Flannery O´Connor/ Vine como peregrina, no como paciente. Soy de esas personas que pueden morir por su religión, pero no tomar un baño por ella.
Aquí un lindo artículo de Forn y debajo unas cartas que me gustan porque dejan ver como también la escritura -y los nada gratos nudos de la publicación- se le vuelven a Flannery una especie de pesada religión.
La bruja blanca
Por Juan Forn
Al pie de foto le alcanzaría decir: “Flannery O’Connor en Lourdes” y sería como una novela entera. La bruja blanca de la literatura, que se estaba muriendo de lupus desde los veinticinco años, llega al santuario de Lourdes en muletas. Una parienta rica le pagó el viaje. Flannery tenía treinta y tres años, le quedaban seis de vida. Ya había escrito uno de los mejores libros de cuentos de la historia: Un hombre bueno es difícil de encontrar. Cuando llegó desde su Georgia natal a la famosa residencia de escritores en Iowa a los veinte años, no sabía quiénes eran Kafka y Joyce. Días después, cuando leyó su primer cuento allá, dejó a todos en atónito silencio; en las horas siguientes se fueron acumulando manojos de flores silvestres en la puerta de su cubículo, que manos anónimas habían ido dejándole sin decir palabra. De Iowa fue a Yaddo, otra famosa residencia de escritores, y pasó más o menos lo mismo. En los días previos a que lo internaran en el loquero, el poeta Robert Lowell abandonó Yaddo sin decir a nadie adónde iba y en un legendario raid maníaco por Nueva York enloqueció a todos sus amigos con influencias exigiendo que lo ayudaran a lograr la canonización de Flannery: no la literaria sino la auténtica, la del Vaticano; se había hecho católico por Flannery. Ella se enteró cuando ya estaba de vuelta en Georgia. La habían bajado en camilla del tren: de un día para el otro sus brazos no le respondieron al teclear en la máquina de escribir. Le diagnosticaron lupus. Desde Georgia escribió a sus amigos del Norte: “Creo que me quedaré hasta ver en qué clase de inválida me convierto”. A Lowell prefirió no escribirle nada en la carta que le mandó; adentro de la página en blanco doblada en tres iba una pluma del último de los pavos reales que había criado de chica en su granja, el único que quedaba con vida cuando ella volvió del Norte y se convirtió en la celebridad del pueblo: la escritora loca que caminaba en muletas por sus humildes dominios seguida de su pavo real.
Vivía en esa granja con su madre, mantenidas por la parienta rica que después las llevaría a Lourdes. Todas las mañanas al despertarse y todas las noches antes de dormirse leía una hora, de algún breviario, la vida de un santo o un mártir (nunca la Biblia; ése era territorio de Faulkner y ella no quería “que mi pequeña barca encalle contra él”). Después se iba a misa de siete y después se sentaba a escribir sus historias dementes y fabulosas sobre las pobres almas del Sur. Su madre y su tía decían: “Ojalá hubiera encontrado otra forma de expresar su talento”. La gente del pueblo decía: “Es una buena chica. Sólo me da miedo acercarme y que me ponga en uno de sus cuentos”. Ella se limitaba a decir: “Las buenas personas son muy difíciles de encontrar. Hay que arreglarse con las malas personas, que son tan respetables que resultan horribles, tan horribles que resultan cómicas, tan cómicas que resultan patéticas, tan patéticas que sería horroroso tener piedad de ellas, porque atraería a los demonios del desprecio”.
