VIRGINA WOOLF/ Una trama de luces diamantinas temblaba sobre sus dorsos teñidos de un azul profundo, que ondulaba como el dorso de caballos en marcha. Las olas se rompían, retrocedían y volvían a romperse con un ruido semejante al patear de una bestia enorme.



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El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin.


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Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido o cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro.


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El sol ascendió en el cielo. Olas azules y verdes abrían rápidos abanicos sobre la playa, rodeando con sus ondas las espinas del cardo marino, poniendo aquí y allá ligeras lagunas de luz sobre la arena y dejando tras sí un ligero borde negro. Las rocas que habían estando envueltas en neblina, perfilaron sus contornos y mostraron sus grietas rojas.


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«La marea comienza a descender. Los árboles afirman nuevamente sus raíces en la tierra. Las olas de sangre que golpeaban mis costados se apaciguan y mi corazón echa anclas, semejante a un barco cuyas velas se deslizan, cayendo suavemente sobre el puente inmaculado. El juego ha concluido. Es hora de ir a tomar el té».


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El sol continuaba ascendiendo. Rayas amarillas y verdes caían sobre la playa, doraban los flancos de la canoa roída, poniendo un resplandor azul acerado sobre el cardo marino y sus hojas acorazadas.
La luz atravesaba casi las delgadas olas rápidas que se perseguían en forma de abanico sobre la orilla. La muchacha que había sacudido la cabeza haciendo danzar todas las joyas, el topacio, el aguamarina y todos los alegres colores del mar atravesados por chispas de fuego, apartó ahora los cabellos de su frente y, con sus grandes ojos muy abiertos, trazó un camino sobre las olas, cuyos chispazos estremecidos cesaron, ellas no formaban ya sino una sola masa; sus concavidades verdes se tornaron más profundas y más sombrías, atravesadas quizás por cardúmenes de peces errantes. Al romperse y retroceder, dejaban tras sí un borde negro de briznas de paja, de corchos y trozos de madera, cual si alguna ligera chalupa hubiera naufragado, se hubiera roto y el marinero, nadando hacia la orilla hubiera saltado al risco dejando abandonado, a las olas, su frágil cargamento.


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El sol, alzado, no reposaba ya sobre su lecho verde lanzando una mirada incierta sobre las aguas enjoyadas, sino que descubrió su rostro y miró rectamente delante de sí, por sobre la superficie de las olas que caían con un ruido regular, con un ruido semejante al rumor sordo de espuelas de caballos galopando sobre una pista. Su espuma se alzaba como la agitación de lanzas y azagayas blandidas por caballeros bárbaros, y sus aguas diamantinas, o de un verde acerado, barrían la playa. Ellas avanzaban para retroceder enseguida con la energía muscular de una máquina que se contrae y se dilata sucesivamente. El sol inundaba los bosques y los campos de trigo. Los ríos se tornaron azules o multicolores, y los prados, que descendían hasta el borde del agua, eran verdes como las plumas dulcemente rizadas de los pájaros. Las curvas apretadas de las colinas parecían retenidas interiormente por correas, como el cuerpo humano por sus lazos de músculos. Y los bosques, cuyos flancos se erizaban orgullosamente, se asemejaban a las crines bien cortadas de un caballo.


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El sol estaba en pleno cielo. Ya no era furtivo, entrevisto y adivinado, cual si una muchacha tendida sobre un colchón verde de agua se fatigara los ojos contemplando joyas redondeadas, gotas de piedras preciosas, opalinas, atravesadas de luz palpitante en una atmósfera incierta, como los flancos de un delfín que saltara o el fulgor de una espada que cayera. Ahora el sol ardía innegablemente, sin compromisos. Golpeaba la dura arena y las rocas se convertían en hornos de rojo color, se sumergía en el fondo de cada laguna y cogía los peces ocultos en las grietas y destacaba, en plena luz, la mohosa rueda de la carreta, el hueso blanquizco o el zapato perdido desprovisto de sus cordones, que se incrustaba en la arena como un trozo de hierro. Cada objeto recibía del sol su ración de color: las arenas, sus reflejos innumerables; la hierba salvaje, su verdor radiante, o bien caía sobre la árida extensión del desierto, en el que el viento había abierto grietas, sembrado montículos desolados, erizados aquí y allá de árboles achaparrados de follajes sombríos. Él iluminaba las mezquitas doradas, las frágiles casas rosas y blancas de las aldeas de Oriente, semejantes a castillos de naipes, y a las mujeres de senos colgantes, de cabellos blancos, arrodilladas en el lecho del río, batiendo las telas arrugadas esparcidas sobre las piedras. Los poderosos steamers, abriéndose una ruta sobre el mar, eran abrazados por la serena mirada del sol y su luz se deslizaba a través de los toldos amarillos sobre los pasajeros que dormitaban o se paseaban en el puente, la mano sobre los ojos, buscando a lo lejos la orilla, encerrados en los flancos palpitantes y viscosos del barco que los transportaba sobre las aguas monótonas.


