Christa Wolf: No nos dijimos casi nada aparte de nuestros nombres, nunca había oído un poema de amor tan hermoso. Eneas Casandra. Casandra Eneas.


Fotografía estenopeica de Natacha Ebers.


Querida Christa, recién hace unos pocos días lo supe, te fuiste, solitaria, aquí me quedo, invocándote y leyéndote por siempre.

Christa Wolf, mujer artista, vivió desafiando los límites de la palabra y la memoria, añoró cada día una sociedad más justa.



Una vez más me sacude el Eros del desenfreno,
dulceamargo, indomable, un animal oscuro.
Safo

Aquí fue. Allí estuvo ella. Estos pétreos leones, ahora sin cabeza, la miraron. Aquella fortaleza, antes infranqueable, ahora convertida en un montón de rocas, fue lo último que ella vio. Un enemigo hace mucho olvidado, y los siglos el sol, la lluvia, el viento, la pulieron. Inmutado está el cielo, un bloque azul profundo, alto,
lejano. Cerca están, hoy como ayer, las murallas talladas por los cíclopes, indicando la dirección que debe seguir el camino: hacia el portón, por debajo del cual no brota la sangre. Hacia las tinieblas. Hacia el matadero. Y solitario.

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Aunque hubiera podido creer, pero no lo creía, que mi hermano Ésaco, era un pájaro, que la diosa Artemisa, a la que se atribuyen rarezas, le había concedido, al transformarlo, su deseo más íntimo: yo no quería un pájaro en lugar de un hermano.

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No nos dijimos casi nada aparte de nuestros nombres, nunca había oído un poema de amor tan hermoso. Eneas Casandra. Casandra Eneas. Cuando mi castidad se encontró con su timidez, nuestros cuerpos se desbocaron. Lo que mis brazos y piernas inventaron para responder a las preguntas de sus labios, los sentidos desconocidos que me regalaría su olor, no lo habría podido imaginar. Ni tampoco que mi garganta sería capaz de emitir esa voz.



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Me dormí al atardecer, aún lo recuerdo, soñé con un barco que alejaba a Eneas de nuestra costa, cruzando lisas y azules aguas, y con un inmenso fuego que, mientras el barco desaparecía en el horizonte, se interponía entre los que se iban y nosotros, los que nos quedábamos. El mar ardía. Todavía hoy veo la imagen de este sueño, a pesar de que tantas otras más terribles imágenes de la realidad se hayan superpuesto. Me gustaría saber (pero, ¡qué cosas estoy pensando! ¿me?, ¿gustaría?, ¿saber? Sí. Las palabras son las correctas), me gustaría saber qué tipo de desasosiego, inadvertido por mí, en plena paz, en plena felicidad: ¡porque era así como nos hablábamos!, instigaba tales sueños.

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No veía nada. Abrumada por el don de la profecía, era ciega. Sólo veía lo que tenía delante, prácticamente nada. Mi vida estaba determinada por el año del dios y las exigencias del palacio. Se podría decir también: oprimida. No conocía otra. Vivía de un acontecimiento en otro, acontecimiento que, al parecer, componían la historia de la casa real. Acontecimientos que hacían ansiar siempre nuevos acontecimientos, y finalmente la guerra. Creo que eso fue lo primero que pude penetrar con la mirada”

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¿Quieren enseñarme los dioses a creer en ellos de nuevo? Sólo puedo reírme. Ahora estoy por encima de ellos. Pueden tocarme con sus órganos crueles, que no encontrarán en mí ningún rastro de esperanza, ningún rastro de miedo. Nada, nada. El amor se ha roto, y también el dolor ha cesado. Soy libre. Sin desear nada escucho el vacío que me llena por completo.



(Casandra, de Christa Wolf, 1983, Editorial Cuarto Propio. Traducción de Sven Olsson y Pola Iriarte, con prólogo de la escritora chilena Carmen Berenguer.)

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