En esos cinco años en el Norte se alimentaba, sin alejarse de su máquina de escribir, de sardinas que comía directo de la lata y de agua de la canilla, a la que vertía un chorrito de bourbon porque “el agua del Norte no tiene gusto a nada”. Cuando volvió a Georgia y el lupus empezó a asfixiarle el cuerpo, le escribió a una admiradora: “Descanso veintidós horas al día para poder escribir las otras dos” (la misa, la lectura de breviarios y la alimentación de su pavo real eran parte del descanso). Nunca tuvo novio ni marido y sólo una vez fue besada en toda su vida, por un vendedor de biblias danés, sobreviviente de los nazis. Fue poco antes del viaje a Lourdes. Así describió ese beso en “La buena gente del campo”, uno de sus mejores cuentos: “El le apoyó la mano en el nacimiento de la espalda, la atrajo hacia sí y la besó sin decir una palabra. El beso produjo una circulación de adrenalina en el cuerpo de ella, esa clase de adrenalina que permite arrastrar un baúl lleno fuera de una casa en llamas. Pero antes incluso de que él la soltara, la mente de ella dictaminó con agridulce satisfacción, como si contemplara la escena desde muy lejos, que era una experiencia perfectamente intrascendente si se mantenía el control”. Siempre que leo ese beso me acuerdo al instante de su perfecta contracara, una escena formidable del cuento “La Persona Desplazada”: la señora Shortley reta a su marido porque está fumando mientras ordeña las vacas de la patrona; el señor Shortley hace que la colilla del cigarrillo apunte hacia adentro y cierra su boca, sin dejar de mirarla y sin interrumpir su tarea. “Ese truco había sido en realidad su manera de cortejar a la señora Shortley. Nunca llevó una guitarra para cantarle ni nada bonito para regalarle, sólo se sentaba en los escalones del porche, la miraba intensamente, hacía girar la punta del cigarrillo hacia adentro con la punta de la lengua y el labio inferior, cerraba la boca y la miraba con la expresión más cariñosa que se pueda imaginar. Esto volvía loca a la señora Shortley. Al instante le entraban ganas irrefrenables de bajarle el sombrero hasta los ojos y estrecharlo entre sus brazos, mientras le murmuraba al oído: Oh, señor Shortley, oh, señor Shortley”.
La intelligentzia francesa quedó atónita cuando Flannery se negó a parar en París en su viaje a Lourdes. Tampoco quiso sumergirse en las aguas supuestamente milagrosas del manantial: “Vine como peregrina, no como paciente. Soy de esas personas que pueden morir por su religión, pero no tomar un baño por ella”. Le encantó, en cambio, que en Lourdes hubiera tantos enfermos, tullidos y locos como en sus cuentos. Y pidió que la dejaran un rato largo rezando en la capilla, no para curarse, sino para poder terminar el libro que estaba escribiendo (Todo lo que asciende debe converger, al que llamaba su “opus nauseus”). “Vivo en lo que escribo. Si entrecierro los ojos puedo ver todo lo que me ha pasado como una bendición”, dijo poco antes de morir. “Aunque, a decir verdad, prefiero mirar hacia 1931. De ahí en adelante ha sido un prolongado anticlímax”. En 1931, cuando Flannery tenía cinco años, la gente del noticiero de variedades Pathé viajó hasta Georgia para filmar el gallo al que ella había enseñado a caminar para atrás. La filmación existe todavía: el gallo es un gallo cualquiera, hasta que empieza a imitar a la nena. Lo que se ve entonces en los ojos de ese bicho, y especialmente en los de esa nena, es lo mismo que asomó en los ojos de aquel anciano general confederado, cuando lo llevaron como un trofeo al estreno en Georgia de Lo que el viento se llevó. El general tenía 104 años, fue vestido con su uniforme y su sable, en mitad de la película creyó que se le venía encima la parca y “mientras su mano apretaba el filo de acero hasta que se hundía en el hueso, sus ojos hicieron un esfuerzo desesperado por ver más allá, más atrás; por tratar de saber, antes de morir, qué venía después del pasado”.
A ELIZABETH MCKEE Yaddo, Saratoga Springs (Nueva York)
19 de junio de 1948
Estimada señorita McKee:
Estoy buscando un agente. Paul Moor [otro escritor de Yaddo] me sugirió que le escribiera a usted. Actualmente estoy trabajando en una novela [Sangre sabia] por la que recibí el premio de ficción Rinehart-Iowa (dotado de 750 dólares) el año pasado. Este premio da una opción a Rinehart, pero nada más. He estado trabajando en la novela un año y medio, y probablemente tardaré dos años más en acabarla. El primer capítulo apareció como un relato breve, «El tren», en el número de primavera de 1948 de Sewanee Review. El cuarto capítulo [«El pelador»] saldrá a la luz en una nueva revista que aparecerá en el otoño, American Letters. Tengo otro capítulo que he enviado a Partisan Review y que espero que me lo devuelvan. Otro relato breve mío aparecerá en Mademoiselle a lo largo de este otoño.