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Las olas se rompían y su flujo rápido se repartía sobre la playa. Una tras otra se alzaban y caían arrastrando su espuma en la violencia de su retroceso. Una trama de luces diamantinas temblaba sobre sus dorsos teñidos de un azul profundo, que ondulaba como el dorso de caballos en marcha. Las olas se rompían, retrocedían y volvían a romperse con un ruido semejante al patear de una bestia enorme.


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El sol había descendido en el horizonte. Los islotes de nubes se hacían más densos y opacaban la luz del sol hasta que las rocas se tornaron súbitamente negras y el tembloroso cardo marino cesó de ser azul para tornarse plateado, y las sombras, arrastradas por el viento, corrían sobre el mar como trozos de tela gris. Las olas ya no visitaban las lagunas que habían formado en la orilla ni alcanzaban la franja negra que orlaba irregularmente la playa. La arena era color perla, lisa y reluciente.



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Los pájaros hacían círculos en pleno cielo o se precipitaban sobre sus presas. Algunos corrían sobre los surcos del viento, girando y separándose cual si fueran los mil fragmentos de un mismo cuerpo. Se abatían sobre las cimas de los grandes árboles como una red palpitante. Aquí y allá, un pájaro se dirigía solo hacia las marismas, y, posándose sobre alguna estaca blanca, abría y cerraba alternativamente sus alas en plena soledad.

«Y en mí también la marea sube. La ola se hincha: arquea el dorso. Una vez más, siento nacer en mí un nuevo deseo: algo se alza debajo de mí como el fiero caballo al que su jinete aprieta las espuelas y retiene enseguida. ¡Oh, tú, mi montura, ¿cuál es el enemigo que percibimos avanzando hacia nosotros, en este momento en que golpeas con tu herradura el pavimento de las calles? Es la Muerte. La Muerte es nuestro enemigo. Y al encuentro de la Muerte cabalgo blandiendo la espada, con mis cabellos flotando al viento como los de un joven, como flotaban al viento los cabellos de Percival cuando galopaba en la India hincando las espuelas contra los flancos de mi caballo, invencido, indomado, me precipito a tu encuentro, ¡oh Muerte!?
Y las olas se quebraron sobre la orilla.



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Las fotos reproducidas aquí tienen derechos reservados de la British Broadcasting Corporation Corporación Británica de Radiodifusión 2012 - Traducción de Lenka Franulic, Universidad de Chile.

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Sábado, 7 de febrero
Ahora, durante los pocos minutos que me quedan, debo hacer constar que he terminado Las olas. He escrito las palabras Oh muerte hace quince minutos, habiéndome deslizado sobre las diez últimas páginas con momentos de tal intensidad e intoxicación que tenía la impresión de avanzar a trompicones siguiendo a mi propia voz, o casi la voz de un orador (igual que cuando estaba loca), lo que casi me da miedo, y recordaba las voces que volaban ante mí. De todas maneras, ya está hecho; y he estado sentada, durante estos quince minutos, en estado de beatitud, y de calma, y con algunas lágrimas, pensando en Thoby y en la posibilidad de escribir Julian Thoby Stephen, 1881-1906, en la primera página. Creo que no es posible. ¡Cuán física es la sensación de triunfo y de alivio! Para bien o para mal, está acabada; tal como con toda claridad sentí al final, no sólo terminada, sino acabada, redondeada, completa, con la manifestación efectuada, aun cuando me consta que lo es de manera fragmentaria y apresurada; pero quiero decir que he atrapado en mis redes aquella aleta, en la inmensidad de las aguas, que apareció ante mi vista sobre las tierras pantanosas, cuando me hallaba a la ventana en Rodmell y me disponía a dar remate a Al faro.
Lo que más me interesa en la última etapa es la libertad y la audacia con que mi imaginación cogió, utilizó y echó a un lado todas las imágenes y símbolos que había preparado. Tengo la seguridad de que ésta es la correcta manera de utilizarlos, y no a modo de piezas separadas, como intenté al principio, coherentemente, pero sólo como imágenes, sin conseguir jamás que actuaran, sino sólo que fueran sugerencias. Por esto tengo esperanzas de haber mantenido el sonido del mar y de los pájaros, el alba y el jardín, subsconcientemente presentes, cumpliendo su función subterránea.

Diario.

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