Gombrowicz/ El sol le quemaba el vientre, lo que tenía que ser particularmente desagradable si se toma en consideración que ese vientre suele permanecer moviendo las patitas, y sabía que no le quedaba sino ese monótono y desesperado movimiento de las patas… ya desfallecía, quizás llevaba así muchas horas, ya agonizaba.
Martes (Diario argentino)
Por Witold Gombrowicz
Me ocurrió ayer… Debo decir que nada puede igualarse, en ciertos aspectos, en cierto modo, con el horror del dilema que viví… Me encontré en la situación en que lo humano que hay en uno debe vomitar… Podría decirlo. Puedo atormentarme o no con esto, en realidad sólo depende de mí.
Estaba acostado bajo el sol, estratégicamente situado en la cordillera que forma la arena acumulada por el viento en el extremo de la playa. Son unas montañas de arena, dunas, ricas en colinas, vertientes, valles, un laberinto curvilíneo y polvoriento, en algunas partes coronado por un arbusto que vibra bajo el incesante empuje del viento. A mí me protegía una Jungfrau bastante alta, notablemente cúbica, altiva, pero a unos diez centímetros de mi nariz empezaba el ventarrón que azotaba sin tregua un Sahara quemado por el sol. Unos escarabajos – no sé cómo llamarlos – erraban penosamente por ese desierto, con fines ignorados. Y uno de ellos, al alcance de mi mano, yacía patas para arriba. Lo había volteado el viento. El sol le quemaba el vientre, lo que tenía que ser particularmente desagradable si se toma en consideración que ese vientre suele permanecer moviendo las patitas, y sabía que no le quedaba sino ese monótono y desesperado movimiento de las patas… ya desfallecía, quizás llevaba así muchas horas, ya agonizaba.
Yo, gigante inaccesible para él, con una inmensidad que me hacía ausente para él, miraba ese movimiento… alargué la mano y lo libré del suplicio. Se puso a caminar hacia delante. En un segundo había vuelto a la vida.
Apenas lo había hecho, cuando vi un poco más allá a otro escarabajo idéntico al anterior, en idéntica situación. Movía las patitas. Y el sol le quemaba el vientre. No tenía ninguna gana de levantarme… Pero, ¿por qué salvar a uno y al otro no? ¿Por qué a aquél, mientras que a éste…? Hiciste a uno feliz, ¿pero tiene que sufrir el otro? Tomé una ramita, alargué la mano…lo salvé.
Acababa de hacerlo cuando ví un poco más allá a otro escarabajo idéntico, en posición idéntica. Movía las patitas y el sol le quemaba el vientre.
¿Debía transformar mi siesta en un servicio de socorros de emergencia para escarabajos agonizantes? Pero ya me había familiarizado demasiado con ellos, con su ridículamente indefenso movimiento de patitas… y comprenderán quizá que si ya había empezado a salvarlos no tenía derecho a detenerme precisamente en el umbral de su derrota… demasiado cruel y en cierta forma imposible, imposible de cometer…¡Bah! Si entre aquél y los que había salvado existiera alguna frontera, algo que me autorizara a desistir… pero no había nada, solamente diez centímetros de arena más, siempre el mismo espacio arenoso, "un poco más lejos" es verdad, pero solamente "un poco". Y movía las patitas de la misma manera. Sin embargo, después de mirar a mi alrededor ví "un poco" más lejos a cuatro escarabajos moviendo las patitas, abrazados por el sol… no había remedio, me levanté y los salvé a todos. Se fueron.
Entonces apareció ante mis ojos la vertiente deslumbradora-calcinante-arenosa de la loma vecina y en ella cinco o seis puntitos que movían las patas: escarabajos. Me apresuré a salvarlos. Los salvé. Y ya me había quemado tanto con su tormento, integrado a ellos, que al ver cerca otros escarabajos, en las llanuras, en las colinas, en las barrancas, aquella islita de puntos torturados, empecé a moverme en la arena como un loco, ¡ayudando, ayudando! Pero sabía que eso no podía continuar eternamente, pues no sólo esta playa sino toda la costa hasta más allá de donde la vista se perdía estaba sembrada de ellos, entonces tenía que llegar el momento en que diría "basta" y tenía que llegar a un escarabajo que ya no salvaría. ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Cuál? A cada rato me decía "éste", pero lo salvaba, no pudiendo decidirme a la terrible, casi ignominiosa arbitrariedad -¿por qué ése, por qué aquél? Hasta que al fin se realizó en mí la quiebra, de pronto, llanamente, suspendí en mí la compasión, me detuve, pensé con indiferencia "bueno, debo regresar", recogí mis cosas y me marché. Y el escarabajo, ese escarabajo ante el que interrumpí mi socorro quedó moviendo las patitas (lo que en realidad ya me era indiferente, como si hubiera perdido el interés por ese juego… pero sabía que tal indiferencia me era impuesta por las circunstancias y las llevaba en mí como algo ajeno).
