ANGELA CARTER / AYUMI TANAKA / Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas. Todo silencio, todo quietud.












La "Cenicienta", de Angela Carter




Una niña quemada vivía en las cenizas. Bueno: no realmente quemada, más bien chamuscada, un poco chamuscada, como un palo medio quemado y sacado de las llamas. Parecía carbón y cenizas porque vivía en las cenizas desde que su madre murió y las cenizas calientes la quemaron, de modo que estaba cubierta de costras y cicatrices. La niña quemada vivía en la chimenea, cubierta de cenizas, como si todavía estuviera de luto.

Después que su madre murió y la enterraron, su padre olvidó a la madre y olvidó a la niña, y se casó con la mujer que solía barrer las cenizas, y por eso la niña vivía en las cenizas sin barrer y no había nadie para cepillarle el cabello, de modo que estaba tieso como una esterilla, ni nadie para lavarle la cara cubierta de costras, y ella no se atrevía a hacerlo por sí misma, pero barría las cenizas y dormía al lado del gatito y se alimentaba con las sobras quemadas del fondo de la olla, rascándola, acurrucada en el suelo, a solas frente al fuego, como si no fuera humana, pues estaba todavía de luto.

Su madre estaba muerta y enterrada, pero todavía sentía un perfecto e intenso dolor de amor cuando miraba a través de la tierra y veía a la niña quemada cubierta de cenizas.

—Ordeña la vaca, niña quemada, y trae toda la leche —le dijo la madrastra, la que antes solía barrer las cenizas y ordeñar la vaca, cosas que ahora hacía la niña quemada.

El espíritu de la madre se metió en la vaca.

—Bebe leche y engorda —la aconsejó el espíritu de la madre.

La niña quemada estiró la ubre y bebió bastante leche, antes de llevar el cubo a la casa sin que nadie lo notara, y el tiempo pasó y la niña engordó, se le redondearon los senos y creció.

Había un hombre al que la madrastra deseaba y a quien invitó a la cocina para darle de comer, pero dejó que la niña quemada cocinara, aunque antes la madrastra era la que lo hacía. Una vez la niña quemada hubo preparado la comida, la madrastra le mandó ordeñar la vaca.

—Quiero ese hombre para mí —dijo la niña quemada a la vaca.

La vaca dio más leche, y más, y más, bastante para que la niña bebiera y se lavara las manos y la cara con leche. Y cuando se lavó la cara, todas las costras desaparecieron, y ahora ya no estaba quemada, pero la vaca se hallaba vacía.

—Tendrás que dar tu propia leche la próxima vez —anunció el espíritu de la madre desde el interior de la vaca—. Me has ordeñado hasta secarme.

El gatito se acercó. El espíritu de la madre se metió en el gatito.

—Necesitas que te peinen —indicó el gatito—. Tiéndete...

El gatito deshizo los nudos de su cabello con sus hábiles garras, hasta que el cabello de la niña quemada le colgara hasta los hombros, pero había estado tan enmarañado que las uñas del gato se le cayeron antes de haber terminado.

—La próxima vez tendrás que peinarte tú misma —observó el gatito—. Me has dejado sin fuerzas, no podré hacerlo otra vez.

La niña quemada estaba limpia y peinada, pero desnuda. Había un pájaro posado en una rama del manzano. El espíritu de la madre dejó el gatito y se metió en el pájaro. El pájaro se picoteó el pecho con su propio pico y la sangre que salió se derramó sobre la niña quemada, que estaba debajo del árbol. Se deslizó por sus hombros y la cubrió por detrás y por delante. Y la niña gritó cuando le llegaba a las piernas. Cuando al pájaro ya no le quedaba sangre, la niña quemada llevaba un vestido de seda roja.

—La próxima vez tendrás que hacer tu vestido con tu propia sangre —señaló el pájaro—. Yo ya no podré hacerlo.

La niña quemada se fue a la cocina para que la viera el hombre. Ya no estaba quemada, sino que era hermosísima. El hombre dejó de mirar a la madrastra y contempló a la muchacha.

—Ven conmigo y deja que tu madrastra barra las cenizas y cocine —le dijo y se fueron.

Él le dio una casa y dinero. Y la chica prosperó.

—Ahora puedo dormirme —dijo el espíritu de la madre—. Ahora todo está como es debido.





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El señor León enamorado, de Angela Carter



Del otro lado de la ventana de su cocina, los árboles de la alameda resplandecían como si la nieve irradiara una luz propia; hacia el anochecer, mientras el cielo se poblaba de sombras y la nieve caía aún en copos trémulos, un albor de una palidez feérica reverberó sobre el paisaje invernal. La bella adolescente que, con la piel nimbada por esa misma luz interior, se hubiera dicho también ella hecha de nieve, hace un alto en sus quehaceres en la humilde cocina para escudriñar el camino. Nada ni nadie ha pasado por allí en todo el día, y se despliega blanco e impoluto a través de los campos como una ancha cinta de raso nupcial.

Padre dijo que estaría de vuelta antes del anochecer.

La nieve ha derribado todos los cables de teléfono; no podrá llamar, ni aun con las mejores noticias.

Los caminos están malos. Espero que no haya tenido ningún contratiempo.



Pero el viejo automóvil se ha atascado en una huella, no va ni para atrás ni para adelante; el motor rechina, tose, se apaga, y él está lejos de casa. Arruinado ya una vez; y ahora, como se lo anunciaran esa misma mañana sus abogados, de nuevo en la ruina; al término de lentos, dilatados trapicheos tendientes a recuperar su fortuna, ha vaciado sus bolsillos y no ha encontrado en ellos más que el dinero apenas suficiente para la gasolina que lo devolverá a casa. No le ha quedado ni siquiera con qué comprarle a Bella, su hija, la niña de sus ojos, esa rosa blanca que ella dijo desear; el único regalo que ha pedido, cualquiera que fuese el resultado de la transacción, por muy rico que a su regreso volviera a ser. Tan poco ha pedido y él no podrá ofrecérselo. Maldijo el automóvil inservible, la gota que había colmado el cáliz de su amargura; qué otro remedio que ceñirse la vieja pelliza, abandonar el montón de chatarra y echarse a andar por el camino cubierto de nieve en busca de auxilio.

Detrás de un portón de hierro forjado, un corto sendero conducía, describiendo bajo la nieve un reticente floreo, a la entrada de la perfecta réplica en miniatura de una mansión paladiana que parecía ocultarse, tímida, tras las faldas cuajadas de nieve de un añoso ciprés. Era casi de noche; y aquella casa, con su gracia serena, retraída, melancólica, se hubiera dicho desierta a no ser por una lucecita temblorosa, allá arriba, en una ventana, tan tenue como el reflejo de una estrella, si acaso alguna estrella hubiera podido filtrarse a través de la nieve que caía en remolinos cada vez más espesos. Helado hasta los huesos, empujó el cerrojo y, con un aguijonazo de dolor, vio que del mustio fantasma de una maraña de espinas pendía aún el andrajo marchito de una rosa blanca.