La novela, a excepción de algunos capítulos aislados, no está en condiciones de que se la envíe en este momento. Mi principal preocupación ahora mismo es elaborar el primer borrador; sin embargo, tan pronto como Partisan Review me devuelva el capítulo que les mandé, me gustaría enviárselo, y también probablemente un relato corto que espero recibir de una revista dentro de unos días.
Le escribo en esta época tranquila en que no hago nada, principalmente porque ahora estoy impresionada con el dinero que no estoy ganando por no publicar relatos en lugares como American Letters. Trabajo muy lentamente y es posible que no escriba otro relato hasta que no acabe esta novela y que ningún otro capítulo de la novela se pueda vender. Nunca he tenido un agente, así que no tengo ni idea sobre su posible predisposición a mi forma de escribir. Por favor, considere esta carta como mi presentación y déjeme saber si le interesaría mirar el material que puedo juntar y cuándo sería. Espero pasar un día o dos en Nueva York a comienzos de agosto; si estuviese interesada, me gustaría hablar con usted para entonces.
Atentamente,
(Srta.) Flannery O’Connor
A ELIZABETH MCKEE 4 de julio de 1948
Me alegró recibir su carta y estoy encantada de que vea con buenos ojos hacerse cargo de mi trabajo.
Mi capítulo lleva un mes en Partisan Review. Tengo entendido que pierden cosas con regularidad, pero espero recibirlo antes de terminar la novela. Me devolvieron el relato que había enviado a la otra revista, pero me parece demasiado malo para enviárselo a usted.
Quiero informarle de los detalles de mi contrato con Rinehart, si aceptan la opción que tienen. John Selby [editor jefe de Rinehart] me ha escrito diciéndome que les gustaría ver el primer borrador antes de considerar un contrato. Tardaré unos seis meses, a ritmo lento, antes de acabar el primer borrador y me llevará un año pulirlo del todo. Creo que necesitaría un avance para ese año.
Paul me dijo que usted estará en Europa cuando yo pase por Nueva York. Siento no tener ocasión de hablar con usted.
A ELIZABETH MCKEE 24 de febrero de 1949
Lamento que hayas tenido que cancelar tu cita del martes con Selby. Llegaré el martes por la noche y te llamaré el miércoles por la mañana. Cualquier hora después es buena para la cita.
Últimamente hemos estado muy disgustados en Yaddo y todos los huéspedes salen en grupo el martes: la revolución. Probablemente tendré que estar en Nueva York un mes más o menos y tendré que buscar un lugar para quedarme. ¿Sabes de algo? De forma temporal me quedaré en un sitio llamado Tatum House, pero quiero salir de allí lo más rápidamente posible.
Todo esto ha sido muy perjudicial para el libro, cambiando totalmente mis planes, pues definitivamente no volveré a Yaddo a no ser que se adopten algunas medidas.
Espero que te hayas repuesto de la gripe y te sientas mejor.
A PAUL ENGLE Milledgeville, 7 de abril de 1949
Estoy de mudanza. Dejé Yaddo el 1 de marzo y desde entonces he estado de acá para allá y ahora estoy haciendo los preparativos para volver a la ciudad de Nueva York, donde tengo una habitación y donde espero seguir trabajando en la novela mientras me dure el dinero, que no será mucho. Por tanto, con esta agitación, le escribo brevemente sobre lo que me parece que es la situación con Rinehart, pero cuando llegue a Nueva York dentro de diez días le escribiré con más detalle y le devolveré la carta que Rinehart le envió. Gracias por remitírmela.
Cuando estuve en Nueva York en septiembre, mi agente y yo preguntamos a Selby cuánto de la novela querían ver antes de pedir un contrato y un avance. La respuesta fue: unos seis capítulos.
Así, en febrero les envié nueve capítulos (ciento ocho páginas, todo lo que he hecho) y mi agente pidió un anticipo y su opinión como editores.
Su opinión tardó en llegar porque obviamente no tenían en gran estima las ciento ocho páginas y no sabían qué decir. Cuando llegó, era muy vaga y pensé que no habían entendido qué tipo de novela estoy escribiendo. Mi impresión fue que querían una novela convencional. Sin embargo, en vez de fiarme de mi propia opinión, mostré la carta a Lowell, que ya había leído las 108 páginas. Él también pensaba que los fallos que Rinehart mencionaba no eran los fallos de la novela (algunos de éstos ya me los había indicado previamente). Le cuento esto para hacerle saber que no estoy trabajando en el vacío, como Selby me insinuaba.
