Pasolini/ Y no sólo el Baco joven; todos los personajes de Caravaggio están enfermos; todos ellos, que por definición deberían ser vitales y sanos, tienen, en cambio, la piel deslucida por la cenicienta palidez de la muerte.
«La luce di Caravaggio», escrito inédito de 1974, editado ahora en Pasolini. Saggi sulla letteratura e sull’arte, tomo II, Milán, Meridiani Mondadori, 1999
Todo lo que sé sobre Caravaggio es lo que dijo acerca de él Longhi. Es verdad que Caravaggio fue un gran inventor y, por tanto, un gran realista. Pero, ¿qué inventó Caravaggio? Para responder a esta pregunta, que no planteo por pura retórica, no puedo más que remitirme a Roberto Longhi. Caravaggio inventó, en primer lugar, un nuevo modo que, según la terminología cinematográfica, se denomina «profílmico» (entiendo por tal todo lo que está delante de la cámara). Es decir, Caravaggio inventó todo un mundo para poner delante del caballete en su estudio: nuevos tipos de personas, en sentido social y caracteriológico, nuevos tipos de objetos, nuevos tipos de paisajes.
En segundo lugar, inventó una nueva luz: sustituyó la iluminación universal del Renacimiento platónico por una luz cotidiana y dramática. Si Caravaggio inventó tanto los nuevos tipos de personas y de cosas como el nuevo tipo de luz fue porque los había visto en la realidad. Se dio cuenta de que a su alrededor –excluidos por la ideología cultural vigente desde hacía casi dos siglos– había formas de iluminación lábiles pero absolutas que nunca habían sido reproducidas y, así, cada vez más alejadas de la costumbre y de la norma, habían acabado por resultar escandalosas y se las había suprimido de forma que, hasta Caravaggio, lo más probable es que ni los pintores ni los hombres en general las vieran.
El tercer invento de Caravaggio es un diafragma (también luminoso, pero de una luminosidad artificial que sólo pertenece a la pintura y no a la realidad) que lo separa tanto a él, el autor, como a nosotros, los espectadores, de sus personajes, de sus naturalezas muertas, de sus paisajes. Este diafragma, que traslada las cosas pintadas por Caravaggio a un universo separado, muerto en cierto modo –al menos respecto a la vida y al realismo con el que esas cosas habían sido percibidas y pintadas–, lo ha explicado espléndidamente Roberto Longhi con la hipótesis de que Caravaggio pintaba mirando sus figuras reflejadas en un espejo. Estas figuras eran las que Caravaggio había seleccionado en la realidad –desaliñados aprendices de frutero, mujeres del pueblo que jamás habían sido tomadas en cuenta, etc.– y estaban bañadas por esa luz real de una hora del día concreta, con todo su sol y todas sus sombras. Y, sin embargo… sin embargo, dentro del espejo todo parece como suspendido, como con un exceso de verdad, un exceso de evidencia que lo hace parecer muerto.
Puedo apreciar críticamente la opción realista de Caravaggio de recortar en los personajes y en los objetos el mundo que quiere pintar; puedo apreciar aún más –y también críticamente– la invención de una nueva luz bajo la que situar los acontecimientos inmóviles. Sin embargo, por lo que respecta al realismo, se precisa una buena dosis de historicismo para reconocer toda su grandeza: al no ser yo un crítico de arte, y dado que veo las cosas desde una perspectiva histórica falsa, a mí el realismo de Caravaggio me parece un hecho bastante normal, superado con el correr de los siglos por otras formas nuevas de realismo. Por lo que concierne a la luz, puedo apreciar su invento magníficamente dramático pero, por cierta peculiaridad estética mía –debida quién sabe a qué maniobras de mi subconsciente–, no me gustan las invenciones de formas. Un nuevo modo de percibir la luz me entusiasma mucho menos que un nuevo modo de percibir, pongamos, la rodilla de una virgen bajo el manto o el escorzo del primer plano de un santo: me gustan las invenciones y las aboliciones de los claroscuros, de las geometrías, de las composiciones. Frente al caos luminoso de Caravaggio me quedo admirado, pero un poco distante (si se trata de dar mi opinión estrictamente personal). La que verdaderamente me entusiasma es la tercera invención de Caravaggio, es decir, el diafragma luminoso que vuelve sus figuras distantes, artificiales, como reflejadas en un espejo cósmico. Aquí los rasgos populares y realistas de los rostros se pulimentan en una caracteriología mortuoria y, así, la luz, aun manteniendo la impronta evidente del instante del día en el que está captada, se fija en una grandiosa máquina cristalizada. No sólo el Baco joven está enfermo, también lo está su fruta. Y no sólo el Baco joven; todos los personajes de Caravaggio están enfermos; todos ellos, que por definición deberían ser vitales y sanos, tienen, en cambio, la piel deslucida por la cenicienta palidez de la muerte.