Ruidoso, demasiado ruidoso, como una campanada, resonó el portón al cerrarse detrás de él, y las resonancias parecieron por un instante irrevocables, enfáticas, ominosas, como si el portón ahora cerrado aislara del mundo de afuera todo cuanto contenía el amurallado jardín invernal. Y a cierta distancia, aunque a qué distancia no pudo precisarlo, oyó el rumor más extraño del mundo: un rugido potente, como de una bestia carnicera.

Demasiado afligido para permitir que nada lo intimidase, se encaminó resueltamente hacia la puerta de caoba. Esta puerta estaba provista de una aldaba en forma de cabeza de león, con una argolla a través de los ollares; cuando alzó la mano para llamar se percató de que esa cabeza de león no era de bronce, como le pareció al principio, sino de oro macizo. Sin embargo, antes de que pudiera anunciar su presencia, la puerta se abrió hacia adentro, silenciosa, sobre sus aceitados goznes y se encontró en un salón blanco donde las bujías de una araña enorme derramaban su luz benigna sobre tantas, tantísimas flores en grandes ánforas de cristal, que fue como si la primavera misma, toda ella, al inhalar una profunda bocanada del aire perfumado, lo aspirase a su tibieza. Pero en aquel vestíbulo no había alma viviente.

Tan silenciosa como se abriera, la puerta se cerró detrás de él, pero esta vez ya no sintió temor alguno, si bien por la insoslayable atmósfera de irrealidad que allí reinaba comprendió que acababa de entrar a un lugar de privilegio en donde no tenían por qué regir las leyes del mundo conocido, dado que los muy ricos suelen ser muy excéntricos y aquélla era, a todas luces, la morada de un hombre de inmensa fortuna. Al ver que nadie acudía para ayudarlo con su abrigo, él mismo se lo quitó. Y entonces los caireles de la araña tintinearon levemente como soltando una risita de complacencia, y la puerta de un guardarropa se abrió por propia voluntad. En ese guardarropa no había sin embargo prenda alguna, ni siquiera el impermeable de rigor en toda casa solariega para acoger su pelliza de castellano. Pero cuando de nuevo salió al vestíbulo alguien lo esperaba al fin; y era, ni más ni menos, una spaniel King Charles bermeja y blanca, echada, la inteligente cabeza alerta, sobre el caminero Kelim. Una vez más tuvo la reconfortante prueba de la riqueza y excentricidad de su invisible anfitrión al ver que la perra llevaba, en vez de dogal, un collar de diamantes.

La perra al verlo se levantó de un salto, lo saludó con alborozo y luego lo guió, diligente (¡qué divertido!), hasta un pequeño y confortable estudio artesonado en cuero, en el primer piso, donde junto a un chisporroteante fuego de leña una mesa baja, ya tendida, parecía estar esperándole. Encima de la mesa, una bandeja de plata; rodeando el cuello del botellón de whisky, un collarín de plata con la leyenda Bébeme y en la tapadera de la fuentecilla, también de plata, grabada en elegante cursiva, la exhortación Cómeme. La fuentecilla contenía emparedados de gruesas tajadas de rosbif todavía sangrantes. Bebió el whisky con soda y comió los emparedados con una excelente mostaza que habían tenido la buena idea de proveer en un cuenco de gres, y la perra, satisfecha de que se hubiera servido, se marchó al trote a ocuparse de sus propios asuntos.

Para que el padre de Bella se sintiera enteramente a gusto sólo bastó que encontrase ahora, en un nicho detrás de una cortina, no sólo un teléfono sino también la tarjeta de un garaje que ofrecía servicio de auxilio durante las veinticuatro horas; luego de un par de llamadas pudo confirmar que, gracias a Dios, la avería no era grave, nada más que la vejez del coche y el frío... ¿Podría él recogerlo en la aldea dentro de una hora? E instrucciones para llegar a la aldea, a apenas media milla de distancia, le fueron suministradas en un nuevo tono de deferencia, tan pronto como él describió la mansión desde donde llamaba.

Y oyó con desconcierto pero, dada su indigente situación, con profundo alivio, que la factura correría por cuenta de su hospitalario aunque ausente anfitrión. Ningún problema, aseguró el mecánico; era la costumbre del dueño de casa.

Tiempo para otro whisky mientras intentaba sin éxito telefonear a Bella para decirle que llegaría con retraso; pero las líneas todavía estaban interrumpidas, si bien al salir la luna la borrasca se había despejado milagrosamente y una rápida mirada por entre los cortinados de terciopelo le reveló un paisaje como de marfil con incrustaciones de plata. Entonces la perra apareció de nuevo trayendo con delicadeza su sombrero en la boca, y meneando alegremente la cola para hacerle saber que ya era hora de marcharse, que esa mágica hospitalidad había concluido.

Cuando la puerta se cerró detrás de él, pudo ver que los ojos del león eran dos ágatas.

Grandes guirnaldas de nieve cuajaban ahora precariamente los rosales y cuando en su camino hacia el portón rozó una rama, una fría brazada chocó con suavidad contra el suelo para revelarle, milagrosamente incólume, una última rosa, solitaria y perfecta, que bien podía ser la última rosa viva en todo el blanco invierno. Y de tan intensa y a la vez tan delicada fragancia que parecía vibrar como un dulcémele en el aire escarchado.

¿Podría acaso su anfitrión, tan misterioso, tan magnánimo, negar a Bella su regalo?

No distante esta vez sino cercano, cercano como aquella puerta de caoba, se elevó un rugido potente, furibundo; el jardín pareció contener, atemorizado, la respiración. Pero aun así, porque amaba a su hija, el padre de Bella robó la flor.

Súbitamente todas las ventanas de la casa ardieron con una luz furiosa y, precedido por una fuga de ladridos como de una jauría de leones, apareció su anfitrión.



Una gran corpulencia irradia, siempre, un halo de dignidad, de prestancia, una sensación de estar allí más que la mayoría de nosotros. La criatura que ahora enfrentaba al padre de Bella le parecía a éste, en su turbación, más vasta que la casa que poseía, maciza pero ágil, y la luz de la luna refulgía en la profusa y revuelta melena, en los ojos verdes como el ágata, en los pelos dorados de las grandes zarpas que ahora, mientras lo zamarreaba como una niña enfadada zamarrea a su muñeca, le atenaceaban la carne a través de su pelliza.

Esta aparición leonina sacudió al padre de Bella hasta que el buen hombre empezó a dar diente con diente, y sólo entonces lo dejó caer, inerme, de rodillas, en tanto la perra, que había salido al jardín veloz como una flecha, bailaba en torno de ellos, aullando con desesperación como una dama en cuya fiesta dos invitados se agarran a golpes.

—Mi buen amigo —balbuceó el padre de Bella; pero la única respuesta fue un nuevo rugido.

—¿Buen amigo? ¡Yo no soy ningún buen amigo! Yo soy la Bestia, y así deberás llamarme, en tanto yo a ti te llamaré Ladrón.

—Perdonadme, Bestia, que haya robado en vuestro jardín.

Cabeza de león; melena y afiladas garras de león; erguido sobre sus patas traseras como un león enfurecido, y sin embargo vestía un smoking de opaco brocado rojo, y era el dueño de aquella hermosa casa y de las lomas circundantes.

—Era para mi hija —dijo el padre de Bella—. Todo cuanto ella deseaba en el mundo era una rosa blanca, perfecta.

