TOM MAVER/ LA IDEA era hundir los pies en la arena caliente cerrar los ojos y desaparecer, dejar sólo los pies como se deja la mirada frente al mar.



En este jardín mantenemos la sana costumbre de pastorear con mansedumbre y pasar el tiempo en compañía de quienes nos gustan, nos encantan, nos emocionan y admiramos.

Desde hace varios días un libro nos ilumina. Aquí compartimos los primeros y los últimos poemas de Yo, la incesante nieve (Huesos de Jibia, 2009)  al que recomendamos devorar suavemente y por completo.

¡Muchas gracias, querido Tom!
 
 
 

 



A LO LARGO de mi vida


construí muchas casas.

De todas me fui, las dejé vacías,

plenas. Entre una y otra fui encontrando

una soledad donde mi alma aprendió

que lo que amamos no tiene protección.



Ninguna de ellas me pertenece.

Para mí, las paredes, los cuartos de baño,

las piezas, responden sólo –ahora lo veo

a la tenue organización de la nada.

¿Cómo dejar intactos los cimientos

de mi errancia,

si todas las puertas están abiertas

para que llegue a cualquier punto

de su encierro?

Pero si no hay adónde ir

en rigor, no podemos ser prisioneros.



Bajo cada techo

pienso con tranquilidad y malicia:

Estos refugios que amparan mi desvarío

no saben hasta dónde podría llegar.









NO HAY un solo lugar de este patio

que yo no haya recorrido

por equivocación o por juego.



El césped está muy desgastado

y cuando llueve me embarro,

y al volver al día siguiente

examino unas huellas que yo no dejé.

Alguien anda detrás de mí,

alguien que da pasos largos y pausados

como los míos, y por lo que veo

siempre sale acompañado

pero preguntándose:

¿De quién serán estas huellas?



::



LA IDEA era hundir los pies en la arena caliente

cerrar los ojos

y desaparecer, dejar sólo los pies

como se deja la mirada

frente al mar.



Se tiene que mantener la atención

suelta entre el pie y la arena,

confundida con el calor que va

perdido y concentrado

en un lugar y en otro

de la sensación

que me exalta y me saca

de la playa donde estoy parado.



:::


SÉ que por algún lugar

no muy lejos de acá

estuvo mi casa.


Quizá no la alcance

nunca más. A lo mejor

ya la pasé sin haberla

reconocido. Pero me consuela

pensar que, aunque sólo

queden un par de vigas

y paredes que apenas

se sostienen, allí había luces

que nunca se apagaban.


Pero no existe más,

por fin lo entiendo.

¿Se habrá volado con el mal


tiempo, o la tierra

se la habrá tragado? No lo sé.



Ahora que llegué al lugar exacto

y ya no está, me doy cuenta:

estoy infinitamente cerca

de lo que me falta


y a la vez, si lo pienso, estoy

más alejado que ninguno

como para volver a perderla.


Por eso, la miro por última vez

hasta que se pierde de vista.

Y sonrío porque en medio de este


páramo, hay algo que me colma

como si, finalmente,

hubiera encontrado mi lugar.










HABLARTE mientras dormís

es lo más parecido que conozco

a escribir un poema.



Sujetada a tu respiración, amagás

con irte, con quedarte.



Es como si no estuvieras del todo

y esa suerte de intermitencia

me va guiando en lo que digo.



Paso la mano por tu cuerpo

y se hunde en el puente

que atraviesa de ayer a hoy

y te pierdo y te sigo en el pasaje.



¿Qué se oye, qué dirección

toma este largo devaneo?



Las frases te acarician el cuerpo,

te tapan y sin querer te olvidan

en su afán de acomodar

el rasgueo de tu respiración

al tono oscuro de mi voz.



¿Qué le hace a uno alargar más

y más la declaración, hasta casi sabotearle

lo poco que tiene que decir

para quedarse revoloteando

alrededor del silencio como

de un fuego que mantiene despierto

al enamorado de las palabras?



¿Qué duración, qué soledad

atraviesa el insomne

con la sospecha de que, quizá, no esté solo

en la inmensa noche?



Es posible que más tarde

llegue de algún lugar

inexistente para mí

y sin terminar de abrir los ojos

estire la mano, diga alguna cosa

y yo, del lado del día,

en medio de la nada, la oiga mansamente.







Suena a celada, a botín

a despojo

la palabra cayendo sin ruido sobre la hoja.



WALTER CASSARA



LAS VOCES que vuelven

si en verdad son voces

respiración acumulada, ecos

creciendo

sin que terminen por fijarse

o que surja una chispa

como un tesoro acarreado desde muy lejos.



Si se fueran, digo, y no volvieran

sólo quedarían filamentos de sonido

algo todavía por decir

que no va a ninguna parte.



Sin embargo vuelven

las escucho, aunque no me hablen

y las escribo

en la oscuridad de esta noche

en silencio, en silencio, en silencio.



(Ese es su fragor, mi encierro locuaz)



¿Cómo saber si son las astillas

de lo que en el mundo se rompe cada día

o si, como lápices sin punta

son inofensivos fracasos

que no dicen nada de sí mismos?



¿Qué estrepitosa o tranquila máquina

podría absorber el furor de esas voces

y devolverlas traducidas?





AL FONDO de lo que quiero decir

hay algo que no se mueve.

El peso de la sed

el temor de morir ahogado

lo hacen apenas parpadear.



¿Será cierto que nunca sintió la lluvia en su lomo

y desconoce la luz de la luna?

¿Es verdad que no puede hablar?



Las redes que buscan sacarlo a flote

vuelven con tejidos que no parecen decir nada,

vacías y llenas al mismo tiempo.



No va a dejarse pescar.

No quiere saber nada con ese entramado

que lo devolvería al mundo

por fin visible y terrible.



Los testimonios alojados en la cavidad de sus ojos

se hundirán más y más

desdeñando las señales de luz

que brillan en los anzuelos.



Sobre la superficie

quedan estas redes de preguntas

que van una y otra vez al fondo

y vuelven con algas y amapolas y pequeñas

embarcaciones apenas entrevistas.

 

 

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