[En Diario argentino. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001]
Por Witold Gombrowicz
Me ocurrió ayer… Debo decir que nada puede igualarse, en ciertos aspectos, en cierto modo, con el horror del dilema que viví… Me encontré en la situación en que lo humano que hay en uno debe vomitar… Podría decirlo. Puedo atormentarme o no con esto, en realidad sólo depende de mí.
Estaba acostado bajo el sol, estratégicamente situado en la cordillera que forma la arena acumulada por el viento en el extremo de la playa. Son unas montañas de arena, dunas, ricas en colinas, vertientes, valles, un laberinto curvilíneo y polvoriento, en algunas partes coronado por un arbusto que vibra bajo el incesante empuje del viento. A mí me protegía una Jungfrau bastante alta, notablemente cúbica, altiva, pero a unos diez centímetros de mi nariz empezaba el ventarrón que azotaba sin tregua un Sahara quemado por el sol. Unos escarabajos – no sé cómo llamarlos – erraban penosamente por ese desierto, con fines ignorados. Y uno de ellos, al alcance de mi mano, yacía patas para arriba. Lo había volteado el viento. El sol le quemaba el vientre, lo que tenía que ser particularmente desagradable si se toma en consideración que ese vientre suele permanecer moviendo las patitas, y sabía que no le quedaba sino ese monótono y desesperado movimiento de las patas… ya desfallecía, quizás llevaba así muchas horas, ya agonizaba.
Yo, gigante inaccesible para él, con una inmensidad que me hacía ausente para él, miraba ese movimiento… alargué la mano y lo libré del suplicio. Se puso a caminar hacia delante. En un segundo había vuelto a la vida.
Apenas lo había hecho, cuando vi un poco más allá a otro escarabajo idéntico al anterior, en idéntica situación. Movía las patitas. Y el sol le quemaba el vientre. No tenía ninguna gana de levantarme… Pero, ¿por qué salvar a uno y al otro no? ¿Por qué a aquél, mientras que a éste…? Hiciste a uno feliz, ¿pero tiene que sufrir el otro? Tomé una ramita, alargué la mano…lo salvé.
Acababa de hacerlo cuando ví un poco más allá a otro escarabajo idéntico, en posición idéntica. Movía las patitas y el sol le quemaba el vientre.
¿Debía transformar mi siesta en un servicio de socorros de emergencia para escarabajos agonizantes? Pero ya me había familiarizado demasiado con ellos, con su ridículamente indefenso movimiento de patitas… y comprenderán quizá que si ya había empezado a salvarlos no tenía derecho a detenerme precisamente en el umbral de su derrota… demasiado cruel y en cierta forma imposible, imposible de cometer…¡Bah! Si entre aquél y los que había salvado existiera alguna frontera, algo que me autorizara a desistir… pero no había nada, solamente diez centímetros de arena más, siempre el mismo espacio arenoso, "un poco más lejos" es verdad, pero solamente "un poco". Y movía las patitas de la misma manera. Sin embargo, después de mirar a mi alrededor ví "un poco" más lejos a cuatro escarabajos moviendo las patitas, abrazados por el sol… no había remedio, me levanté y los salvé a todos. Se fueron.
Entonces apareció ante mis ojos la vertiente deslumbradora-calcinante-arenosa de la loma vecina y en ella cinco o seis puntitos que movían las patas: escarabajos. Me apresuré a salvarlos. Los salvé. Y ya me había quemado tanto con su tormento, integrado a ellos, que al ver cerca otros escarabajos, en las llanuras, en las colinas, en las barrancas, aquella islita de puntos torturados, empecé a moverme en la arena como un loco, ¡ayudando, ayudando! Pero sabía que eso no podía continuar eternamente, pues no sólo esta playa sino toda la costa hasta más allá de donde la vista se perdía estaba sembrada de ellos, entonces tenía que llegar el momento en que diría "basta" y tenía que llegar a un escarabajo que ya no salvaría. ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Cuál? A cada rato me decía "éste", pero lo salvaba, no pudiendo decidirme a la terrible, casi ignominiosa arbitrariedad -¿por qué ése, por qué aquél? Hasta que al fin se realizó en mí la quiebra, de pronto, llanamente, suspendí en mí la compasión, me detuve, pensé con indiferencia "bueno, debo regresar", recogí mis cosas y me marché. Y el escarabajo, ese escarabajo ante el que interrumpí mi socorro quedó moviendo las patitas (lo que en realidad ya me era indiferente, como si hubiera perdido el interés por ese juego… pero sabía que tal indiferencia me era impuesta por las circunstancias y las llevaba en mí como algo ajeno).
[En Diario argentino. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001]
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