La Bestia le arrebató con rudeza la fotografía que había sacado de su cartera y la inspeccionó, al principio de mal talante, luego con una suerte de extraño asombro, casi al despertar de un presentimiento. La cámara había captado cierta expresión que ella tenía, a veces, de absoluta dulzura y absoluta gravedad, como si sus ojos pudieran atravesar las apariencias y ver las almas. Cuando le devolvió la foto, la Bestia tuvo cuidado de no arañar la superficie con sus garras.

—Llévale su rosa, entonces. Pero tráela a cenar —gruñó.

¿Y qué otra cosa podía hacer él?



Aunque su padre le había anticipado cuál era la naturaleza del ser que la esperaba, Bella no pudo reprimir, al verlo, un estremecimiento de terror, porque un león es un león y un hombre es un hombre, y si bien los leones son muchísimo más hermosos que nosotros, pertenecen a un distinto orden de belleza, y no nos tienen, por lo demás, respeto alguno; ¿por qué habrían de tenerlo? Más aún, las criaturas salvajes sienten un miedo de nosotros mucho más racional que el que nosotros sentimos de ellas, y una cierta tristeza en esos ojos de ágata, que parecían casi ciegos, como hastiados de mirar, la conmovió.

Sentado a la cabecera, hierático como un mascarón de proa, presidió la cena; el comedor era Reina Ana, cubierto de tapices, una joya. Salvo una sopa aromática que una lamparilla de alcohol mantenía caliente, la comida, aunque exquisita, era fría, un ave fría, un soufflé frío, queso. La Bestia pidió al padre de Bella que sirviera las viandas de un trinchante, pero él, él mismo no probó bocado. Admitió a regañadientes lo que Bella ya había sospechado: que la presencia de criados le desagradaba porque una presencia humana constante le recordaría demasiado amargamente su diferencia, pero la perra permaneció echada a sus pies durante toda la comida, levantándose de tanto en tanto para estar segura de que todo marchaba a pedir de boca.

Qué extraño era. Tan extraño, tan distinto de ella que su diferencia le resultaba casi intolerable; su presencia la ahogaba. Sentía como una presión intensa, insonora en esa casa, como si estuviera debajo del agua, y cuando vio las grandes zarpas posadas en los brazos del sillón, pensó: son la muerte de todo tierno herbívoro; y así se sentía ella: la víctima propiciatoria, la impoluta Niña Cordera.

No obstante, allí estaba y sonreía, porque ése era el deseo de su padre; y cuando la Bestia explicó cómo habría de ayudarle en la apelación de la sentencia, ella sonrió no sólo con los labios sino con los ojos. Pero luego, a la hora del coñac, cuando la Bestia con ese ronroneo difuso, cavernoso que era su forma de hablar, sugirió con un dejo de timidez, de temor al rechazo, que mientras su padre volvía a Londres para reanudar los forcejeos legales ella se quedara allí con él, Bella pudo a duras penas forzar una sonrisa. Pues al instante comprendió, con un ramalazo de pavor, que debería hacerlo y que su visita a la Bestia habría de ser, en una escala mágicamente recíproca, el precio de la buena fortuna de su padre.

No penséis que Bella era una joven sin voluntad propia; nada de eso, pero un inusual sentido del deber la impulsaba a consentir; además, por su padre, a quien amaba entrañablemente, hubiera ido con placer al fin del mundo.

Bella tenía en su alcoba una maravillosa cama de cristal; disponía además de un cuarto de baño con toallas tupidas como vellón y redomas de suaves ungüentos; y de una salita con un empapelado antiguo de aves del paraíso y figuras chinescas, y libros y cuadros preciosos y flores, flores que crecían cultivadas por jardineros invisibles en los invernáculos de la Bestia. A la mañana siguiente su padre la besó y partió para la ciudad con un fulgor de renovado optimismo en la mirada, y Bella se alegró por él pese a que añoraba el humilde hogar de su pobreza. Todo ese lujo inusitado era a sus ojos una amarga ironía pues no proporcionaba placer alguno a su dueño, a quien, por lo demás, ella no había visto en todo el día como si —extraña paradoja— él, él tuviera miedo de ella, pero la perra en cambio había venido a sentarse a sus pies para hacerle compañía. Hoy llevaba un dogal de turquesas.

¿Quién preparaba sus comidas? Qué soledad la de la Bestia; durante todo el tiempo que permaneció en la casa Bella no vio indicio alguno de otra presencia humana, a no ser por las bandejas de comida que iban llegando por un montaplatos hasta un armario de caoba de la salita. La cena consistió en huevos Benedict y ternera asada; Bella comió mientras hojeaba un libro que había encontrado en la biblioteca giratoria de palo de rosa, una elegante y cortesana colección de cuentos de hadas franceses, con historias de gatas blancas que eran princesas hechizadas y de duendes que eran pájaros. Luego arrancó una ramita de uva moscatel del enorme racimo que le trajeron de postre, y empezó a bostezar. Descubrió que estaba aburrida. Y la perra, al percatarse de ello, se prendió con su hocico aterciopelado al ruedo de su falda, y le dio un tirón suave pero firme. La perra, trotando delante de ella, la condujo hasta el estudio en que su padre había sido agasajado, y allí, con una angustia que disimuló lo mejor que pudo, Bella encontró a su anfitrión sentado junto al fuego y a su lado sobre una bandeja una cafetera de la que ella debía servir.

Su voz, esa voz que parecía surgir de una caverna poblada de ecos, ese gruñido sordo, suave, ronroneante; después de un día de ocio de colores pastel, cómo podría platicar con el dueño de una voz que parecía un instrumento creado para inspirar el terror que producen los acordes de los grandes órganos. Fascinada, casi reverente contemplaba el juego de la luz de las llamas en los mechones dorados de su melena; un aura lo envolvía, una suerte de halo, y ella pensó en la primera gran bestia del Apocalipsis, el león alado con la zarpa sobre el Evangelio, San Marcos. En boca de Bella la charla trivial se convertía en polvo; nunca, en verdad, había sido su fuerte, y tenía poca práctica en ella.

Pero la Bestia, titubeando, como si también él estuviera deslumbrado en presencia de esa joven que se hubiera dicho tallada en una sola perla, le interrogó sobre el pleito de su padre; le preguntó por su madre muerta; y cómo ellos, que habían sido tan ricos, habían llegado a ser tan pobres. Se esforzaba por dominar su timidez, que era la de una criatura salvaje, y así fue como ella consiguió vencer la suya; de modo que pronto se encontró charlando con él como si lo conociera de toda la vida. Cuando el pequeño cupido del reloj dorado sobre la chimenea golpeó su diminuta pandereta, Bella se sorprendió al descubrir que lo había hecho doce veces.

—¡Tan tarde! Y tú querrás dormir —dijo él.

Y los dos quedaron en silencio, como si esos extraños compañeros se sintieran de pronto anonadados por encontrarse juntos, solos, en esa estancia y en lo más profundo de la noche invernal. Y en el momento en que ella se disponía a levantarse, él se arrojó a sus pies y hundió la cabeza en su regazo; ella, Bella, quedó inmóvil, inmóvil como una estatua; sentía en los dedos el aliento ardiente de él, las duras cerdas de su hocico rozándole la piel, las ásperas lamidas de su lengua, y de pronto, transida de dolor y de piedad, comprendió: sólo está besando mis manos.

