LOUISE ERDRICH: Toda la noche soy la cierva, respirando su nombre en el campo helado, con el pequeño rocío de su nombre siempre a la deriva frente a mí.






 
Si me apuran, estos son los poemas que yo hubiera querido escribir.
Pero por suerte ya los escribió ella: la alemana y chipewawa Louise Erdrich (1954) que creció en Wahpeton, Dakota del Norte, y pertenece al clan de la Montaña Tortuga Azul del pueblo chipewa.



ÁVILA

Hermana, ¿te acuerdas de nuestra cueva de piedras,
cómo entrábamos en ella huyendo del calor blanco de las tardes,
masticando las semillas, tramando martirio tras martirio
cada uno más cruel que el último?
Te quitaste el pelo castaño de la cara,
y cantaste Pax Vobiscum al soldado imaginario,
un leopardo sobre la barca de Ignacio.
Ahora te veo acercarte a mí, descalza como los pobres,
mientras florecen los ciruelos silvestres.
Sus centros son las heridas de los clavos,
desiguales y profundas. Las lanzas del cielo
colocadas en punta a lo largo del sendero que tú eliges
apartándome.

Querida hermana, como la montaña crece del aire,
como el pozo de agua fresca
se hunde en el opresivo mar,
como surge el castillo piedra a piedra en el interior,
aún te quiero. Pero eso, al fin y al cabo,
no es más que el amor de un hermana por su hermana,
y Dios no tiene nada que ver con todo esto.




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Tres hermanas

Arlene llevaba en el cuello los ojos de un hombre viejo.
Porcelana rayada, descolorida
por la lejía caliente de su respiración.
Dalona cabalgaba el amor como barco en un viento ligero.
Las velas de su cuerpo se abrían de sólo tocarlas.
Nadie era capaz de negarle paso franco, puerto seguro.
Thedda, la más joven, callaba como una campana.
Las blancas espinas de su silencio traspasaban los arbustos
y donde ella se ponía la hierba dejaba de crecer.
Un año, las tres hermanas abandonaron sus habitaciones
con un balanceo como el de las rosas que empapelaban las paredes.
Caminaron, bien crecidas, hacia el corazón del poblado.
Los hombres jóvenes rompieron sus ojos dentro de los ojos de piedra de ellas
y sus largas lenguas cantaron
en las aturdidas llamas de sus bocas.
Era finales de agosto en el año interminable de la sequía.
Se abrió la baraja y tres hombres echaron suertes
para casarse con las hermanas, los seis juntos en una gran casa.
La noche de bodas el viento se alzó en un ramo de cristal.
Las nubes descendieron al vivo calor.
Amarramos nuestros perros.
 
Algunos juran haber visto una rueda de baile relampagueante en el patio.
Hacia el atardecer sentimos un peso de plomo en los huesos,
salimos, y recibimos en la lengua las primeras, fugaces gotas de lluvia.
 
Las chicas Lefavor

Todo el otoño las ciruelas negras
se desprendieron y cayeron de las ramas.
Nosotras recogimos su dulzura
y la sellamos en frascos
que llenaron las alacenas y el sótano.
De noche nos metimos bajo las sábanas, cargadas
de mucho más de lo que los brazos pueden llevar por sí mismos,
y soñamos que sin nuestras blusas
en la represa, el agua tibia
venía del fondo para llevarnos.
Esa estación el sueño nos creció alrededor
como si de los muros
cayera una nieve espesa y formara
otros cuerpos, y las voces
de los hombres que se derritieron en nosotras,
y los niños perdidos buscando su casa.
Tras las prolongadas lluvias y la tierra desnuda
nos dirigimos a las barreras del viento.
Las blancas coronas en los ciruelos
llenaban las gargantas púrpura del iris.
Yacimos en el pasto,
las abejas bebían en lenguas
y ya crecía el quebradizo zumbar de las langostas
en el rojo trigo.
De nuevo el año completó su círculo, los hombres
llegaron tocando a la puerta de los campos
rebosantes de semillas oscuras
y la costra chamuscada de la montaña
se pobló de girasoles.
Doradas aún, nos aproximamos a los segadores.
De brazo en brazo nos condujeron en vilo hacia el poblado.
Nos sacamos los vestidos, soltamos nuestras cabelleras, oh entonces
la abundancia venía a raudales
en la cara de año próximo.
Nos mantuvimos en el viento,
nuestros cuerpos se abrieron
y la nieve comenzó a caer.
Cayó y cayó hasta cubrir el mundo,
hasta que alzó más allá de los límites de lo que se puede conocer.

 
La gente extraña

Los antílope son gente extraña... bellos de mirar, y tramposos.
No confiamos en ellos. Aparecen y desparecen;
son como sombras en la pradera. Debido a su hermosura,
a veces los hombres jóvenes siguen a los antílopes
y se pierden para siempre.
Incluso aquellos que consiguen regresar
nunca vuelven a estar en sus cabezas.

Pretty Shield, Escudo Bonito, curandera crow,
transcrito por Frank Linderman, 1932.
 
Toda la noche soy la cierva, respirando
su nombre en el campo helado,
con el pequeño rocío de su nombre
siempre a la deriva frente a mí.
Y él ha escuchado de nuevo
y yo ardí tras él, la antorcha
inunda mis ojos con fuego azul;
en mi pecho el corazón estalla
como una piedra caliente.
Arrojada después como un fardo
en la caja de su pickup,
limpio de mi boca
la espuma de la muerte,
me siento, riendo
y chillo desde mi veloz sepultura.
Encerrada en el garage,
cuando él afila su cuchillo
y cree tenerme, así nada más,
vengo a él,
flaca y gris,
a través de las balas que entran y se disuelven.
Me instalo en su casa
tomando café hasta el amanecer
y me retiro
mientras la escarcha enrojece la tapa de los cubos
a gatas retorno a mi cuerpo espectral.
Adormecida en los limpios pastizales, el día entero
sueño con el único que realmente me pudo lastimar.


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La traducción que presentamos fue tomada de la versión original.
Traducción del inglés y nota: Hermann Bellinghausen
http://www.jornada.unam.mx/2004/10/18/oja90-erdrich.html

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