Respondiendo a la opinión de la editorial, escribí a Selby diciéndole que tendría que trabajar en la novela sin las directrices de Rinehart y que aceptaba las críticas siempre que sirvieran para mi propia concepción del libro.
Algunas semanas más tarde, en Nueva York, me enteré de forma indirecta de que a nadie de Rinehart le gustaron las 108 páginas, a excepción de Raney (y no podría decir con certeza si le gustaron o no) y que las mujeres de allí la habían considerado especialmente desagradable (lo cual me agradó). Le dije a Selby que estaba dispuesta a escuchar las críticas de Rinehart, pero que si no me parecían adecuadas no las tendría en cuenta. Nos encontramos, pues, en un atolladero.
Cualquier resumen que intente escribir para el resto de la novela sería inútil y prefiero no perder el tiempo con ello. No escribo de esa manera. No puedo escribir mucho más sin dinero y no me darán dinero porque no pueden hacerse una idea de lo que será el libro acabado. Esa es la segunda parte de este atolladero.
Para desarrollarme como escritora tengo que crear mi propio estilo. Las 108 páginas son toscas y angulosas, pero la mayoría puede corregirse cuando termine el resto, y sólo entonces. No me precipitaré o me dejaré dirigir por Rinehart. Creo que están interesados en lo convencional y no he hallado indicios de que sean muy brillantes. Me parece que el quid del asunto es que no les importa perder 750 doláres (o como ellos dicen, Setecientos Cincuenta Dólares).
Si creen que no merezco recibir más dinero y que es mejor dejarme en paz, entonces deberían permitir que me marche. Otras editoriales que han leído los dos primeros capítulos están interesadas. Selby y yo llegamos a la conclusión de que yo era «prematuramente arrogante ». Yo le proporcioné la frase.
Ahora bien, estoy segura de que nadie mejor que usted comprenderá mi necesidad de acabar esta novela a mi manera; aunque le puede parecer que debería trabajar más deprisa. Créame, trabajo TODO el tiempo, pero no puedo trabajar rápido. Nadie me puede convencer de que no debería corregirlo tanto como lo hago. Solamente espero que dentro de unos años no lo tenga que hacer tanto como ahora.
No obtuve ninguna beca de la Guggenheim. Si ve a Robie [Macauley, un escritor], dígale que me escriba.
A BETTY BOYD [con matasellos del 17 de agosto de 1949] 255 W. 108 NYC
Después del 1 de septiembre: A la atención de Fitzgerald, RD 4
Ridgefield (Connecticut)
¿Qué tal estáis tú y Los Álamos?
Yo y la novela vamos a trasladarnos a la zona rural de Connecticut. Tengo unos amigos llamados Fitzgerald que han comprado una casa en lo alto de una colina, a miles de kilómetros de cualquier lugar que puedas nombrar. Una exageración… No tengo especial interés en dejar Nueva York a no ser porque ahorraré bastante dinero de esta forma y mis contactos editoriales aún están enredados, lo que hay que tener en cuenta. Estoy en la cuerda floja entre Rinehart y Harcourt-Brace. Debería haber algún tipo de seguro para ocuparse de estos casos.
Me enteré por el Alumnae Journal que está a diez manzanas de donde yo vivo, llenando su coco de Dios sabe qué en el pesebre de la Universidad de Columbia.
¿Te imaginas el champaine (no sé si está bien escrito) mental, lleno y rebosante, que llevará de regreso para ser repartido en la bodega de Parks? Imagínate también mezclándolo allí con el vinagre, las palomitas y las tonterías.
¿No están Los Álamos en California? Te agradecería tus impresiones de California si vas por allí. Me fascina lo mismo que la máquina pensante.
A MAVIS MCINTOSH 70 Acre Road, Ridgefield (Connecticut)
6 de octubre de 1949
Gracias por su carta y el contrato que hoy he recibido. Dudo si mi novela llegará a noventa mil palabras, pero puesto que este contrato es simplemente para echarle un vistazo, imagino que de momento no hay que tenerlo en cuenta.
Mil gracias por todas estas idas y venidas. Estaré ansiosa por recibir nuevas noticias suyas.
[P.S.] Están revisando mi máquina de escribir.