Él echó la cabeza hacia atrás y la contempló un momento con sus ojos verdes, inescrutables, y Bella vio en ellos dos veces repetido su propio rostro, pequeño como un botón de rosa. Luego, sin una palabra más, él huyó de la habitación y Bella vio con indescriptible asombro que se alejaba en cuatro patas.



Al día siguiente, durante todo el día, el rugido cavernoso de la Bestia retumbó en las colinas todavía cubiertas de nieve: ¿el amo ha salido de caza?, preguntóle a la spaniel, pero la perra gruñó casi malhumorada como diciendo que aun cuando pudiera responderle, no lo haría.

Bella pasó el día en sus aposentos, leyendo o quizá bordando un poco; tenía a su disposición una caja de sedas de colores y un bastidor. O, bien abrigada, deambuló por el amurallado jardín entre los rosales sin hojas con la perra a sus talones; y hasta hizo un poco de jardinería. Un apacible rato de ocio, una tregua. La magia de aquel lugar luminoso, triste, encantador empezó a envolverla y descubrió que, contra lo que temía, era feliz allí. Ya no sentía ningún temor ante la perspectiva de los coloquios nocturnos con la Bestia. Allí todas las leyes del mundo estaban en suspenso, allí, donde una legión de invisibles velaba por ella y, bajo el paciente chaperonage de la perra de ojos castaños, Bella conversaba con el león acerca de la naturaleza de la luna y de su luz prestada, de las estrellas y las substancias que la componen, de las múltiples transformaciones de la atmósfera. No obstante, la extrañeza de la Bestia la hacía temblar; y cuando él caía rendido a sus pies y le besaba las manos, como lo hacía cada noche al despedirse, ella se encogía dentro de su piel, nerviosa, como si rehuyera su contacto.

Chilló el teléfono; para ella. Su padre. ¡Y qué noticias!

La Bestia hundió la enorme cabeza entre las zarpas. ¿Volverás? ¡Qué soledad, sin ti, la de esta casa!

Que tanto significara ella para él la conmovió casi hasta las lágrimas. En lo más profundo de su corazón sintió el súbito impulso de dejar caer un beso sobre la desgreñada melena, y hasta extendió la mano hacia él, pero no se animó a tocarlo; era tan distinto de ella... Pero sí, dijo; volveré. Pronto, antes de que concluya el invierno. Entonces llegó un taxi y se la llevó.



En Londres, donde el apiñado calor de humanidad funde la nieve antes aun de que haya tenido tiempo de asentarse, nunca se está a merced de los elementos; y su padre era rico una vez más ya que los abogados de su hirsuto amigo manejaban sus negocios con tanta eficiencia que sólo le deparaban lo mejor. Un hotel espléndido; la ópera, teatros; un guardarropa nuevo para su adorada, para que pudiera entrar de su brazo a fiestas, recepciones y restaurantes, una vida que Bella nunca había conocido pues su padre se había arruinado antes de que ella al nacer matara a su madre.

Pese a que la Bestia era la fuente de esta nueva prosperidad y a que hablaran de él con frecuencia, ahora que se hallaban tan lejos del sortilegio intemporal de su mansión, ésta parecía participar de la cualidad radiante y finita de los sueños. Y la Bestia misma, tan monstruosa, tan magnánima, una especie de espíritu del bien que les hubiera sonreído y los dejara en libertad; ella le envió flores, rosas blancas, en retribución de las que él le ofreciera; y al salir de la tienda de la florista experimentó una súbita sensación de perfecta libertad, como si acabara de escapar de algún peligro ignoto, como si la posibilidad de algún cambio la hubiese rozado pero la dejara al fin intacta. No obstante, en el fondo de esa sensación de bienestar, un vacío desolador. Pero su padre la esperaba en el hotel: habían proyectado una deliciosa excursión por las peleterías y Bella estaba tan impaciente por esa fiesta como podría estarlo cualquier otra joven.

Y como en la tienda las flores eran siempre las mismas durante todo el año, nada en el escaparate le sugirió que el invierno estaba a punto de acabar.



Al volver de la cena, después del teatro, se quitó delante del espejo sus pendientes de diamantes: Bella. Le sonrió a su imagen, complacida. Empezaba a saber, al final de su adolescencia, lo que significa ser una niña malcriada; y esa tez suya, nacarina, empezaba ya a arrebolarse con la buena vida y los halagos. Una cierta presunción empezaba a transformar las comisuras de su boca, esos signos de la personalidad, y su gravedad y su dulzura podían, a veces, volverse un tanto petulantes cuando las cosas no eran exactamente como ella las deseaba. No se hubiera podido decir que su pureza estaba ya agostándose, pero ahora sonreía con demasiada frecuencia ante su imagen reflejada en los espejos y ese rostro que le devolvía la sonrisa no era el mismo que había visto reflejado en los ojos de ágata de la Bestia. Su rostro adquiría, en lugar de belleza, una pátina de esa invencible coquetería que caracteriza a ciertas gatas de raza, exquisitas, consentidas.

La suave brisa primaveral llegaba desde el parque a través de las ventanas abiertas. Y Bella no sabía por qué le daba ganas de llorar.

De pronto un rasguido apremiante en su puerta, como de garras.

Su éxtasis frente al espejo se quebró; al instante lo recordó todo. La primavera ya estaba aquí y ella había faltado a su promesa. ¡Y ahora él, la Bestia, venía a reclamarla! En un primer momento temió su cólera; luego, misteriosamente alborozada, corrió a abrir la puerta. Pero fue la perra, la spaniel blanca y bermeja, quien se echó en sus brazos en una confusión de ladridos entrecortados y murmullos roncos, de lloriqueos y suspiros de alivio.

¿Qué había sido de la perra peripuesta y enjoyada que se sentaba en aquella salita al pie de su bastidor mientras en las paredes las aves del paraíso meneaban complacidas la cabeza? Esta tenía las orejas encostradas de barro, el manto desgreñado y cubierto de polvo, el cuerpo escuálido como si hubiese venido corriendo desde muy lejos y los ojos, de no ser los de un perro, habrían estado arrasados en lágrimas.

Después de tan impetuoso saludo, no esperó a que la joven ordenase para ella agua y alimento; mordió el ruedo de terciopelo de su vestido de noche, gimió, y tironeó de él. Echó la cabeza hacia atrás, aulló, y de nuevo gimió y tironeó.

Había un tren lento, tardío que la llevaría a la estación de donde tres meses antes partiera para Londres. Bella escribió de prisa una nota para su padre y se echó un abrigo sobre los hombros.

De prisa, de prisa, urgía en silencio la perra; y Bella supo que la Bestia se moría.

En la densa oscuridad que precede al alba, el jefe de estación despertó para ella a un soñoliento taxista. Tan rápido como pueda.



Diciembre parecía haberse demorado en su jardín. El suelo estaba aún duro como el hierro, las faldas del oscuro ciprés se agitaban en el viento glacial con un susurro lúgubre y no había retoños en los rosales, como si este año no fueran a florecer. Y ni una sola luz en las ventanas, salvo allá arriba, en la cumbrera, un atisbo de claridad tras el cristal, el tenue espectro de una llama a punto de extinguirse.