En segundo lugar, inventó una nueva luz: sustituyó la iluminación universal del Renacimiento platónico por una luz cotidiana y dramática. Si Caravaggio inventó tanto los nuevos tipos de personas y de cosas como el nuevo tipo de luz fue porque los había visto en la realidad. Se dio cuenta de que a su alrededor –excluidos por la ideología cultural vigente desde hacía casi dos siglos– había formas de iluminación lábiles pero absolutas que nunca habían sido reproducidas y, así, cada vez más alejadas de la costumbre y de la norma, habían acabado por resultar escandalosas y se las había suprimido de forma que, hasta Caravaggio, lo más probable es que ni los pintores ni los hombres en general las vieran.
El tercer invento de Caravaggio es un diafragma (también luminoso, pero de una luminosidad artificial que sólo pertenece a la pintura y no a la realidad) que lo separa tanto a él, el autor, como a nosotros, los espectadores, de sus personajes, de sus naturalezas muertas, de sus paisajes. Este diafragma, que traslada las cosas pintadas por Caravaggio a un universo separado, muerto en cierto modo –al menos respecto a la vida y al realismo con el que esas cosas habían sido percibidas y pintadas–, lo ha explicado espléndidamente Roberto Longhi con la hipótesis de que Caravaggio pintaba mirando sus figuras reflejadas en un espejo. Estas figuras eran las que Caravaggio había seleccionado en la realidad –desaliñados aprendices de frutero, mujeres del pueblo que jamás habían sido tomadas en cuenta, etc.– y estaban bañadas por esa luz real de una hora del día concreta, con todo su sol y todas sus sombras. Y, sin embargo… sin embargo, dentro del espejo todo parece como suspendido, como con un exceso de verdad, un exceso de evidencia que lo hace parecer muerto.
Puedo apreciar críticamente la opción realista de Caravaggio de recortar en los personajes y en los objetos el mundo que quiere pintar; puedo apreciar aún más –y también críticamente– la invención de una nueva luz bajo la que situar los acontecimientos inmóviles. Sin embargo, por lo que respecta al realismo, se precisa una buena dosis de historicismo para reconocer toda su grandeza: al no ser yo un crítico de arte, y dado que veo las cosas desde una perspectiva histórica falsa, a mí el realismo de Caravaggio me parece un hecho bastante normal, superado con el correr de los siglos por otras formas nuevas de realismo. Por lo que concierne a la luz, puedo apreciar su invento magníficamente dramático pero, por cierta peculiaridad estética mía –debida quién sabe a qué maniobras de mi subconsciente–, no me gustan las invenciones de formas. Un nuevo modo de percibir la luz me entusiasma mucho menos que un nuevo modo de percibir, pongamos, la rodilla de una virgen bajo el manto o el escorzo del primer plano de un santo: me gustan las invenciones y las aboliciones de los claroscuros, de las geometrías, de las composiciones. Frente al caos luminoso de Caravaggio me quedo admirado, pero un poco distante (si se trata de dar mi opinión estrictamente personal). La que verdaderamente me entusiasma es la tercera invención de Caravaggio, es decir, el diafragma luminoso que vuelve sus figuras distantes, artificiales, como reflejadas en un espejo cósmico. Aquí los rasgos populares y realistas de los rostros se pulimentan en una caracteriología mortuoria y, así, la luz, aun manteniendo la impronta evidente del instante del día en el que está captada, se fija en una grandiosa máquina cristalizada. No sólo el Baco joven está enfermo, también lo está su fruta. Y no sólo el Baco joven; todos los personajes de Caravaggio están enfermos; todos ellos, que por definición deberían ser vitales y sanos, tienen, en cambio, la piel deslucida por la cenicienta palidez de la muerte.
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