A BETTY BOYD 17 de octubre de 1949
Bien, no puedo igualarte en el asunto de los recortes, pero te adjunto una muestra, pues creo que te gustaría mirar una cara sonriente honesta y leer algo de Arte verdadero. Te agradezco los relatos. Coinciden con lo que imagino y con una novela que leí de Nathanael West llamada El día de la langosta (que te gustaría). También pensé en el personaje de Santuario que tenía «aquella cualidad viciosa y sin fondo del estaño estampado». No puedo creer que Nueva York, donde la neblina cultural es más densa, sea mucho mejor, pero soy de la escuela que quiere una etiqueta para el matarratas, ya esté en una botella de agua de rosas o no, y que cree que la fornicación es lo mismo en Nueva York y en Los Ángeles (no estoy segura si se escribe así).Un hombre llamado Nigel Dennis acaba de escribir una novela maravillosa titulada A Sea Change.
Deberías hacerte con un ejemplar…
Mi nudo editorial sigue liado. Tengo un contrato provisional con Harcourt-Brace sobre mi escritorio, pero no puedo firmarlo porque aún no he recibido la libertad de Rinehart. Sin embargo, lo único que quiero es acabar con este libro. Estoy viviendo en el campo con una gente llamada Fitzgerald y escribo unas cuatro horas cada mañana, que es lo máximo que puedo. El señor Fitzgerald es un poeta (A Wreath for the Sea) y acaba de traducir Edipo con Dudley Fitts.Me parece una traducción muy buena. Enseña Aristóteles y santo Tomás en la escuela superior Sarah Lawrence y tiene muchos libros que estoy leyendo. No hay otra gente por aquí aparte de ellos y de sus hijos, por lo que supongo que estoy lo más lejos posible del espíritu de Los Ángeles…
A ELIZABETH MCKEE 26 de octubre de 1949
Gracias por tu carta y por la copia de la «declaración de libertad» de Selby. Como la mayoría de los documentos de Selby, la encuentro oscura en sumo grado. Quieren que quede perfectamente claro que, en el caso de que haya problemas con Harcourt, verán la novela antes que ninguna otra editorial. Esto no es libertad. Supongo, sin embargo, que lo mejor que puedo hacer es firmar el contrato con Harcourt y esperar que no haya más problemas; pero quiero que quede totalmente claro que no está totalmente claro que en caso de que haya problemas con Harcourt, Rinehart vea otra vez el manuscrito. Supongo que no será posible obtener algo mejor de Selby y os estoy ciertamente agradecida a ti y a Mavis por todo el esfuerzo que habéis hecho por mí. Si me hubiese quedado alguna duda sobre la posibilidad de trabajar con Selby, su carta la ha despejado.
Estaré en la ciudad dentro de algunas semanas y me gustaría hablar contigo o con Mavis.
Estoy ansiosa por saber cuán difícil fue obtener el acuerdo con Harcourt y también del diálogo de Mavis con Selby, aunque me doy cuenta de que su conversación no ilumina más que su prosa. Intentaré escribirte para concertar una cita.
Me parece que, al menos, debería recibir las pruebas de ese capítulo que tiene Partisan. Puedes hacer lo que quieras respecto a pedirles el pago; me parece que pagan al publicarlo. Me gustaría saber, sobre todo, cuándo piensan emplearlo.
Me gustaría recibir algo de ese dinero de Flair, pero ahora no tengo ningún capítulo que sirva a nadie; por favor, da recuerdos a George Davis cuando lo veas.
La novela va bien, casi deprisa.
A MAVIS MCINTOSH 31 de octubre de 1949
Llevo varios días reflexionando sobre la declaración de libertad de Selby. Creo que es ofensiva y muestra con mucha claridad que no puedo trabajar con él. Sin embargo, ya que ellos aún creen que tienen una opción y que no estoy siendo honrada, me parece que debería presentarles de nuevo algo más del manuscrito.
Ahora bien, puesto que, si firmo el contrato con Harcourt, de todos modos, no obtendré dinero hasta el próximo otoño, y eso si aceptan el libro, me parece que en el fondo sería mejor intentar acordar algo así con Rinehart: que el próximo marzo les muestre lo que he hecho hasta ese momento. Será bastante más de lo que vieron el año pasado por la misma época y el sentido del libro estará más claro. Si por entonces no son capaces de saber si lo quieren, jamás lo sabrán. Así, me parece que si hago esto, deberían aceptar por escrito dejarme libre sin condiciones o sin una declaración tan maliciosa como la que acompaña la presente libertad, si no quieren el libro. También debería dejarse claro que no trabajaré con ellos ni firmaré ningún contrato que incluya una opción para el próximo libro o algo así. Estoy segura de que en realidad no querrán el libro aunque lo vean en primavera o más tarde.