La perra había dormido un rato entre sus brazos porque la pobrecita estaba exhausta. Pero ahora su agitación, su premura atizaban la ansiedad de Bella, y cuando por fin abrió la puerta principal vio, con un ramalazo de culpa, que un grueso crespón negro asordinaba el llamador de oro.

La puerta no se abrió, como antes, en silencio, sino con un doliente quejido de los goznes, y esta vez a una perfecta oscuridad. Bella encendió su mechero de oro; las bujías de la gran araña habíanse ahogado en su propia cera y los caireles estaban embozados en arabescos de telaraña. En las ánforas de cristal había flores secas como si nadie, desde que ella se marchara, hubiese tenido ánimo para reemplazarlas por otras. Polvo, polvo por doquier; y hacía frío. Una atmósfera de cansancio, de desesperanza flotaba en la casa y, peor aún, una suerte de desilusión física, como si su antiguo encanto se hubiese preservado gracias al conjuro barato de un ilusionista que, fracasado en su intento de atraer muchedumbres, se hubiese ido a probar fortuna en otra parte.

Bella se procuró una vela para alumbrar el camino y subió las escaleras tras de la perra fiel, más allá del estudio, más allá de sus aposentos, a través de una casa sólo poblada de ecos, hasta una escalerilla trasera habitada por arañas y ratones, tropezando, desgarrándose, en su prisa, el ruedo del vestido.

¡Qué cuarto tan modesto! Una buhardilla, con el techo en declive, que bien hubiera podido pertenecer a una doncella si la Bestia hubiese tenido servidumbre. Un candil en el manto de la chimenea, ni cortinas en las ventanas, ni una estera en el suelo, y una angosta cama de hierro sobre la que él yacía, tristemente empequeñecido, abultando apenas bajo el edredón de retazos; la melena era un grisáceo nido de ratas, y tenía los ojos cerrados. Sobre la silla de madera en que había dejado caer sus ropas, las rosas que ella le enviara emergían de la jarra del lavatorio, pero estaban muertas.

La spaniel saltó a la cama y se abrió paso bajo las escasas cobijas, plañendo suavemente.

—Oh Bestia —dijo Bella—. He vuelto.

Los párpados de él se entreabrieron trémulos. ¿Era posible que ella nunca hubiese advertido que sus ojos color ágata tenían párpados, como los de un hombre? ¿Sería acaso porque sólo había contemplado, reflejado en ellos, su propio rostro?

—Me muero, Bella —dijo él en un murmullo exangüe, una sombra de su antiguo ronroneo—. Desde que tú me abandonaste he estado enfermo, no podía salir de caza, descubrí que no tenía estómago para matar a las pequeñas alimañas, no podía comer. Estoy enfermo y he de morir; pero moriré feliz porque tú has venido a decirme adiós.

Bella se arrojó sobre él con tanto ímpetu que la cama gimió, y cubrió de besos aquellas pobres zarpas.

—No te mueras, Bestia. Si me aceptas, nunca más te abandonaré.

Cuando los labios de Bella tocaron los garfios de las garras, éstas se replegaron y ella vio cómo él, que siempre había tenido los puños cerrados, empezaba ahora tentativa, dolorosamente a estirar los dedos. Sus lágrimas caían como nieve sobre el rostro de él y, en lenta transformación, bajo el pelaje fueron apareciendo los huesos, la carne bajo la ancha frente bronceada. Y de pronto ya no fue un león lo que ella tenía entre sus brazos sino un hombre, un hombre con una desgreñada mata de pelo y, ¡qué extraño!, una nariz rota como la de los boxeadores retirados que le otorgaba un parecido distante, heroico con la más hermosa de todas las bestias.

—¿Sabes una cosa? —dijo el señor León—. Creo que esta mañana podría tolerar un pequeño desayuno, si tú me acompañas, Bella.



El señor León y su esposa pasean por el jardín; la vieja spaniel dormita sobre la hierba bajo una lluvia de pétalos.



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En compañía de lobos



Angela Carter

Una fiera y sólo una aúlla en las noches del bosque.



El lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el sabor de carne humana, ya ninguna otra lo satisfará.



De noche, los ojos de los lobos relucen como llamas de candil, amarillentos, rojizos; pero ello es así porque las pupilas de sus ojos se dilatan en la oscuridad y captan la luz de tu linterna para reflejarla sobre ti... peligro rojo; cuando los ojos de un lobo reflejan tan sólo la luz de la luna, destellan un verde frío, sobrenatural, un color taladrante, mineral. El viajero anochecido que ve de súbito esas lentejuelas luminosas, terribles, engarzadas en los negros matorrales, sabe que debe echar a correr, si es que el terror no lo ha paralizado.



Pero esos ojos son todo cuanto podrás vislumbrar de los asesinos del bosque que se apiñarán, invisibles, en torno de tu olor a carne, si cruzas el bosque a horas imprudentemente tardías. Serán como sombras, como espectros, los grises cofrades de una congregación de pesadilla; ¡escucha!, escucha el largo y ululante aullido..., un aria de terror súbitamente audible.



La melopea de los lobos es el trémolo del desgarro que habrás de sufrir, de suyo una muerte violenta.



Invierno. Invierno y frío. En esta región de bosques y montañas no ha quedado para los lobos nada que comer. Sin cabras ni ovejas, ahora encerradas en los establos, sin los venados que han partido hacia laderas más meridionales en busca de las últimas pasturas, los lobos están enflaquecidos, hambrientos. Tan escasa es su carne que podrías contar, a través del pellejo, las costillas de esas alimañas famélicas, si acaso te dieran tiempo antes de abalanzarse sobre ti. Esas mandíbulas que rezuman baba; la lengua jadeante; la escarcha de saliva en el barbijo canoso. De todos los peligros que acechan en la noche y el bosque —parecidos, trasgos, ogros que asan niños en la parrilla, brujas que ceban cautivos en jaulas para sus festines caníbales—, de todos, el lobo es el peor porque no atiende razones.



En el bosque, donde nadie habita, siempre estás en peligro. Si traspones los portales de los grandes pinos, allí donde las ramas hirsutas se enmarañan para encerrarte, para atrapar en sus redes al viajero incauto, como si la vegetación misma estuviera confabulada con los lobos que allí moran, como si los pérfidos árboles salieran de pesca para sus amigos..., si traspones los soportales del bosque, hazlo con la mayor cautela y con infinitas precauciones, pues si por un instante te desvías de tu senda, los lobos te devorarán. Son grises como la hambruna, despiadados como la peste.



Los niños de ojos graves de las desperdigadas aldehuelas siempre llevan cuchillos cuando salen a pastorear las pequeñas majadas de cabras que proveen a las familias de leche agria y de quesos rancios y agusanados. Sus cuchillos son casi tan grandes como ellos; y las hojas se afilan cada día.



Pero los lobos saben cómo allegarse hasta tu mismo fogón.



