ponía rojo y silencioso en el almacén. Eran más del norte, tenían algo medio correntino en el acento. El era retacón y en su casa convidaba con un jarro de plástico lleno de vino blanco de damajuana “Trenzas de oro” y un gran témpano de hielo de la cubetera de aluminio de ésas sin divisiones. Orgulloso del hielo, de la heladera en funcionamiento. Su progreso personal. ¿Se lo comió también la soja? No sé. Ni tampoco me acuerdo si la casa estaba en este montecito o en aquél otro.
Y más allá, las hermanas Godoy, viejitas solteras, una cuidaba zorrinos. La hermana mayor con mucha cara de bruja de cuento. Los chicos se asustaban. Salían poco las Godoy. Las mujeres de la zona se ocupaban de llevarles arroz, polenta, yerba y azúcar. Tenían una yegua tordilla para el sulkie pero, después de un susto que les pegó cuando se espantó por un alambre que se le enredó en la pata y casi fueron a parar a la cuneta, no la ataron más. La yegua panzona y clinuda en el potrerito contra la calle. La hermana mayor murió primero y la menor la sobrevivió varios años, rodeada de zorrinos. Vivía casi del aire.
A todo eso ahora lo atraviesa el viento que mueve las hojitas verdes de la soja. Es la historia fantasma de apenas unos siete kilómetros de camino de tierra.
A todo eso ahora lo atraviesa el viento que mueve las hojitas verdes de la soja. Es la historia fantasma de apenas unos siete kilómetros de camino de tierra.
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Muy lindo el texto de Mairal, pero el poema de Elena Annibalí ( a quien por cierto no conocía) me pareció de un simpleza y una intensidad impresionantes,
ResponderEliminarSiempre subiendo cosas lindas para alegrarnos la tarde, vos.
beso
p
Gracias! gracias por pasar y comentar y -para mi alegría- alegrarse la tarde en el jardín.
ResponderEliminarBeso!
Mercedes