Esto simplemente sería un intento por mi parte de ser justa con ellos y de darles una oportunidad de ser justos conmigo. Como dices, me deben algo. El anuncio del certamen estaba escrito de tal forma que yo tengo una obligación «moral» y ellos no. Además, creí entender la primavera pasada que se decidirían con seis capítulos. Selby nos lo dijo a Elizabeth y a mí durante un almuerzo. No estaba por escrito y parece ser que los tratos con ellos lo han de estar.
Quizás, después de todas tus molestias, esto te parece innecesariamente escrupuloso. Puede que así sea, pero el hecho es que la declaración de libertad no me dejaba tal libertad; si Harcourt no acepta el libro, volvemos al punto de partida. Si Rinehart aceptase, por escrito, este acuerdo conmigo, podríamos resolver el asunto antes del verano y estaría libre para trabajar sin preocupaciones, cosa que ahora no ocurre.
Voy a intentar ir a la ciudad el jueves y el viernes de esta semana. Te llamaré y espero verte, pero estoy escribiendo esto de antemano para que sepas lo que pienso. Escribí a Elizabeth diciendo que pensaba que lo mejor era continuar y firmar el contrato con Harcourt, pero esta carta es fruto de mayor reflexión.
Gracias por tomarte estas molestias con gente tan desagradecida.
A BETTY BOYD [Con matasellos del 5 de noviembre de 1949]
Felicidades por lo de Los Álamos. ¿Existía Los Álamos antes de la bomba? Mis nociones sobre el sudoeste son muy vagas pero pienso que vivir en un lugar cuya única referencia es la bomba me produciría tremendas sensaciones. De todas formas, ¿cómo puedes renunciar a la vieja cultura? Me refiero a Wheels & Dr. T. B. Chew2. Quedé particularmente impresionada con el doctor Chew, pues pensé que tenía un rostro sublime; quiero decir sublime entre lo sublime.
Si ves otra de sus recomendaciones con una foto, me gustaría que me la enviases, ya que la otra se la pasé a un amigo con dispepsia (no se si se escribe así). Es posible que me deba suscribir a un diario de Los Ángeles.
He sido liberada con una desagradable nota de Rinehart y ahora tengo el contrato con H. B.
Hace unas semanas recibí una larga carta de la señorita Helen Green. Siempre he creído que era la mujer más inteligente en aquella universidad y durante mi última temporada en casa en marzo pasado, hablé con ella bastante sobre el asunto de mi relación con Yaddo y de la podredumbre general de la ciencia, etcétera. Aún creo que es lo más brillante que tienen por allí. Desafortunadamente, sólo pude descifrar unas pocas letras en toda la carta. En el sobre había garabateado: «Vi tu poema en la revista de otoño de 1948 de Seydell ». Por supuesto, nunca he oído hablar de tal revista y no he escrito más que prosa desde que salí de chirona. Pero se me aparecen varios fantasmas horribles. ¿Te acuerdas de los poemas que enviamos a una antología y nos aceptaron –llamados America Sings, impresos mediante offset en algún lugar de California? Tengo una vaga reminiscencia de lo que decían los poemas pero eran bastante malos. Puede ser de ahí de donde fueron reimpresos por la revista de Seydell. Planeo investigar y si te encuentro en ella, te enviaré una copia.
No he leído las viñetas de Orphan Annie. ¿Me he perdido algo significativo?
Acabo de llegar de pasar dos días en la ciudad de Nueva York. Tiene una ventaja, porque aunque te encuentras con algunas personas que hubieras deseado no conocer, ves miles que estás encantada de no conocer.
A BETTY BOYD [con matasellos del 17 de noviembre de 1949]
En honor de esta bendición nupcial estoy escribiendo en papel blanco, de dieciséis onzas, adecuado (y restos de) segundas y terceras copias de tesis. Esto a continuación son violetas: [una fila de tres flores desaliñadas], o al menos me gustaría que pensases que lo son.
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