Y aunque nosotros no les damos tregua, no siempre conseguimos mantenerlos a raya. No hay noche de invierno en que el leñador no tema ver un hocico afilado, gris, famélico, husmeando por debajo de la puerta; y cierta vez una mujer fue atacada a dentelladas en su propia cocina mientras colaba los macarrones.



Teme al lobo y huye de él; pues lo peor es que el lobo puede ser algo más de lo que aparenta.



Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó un lobo en un foso. El lobo había diezmado los rebaños de cabras y ovejas; se había comido a un viejo loco que vivía solo en una choza montaña arriba, entonando alabanzas a Jesús el día entero; había atacado a una muchacha que estaba cuidando sus ovejas, pero ella había armado tal alboroto que los hombres acudieron con rifles, lo ahuyentaron y hasta trataron de seguirle el rastro entre la fronda; pero el lobo era astuto y les dio fácilmente el esquinazo. Así que este cazador cavó un foso y puso en él un pato, a modo de señuelo, vivito y coleando; luego cubrió el foso con paja untada de excrementos de lobo. Cuac, cuac, gritaba el pato, y un lobo emergió sigiloso de la espesura; un lobo grande, corpulento, pesado como un hombre adulto: la paja cedió bajo su peso y el lobo cayó en la trampa. El cazador saltó detrás de él, lo degolló y le cortó las zarpas a modo de trofeo; pero de pronto ya no fue un lobo lo que tuve delante, sino el tronco ensangrentado de un hombre, sin cabeza, sin piernas, moribundo, muerto.



En otra ocasión, una bruja del valle transformó en lobos a todos los convidados a una fiesta de bodas, y ello porque el novio había preferido a otra muchacha. Solía ordenarles, por despecho, que la fueran a visitar de noche y entonces los lobos se sentaban alrededor de su cabaña y le aullaban la serenata de su infortunio.



No hace mucho, una joven mujer de nuestra aldea casó con un hombre que desapareció como por encanto la noche de bodas. La cama estaba tendida con sábanas nuevas y sobre ellas se acostó la recién casada; el novio dijo que salía a orinar, insistió en ello, por pudor, y entonces ella se tapó con el edredón hasta su barbilla y así lo esperó. Y esperó, y esperó, y siguió esperando —¿no está tardando demasiado? — hasta que al fin se incorpora de un salto y grita al oír un aullido que el viento trae desde la espesura.



Ese aullido largo, modulado, parecería insinuar, pese a sus escalofriantes resonancias, un trasfondo de tristeza, como si las fieras mismas desearan ser menos feroces mas no supieran cómo logrado y no cesaran nunca de llorar su desdichada condición. Hay en los cánticos de los lobos una vasta melancolía, una melancolía sin fin como la misma floresta, interminable como las largas noches del invierno. Y sin embargo esa horrenda tristeza, ese condolerse de sus propios, irremediables apetitos, jamás podrá conmovernos, ya que ni una sola frase deja entrever en ellos una posible redención; para los lobos, la gracia no ha de venir de su propio desconsuelo sino a través de un mediador; y es por ello que se diría, a veces, que la fiera acoge casi con regocijo el cuchillo que acabará con ella.



Los hermanos de la joven registraron cobertizos y graneros mas no hallaron resto alguno; de modo que la sensata joven secó sus lágrimas y se buscó otro marido menos tímido, que no tuviera empacho en orinar en un cacharro y en pasar las noches bajo techo. Ella le dio un par de rozagantes bebés y todo anduvo como sobre ruedas hasta que cierta noche glacial, la noche del solsticio, el momento del año en que las cosas no engranan tan bien como debieran, la más larga de todas las noches, su primer marido volvió a casa.



Un violento puñetazo en la puerta anunció su regreso cuando ella revolvía la sopa para el padre de sus hijos; lo reconoció en el instante mismo en que levantó la tranca para hacerla pasar, pese a que hacía años que había dejado de llevar luto por él, y que el hombre estuviera ahora vestido de harapos, el pelo pululante de pulgas colgándole a la espalda, sin haber visto un peine en años.



—Aquí me tienes de vuelta, doña —dijo—. Prepárame un plato de coles. Y que sea pronto.



Cuando el segundo marido entró con la leña para el fuego y el primero comprendió que ella había dormido con otro hombre, y lo que es peor, cuando clavó sus ojos enrojecidos en los pequeñuelos que se habían deslizado hasta la cocina para ver a qué se debía tanto alboroto, gritó: ¡Ojalá fuera lobo otra vez para darle una lección a esta puta! Y al punto en lobo se convirtió y arrancó al mayor de los niños el pie izquierdo antes de que con el hacha de cortar la leña le partieran en dos la cabeza. Pero cuando el lobo yacía sangrando, lanzando sus últimos estertores, su pelaje volvió a desaparecer y fue otra vez tal como había sido años atrás cuando huyó del lecho nupcial; y entonces ella se echó a llorar y el segundo marido le propinó una tunda.



Dicen que hay un ungüento que te ofrece el Diablo y que te convierte en lobo en el momento mismo en que te frotas con él. O que había nacido de nalgas y tenía por padre a un lobo [sic], y que su torso es el de un hombre pero sus piernas y sus genitales los de un lobo. Y que también su corazón es de lobo.



Siete años es el lapso de vida natural de un lobizón, pero si quemas sus ropas humanas lo condenas a ser lobo por el resto de su vida; es por eso que las viejas comadres de estos contornos suponen que si le arrojas al lobizón un mandil o un sombrero estarás de algún modo protegido, como si el hábito hiciera al monje. Y aun así, por los ojos, esos ojos fosforescentes, podrás reconocerlo; son los ojos lo único que permanece invariable en sus metamorfosis.



Antes de convertirse en lobo, el licántropo se desnuda por completo. Si por entre los pinos atisbas a un hombre desnudo, deberás huir de él como si te persiguiera el Diablo.



***



Es pleno invierno y el petirrojo, el amigo del hombre, se posa en el mango de la pala del labrador y canta. Es, para los lobos, la peor época del año, pero esa niña empecinada insiste en cruzar el bosque. Está segura de que las fieras salvajes no pueden hacerle ningún daño pero, precavida, pone un cuchillo en la cesta que su madre ha llenado de quesos. Hay una botella de áspero licor de zarzamoras, una horneada de pastelillos de avena cocinados en la solera del fogón; uno o dos potes de mermelada. La niña de cabellos de lino llevará estos deliciosos regalos a su abuela, que vive recluida, tan anciana que el peso de los años la está triturando a muerte. Abuelita vive a dos horas de marcha a través del bosque invernal; la pequeña se envuelve en su grueso pañolón, cubriéndose con él la cabeza a guisa de caperuza. Se calza los recios zuecos; está vestida y pronta, y hoy es la víspera de Navidad. La maligna puerta del solsticio se balancea aún sobre sus goznes, pero ella ha sido siempre una niña demasiado querida como para sentir miedo.



En esta región agreste, la infancia de los niños nunca es larga, aquí no existen juguetes, de modo que desde pequeños trabajan duro y pronto se vuelven cautos; pero ésta, tan bonita, la hija más pequeña y un tanto tardía, ha sido mimada por su madre y por la abuela, que le ha tejido el pañolón rojo que hoy luce, brillante pero ominoso como sangre sobre la nieve. Sus pechos apenas han empezado a redondearse; su pelo, semejante al lino, es tan claro que casi no hace sombra sobre su frente pálida; sus mejillas, de un blanco y un escarlata emblemáticos; y hace poco que ha empezado a sangrar como mujer, ese reloj interior que sonará para ella de ahora en adelante una vez al mes.



Ella existe, existe y se mueve dentro del pentáculo invisible su virginidad. Es un huevo intacto, una vasija sellada; tiene en su interior un espacio mágico cuya puerta está cerrada herméticamente por una membrana; es un sistema cerrado; no conoce el temblor. Lleva su cuchillo y no le teme a nada.



De haber estado su padre en casa, tal vez se lo hubiera prohibido, pero él está en el bosque, cortando leña, y su madre es incapaz de negarle nada.



Como un par de quijadas, el bosque se ha cerrado sobre ella.



Siempre hay algo que ver en la espesura, incluso en la plenitud del invierno: los apiñados montículos de los pájaros que han sucumbido al letargo de la estación, amontonados en las ramas crujientes y demasiado melancólicos para cantar; las brillantes orlas de los hongos de invierno en los leprosos troncos de los árboles; las pisadas cuneiformes de los conejos y venados; las espinosas huellas de las aves; una liebre escuálida como una raja de tocino dejando una estela a través del sendero donde la tenue luz del sol motea las ramas bermejas de los helechos del año que pasó.



Cuando la niña oyó a lo lejos el aullido espeluznante de un lobo, su manita avezada saltó hasta el mango de su cuchillo, mas no vio rastro alguno de lobo ni de hombre desnudo; oyó, sí, un castañeteo entre los matorrales, y uno vestido de pies a cabeza saltó al sendero; muy joven y apuesto, con su casaca verde y el sombrero de ala ancha de cazador, y cargado de carcasas de aves silvestres. Al primer crujido de ramas, ella tuvo ya la mano en la empuñadura del cuchillo, pero él al verla se echó a reír con destello de dientes blanquísimos y la saludó con una cómica pero halagadora reverencia; ella nunca había visto un hombre tan apuesto, no entre los rústicos botarates de su aldea natal, y así, juntos, continuaron camino en la creciente penumbra del atardecer.



Pronto estaban riendo y bromeando como viejos amigos.



Cuando él se ofreció a llevarle la cesta, la niña se la entregó, aunque su cuchillo estaba en ella, porque él le dijo que su rifle los protegería. Anochecía, y de nuevo empezó a nevar; ella empezó a sentir los primeros copos que se posaban en sus pestañas, pero sólo les quedaba media milla de marcha y habría sin duda un fuego encendido, un té caliente y una bienvenida cálida para el intrépido cazador y para ella misma.



El joven llevaba en el bolsillo un objeto curioso. Era una brújula. La niña miró la pequeña esfera de cristal en la palma de su mano y vio oscilar la aguja con una vaga extrañeza. Él le aseguró que esa brújula lo había guiado sano y salvo a través del bosque en su partida de caza, ya que la aguja siempre decía con perfecta exactitud dónde quedaba el norte. Ella no le creyó; sabía que no debía desviarse del camino, pues si lo hacía podría extraviarse en la espesura. Él se rió de ella una vez más; rastros de saliva brillaban adheridos a sus dientes. Dijo que si él se desviaba del sendero y se adentraba en la espesura circundante, podía garantizarle que llegaría a la casa de la abuela un buen cuarto de hora antes que ella, buscando el rumbo a través del boscaje con la ayuda de su brújula, en tanto ella tomaba el camino más largo por el sendero zigzagueante.



No te creo, y además, ¿no tienes miedo de los lobos?



Él golpeó la reluciente culata de su rifle y sonrió.

¿Es una apuesta?, le preguntó; ¿quieres que apostemos algo?



¿Qué me darás si llego a la casa de tu abuela antes que tú?



¿Qué te gustaría?, dijo ella no sin cierta malicia.



Un beso.



Los lugares comunes de una seducción rústica; ella bajó los ojos y se sonrojó.



El cazador se internó en la espesura llevándose la cesta, pero la niña, pese a que la luna ya trepaba por el cielo, se había olvidado de temer a las fieras; y quería demorarse en el camino para estar segura de que el gallardo cazador ganaría su apuesta.



La casa de la abuela se alzaba, solitaria, un poco apartada del poblado. La nieve recién caída burbujeaba en remolinos en la huerta, y el joven se acercó con pasos cautelosos a la puerta, como si no quisiera mojarse los pies, balanceando su morral de caza y la cesta de la niña, mientras tarareaba por lo bajo una canción.



Hay un leve rastro de sangre en su barbilla; ha estado mordisqueando sus presas.



Golpeó a la puerta con los nudillos.



Vieja y frágil, abuelita ha sucumbido ya tres cuartas partes a la mortalidad que el dolor de sus huesos le promete y está casi pronta a sucumbir por completo. Hace una hora, un muchacho ha venido de la aldea para encenderle el fuego de la noche y la cocina crepita con llamas inquietas. Su Biblia la acompaña, es una anciana piadosa. Está recostada contra varias almohadas, en una cama embutida en la pared, a la usanza campesina, envuelta en la manta de retazos que ella misma confeccionó antes de casarse, hace ya más años que los que quisiera recordar. Dos perros cocker de porcelana, con manchas bermejas en el cuerpo y hocicos negros, están sentados a cada lado del hogar. Hay una alfombrilla brillante, tejida con trapos viejos, sobre las tejas acanaladas. El tic tac del gran reloj de pie marca el desgaste de las horas de su vida.



Una vida regalada ahuyenta a los lobos.



Con sus nudillos velludos, ha llamado a la puerta. Tu nietecita, ha entonado, imitando una voz de soprano.



Levanta la aldaba y entra, mi queridita.



Se los reconoce por sus ojos, los ojos de una bestia carnicera, ojos nocturnales, devastadores, rojos como una herida; ya puedes arrojarle tu Biblia y luego tu mandil, abuelita, tú creías que ésta era una profilaxis segura contra esta plaga invernal... Ahora apela a Cristo y a su madre y a todos los ángeles del cielo para que te protejan, pero de nada habrá de servirte.



Su hocico bestial es filoso como un cuchillo; él deja caer sobre la mesa su dorada carga de roídos faisanes, y también la cesta de tu niña queridita. Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a ella? Fuera el disfraz, esa chaqueta de lienzo de los colores del bosque, el sombrero con la pluma ensartada en la cinta; el pelo enmarañado le cae en guedejas sobre la camisa blanca, y ella puede ver el bullir de los piojos. En el hogar los leños se agitan y sisean; con la oscuridad enredada en hirsuta melena, la noche y el bosque han entrado en la cocina.



Él se quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura del pergamino, una franja erizada de pelo corre de arriba abajo por su vientre, sus tetillas son maduras y atezadas como frutos ponzoñosos, pero su cuerpo es tan delgado que podrías contarle las costillas bajo la piel si te diera tiempo para ello. Se quita los pantalones y ella ve cuán peludas son sus piernas. Sus genitales, enormes. ¡Ay, enormes!



Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, los ojos como ascuas, desnudo como una piedra, acercándose a su cama.



El lobo es carnívoro encarnado.



Cuando concluyó con la abuela se relamió la barbilla y pronto volvió a vestirse hasta quedar tal como estaba cuando entró por aquella puerta. Quemó el pelo incomible en el hogar y envolvió los huesos en una servilleta que escondió debajo de la cama, en el mismo arcón de madera en el que halló un par de sábanas limpias. Las tendió cuidadosamente sobre la cama, en reemplazo de las delatoras manchadas de sangre, que amontonó en la cesta de la ropa sucia, esponjó las almohadas y sacudió la manta, levantó la Biblia del suelo, la cerró y la puso sobre la mesa. Todo estaba igual que antes menos la abuelita, que había desaparecido. La leña crepitaba en la parrilla, el reloj hacía tic tac, y el joven esperaba paciente, ladino junto a la cama, con la cofia de dormir de la ancianita.



Tap-tap-tap.



¿Quién anda ahí?, trina en el cascado falsete de abuelita.



Tu nietecita.



Y la niña entró trayendo consigo una ráfaga de nieve que se derritió en lágrimas sobre las baldosas, un poco decepcionada tal vez al ver sólo a su abuela sentada junto al fuego. Pero él de pronto ha arrojado la manta, ha saltado a la puerta y se ha apoyado contra ella de espalda para impedir que la niña vuelva a salir.



La niña echó una mirada en torno y advirtió que no había ni siquiera el hueco que deja una cabeza sobre la tersa mejilla de la almohada y, qué raro, la Biblia, por primera vez, cerrada sobre la mesa. El tic tac del reloj chasqueaba como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cesta pero no se atrevió a extender el brazo porque los ojos de él estaban clavados en ella: ojos enormes que ahora parecían irradiar una luz única, ojos grandes como cuencas, cuencas de fuego griego, fosforescencia diabólica.

¡Qué ojos tan grandes tienes!



Para mirarte mejor.



Ni rastros de la anciana, excepto un mechón de pelo blanco adherido a la corteza de un trozo de leña sin quemar. Al verlo, la niña supo que corría peligro de muerte.



¿Dónde está mi abuela?



Aquí no hay nadie más que nosotros dos, mi adorada.



De pronto, un inmenso aullido se elevó en torno de ellos, cercano, muy cercano, tan cercano como la huerta; el aullido de una muchedumbre de lobos; ella sabía que los peores lobos son peludos por dentro, y tembló, pese al pañolón escarlata que se ciñó un poco más alrededor del cuerpo como si pudiera protegerla, aunque era tan rojo como la sangre que ella habría de derramar.

¿Quiénes han venido a cantarnos villancicos?, preguntó.



Son las voces de mis hermanos, querida; adoro la compañía de los lobos. Asómate a la ventana y los verás.



La nieve había obstruido la mirilla y ella la abrió para escudriñar el jardín. Era una noche blanca de luna y de nieve; la borrasca se arremolinaba en torno de las fieras grises, esmirriadas, que, sentadas sobre sus ancas en medio de las hileras de coles de invierno, apuntaban sus afilados hocicos a la luna y aullaban como si se les fuera a partir el corazón. Diez lobos; veinte lobos... Tantos lobos que ella no podía contarlos, aullando a coro, como enloquecidos o desesperados. Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y centelleaban como centenares de bujías.



Hace mucho frío, pobrecitos, dijo ella; no me extraña que aúllen de ese modo.



Cerró la ventana al lamento de los lobos, se quitó el pañolón escarlata, del color de las amapolas, el color de los sacrificios, el color de sus menstruaciones y, puesto que de nada le servía su miedo, cesó de tener miedo.



¿Qué haré con mi pañolón?



Échalo al fuego, amada mía. Ya no lo necesitarás.



Ella enrolló el pañolón y lo arrojó a las llamas, que al instante lo consumieron. Se sacó la blusa por encima de la cabeza. Sus senos pequeños rutilaron como si la nieve hubiera invadido la habitación.



¿Qué haré con mi blusa?



También al fuego.



La fina muselina salió volando como un pájaro mágico en llamaradas por la chimenea, y ella ahora se quitó la falda, las medias de lana, los zuecos; y también al fuego fueron a parar y desaparecieron para siempre; la luz de las llamas se reflejaba en ella a través de los contornos de su piel; sólo la vestía ahora su intacto tegumento de carne. Así, incandescente, desnuda, se peinó el pelo con los dedos. Su pelo parecía blanco, blanco como la nieve de afuera. De pronto se encaminó hacia el hombre de los ojos color sangre con la desordenada cabellera pululante de piojos; se irguió en puntas de pie y le desabrochó el cuello de la camisa.



Qué brazos tan grandes tienes.



Para abrazarte mejor.



Y cuando por propia voluntad le dio el beso que le debía, todos los lobos del mundo aullaron un himno nupcial del otro lado de la ventana.

Qué dientes tan grandes tienes.



Advirtió que las mandíbulas de él empezaban a salivar, y la estancia se inundó del clamor del Liebestod de la selva, pero la astuta niña ni se arredró siquiera al oír la respuesta.



Para comerte mejor.



La niña rompió a reír. Sabía que ella no era comida para nadie. Se le rió en la cara, le arrancó la camisa de un tirón y la echó al fuego, en la ardiente estela de la ropa que ella misma se quitara. Las llamas danzaron como almas en pena en la noche de Walpurgis y los viejos huesos debajo de la cama empezaron a castañetear, pero ella no les prestó atención.



Carnívoro encarnado, sólo la carne inmaculada lo apacigua.



Ella apoyará sobre su regazo la terrible cabeza, le quitará los piojos del pellejo y se los pondrá, quizá, en la boca y los comerá como él se lo ordene, tal como lo haría en una ceremonia nupcial salvaje.



Cesará la borrasca.



Y la borrasca ha cesado dejando las montañas tan azarosamente cubiertas de nieve como si una ciega hubiese arrojado sobre ellas una sábana; las ramas más altas de los pinos del bosque se han enjalbegado, crujientes, henchidas de nieve.



Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas.



Todo silencio, todo quietud.



Medianoche; y el reloj da la hora. Es el día de Navidad, el natalicio de los licántropos, la puerta del solsticio está abierta de par en par; dejad que todos se hundan.



¡Mirad! Ella duerme, dulce y profundamente, en la cama de abuelita, entre las zarpas del tierno lobo.





Angela Carter. La Cámara Sangrienta y otros cuentos.



Angela Olive Carter (Eastbourne (Sussex, 7 de mayo de 1940 - 16 de febrero de 1992) fue una periodista y novelista británica.



Comenzó su carrera literaria a los diecinueve años, trabajando como periodista en el Croydon Advertiser. Un año más tarde contrajo matrimonio con Paul Carter, de quien se divorciaría en 1972. Vivió durante dos años en Tokio. Más tarde viajó por Estados Unidos, Europa y Asia. Estas experiencias tuvieron una gran influencia en sus obras posteriores. En las décadas de 1970 y 1980 trabajó en varias universidades. Murió en 1992 de cáncer.

Nota: no pude encontrar la referencia a los traductores de estos textos, si alguien tiene derechos sobre ellos, por favor informar al redactor del blog.

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