MORI PONSOWY: Le gustaba hablar del tiempo. ¿Pero cómo podía importarme a mí el tiempo cuando sólo me importaba la tormenta -única, descomunal- de mi propio corazón?
MI MADRE HABLA EN MÍ
Le gustaba hablar del tiempo:
del aguacero inesperado
y de cómo barrió las últimas chicharras;
del picaflor que hizo un nido en el jardín
y venía a la cocina a saludar;
de la flor del apamate;
del perfume de los bucares;
de la dirección del viento.
Le gustaba hablar del tiempo.
¿Pero cómo podía importarme a mí el tiempo
cuando sólo me importaba la tormenta
-única, descomunal- de mi propio corazón?
Ante su latir ensimismado, las nubes
no eran nada, ni la presión del aire, ni
la dirección del viento. La meteorología
-toda: su suma de corrientes, frentes atmosféricos,
perturbaciones súbitas- se evaporaba como una gota
de agua bajo el ardor de mi vida
ensimismada.
Le gustaba hablar del tiempo: podar
los rosales; poner la mesa como debe ser.
Y a mí… A mí sus palabras me empujaban
a un cansancio mudo, a un hastío desesperado,
a una impaciencia que me escocía
hasta dejarla hablando sola:
¡huir de ahí!
Como una ostra que se nutre en mareas
de arrogancia, cultivé una perla
de silencio
para las dos. Alguna vez ella intentó acercarse,
estirar los brazos
y acariciarme.
Pero su piel revelaba signos de la vejez.
Yo me erizaba con su tacto: cerraba
mi propia nave y hacía crecer
la perla.
Nunca se me ocurrió que viajábamos
en la misma dirección; que mis palabras
también serían comunes; que también mi piel
se haría vieja. Capa tras capa
de vanidad tornasolada, me enorgullecía
de la perla: era mi grito de batalla.
El grito que me hacía distinta. Distinta
del mundo. Distinta de ella,
que solo sabía hablar
del tiempo.
Hasta que un sábado ya no habló más.
Se levantó de la cama
y cayó con un estruendo. Desde el piso,
sus ojos asustados me miraron.
No había gritado.
Un brazo se le agitaba solo: le golpeaba el rostro,
una y otra vez.
Un coagulo, dijeron los médicos.
Nunca más me ha hablado.
El mundo fue la perla. Mi madre me miraba:
sus ojos húmedos de preguntas
que yo no sabía interpretar.
Entonces empecé a hablarle. Y fueron
ráfagas. Fueron soles. Fueron cúmulos
y vientos planetarios.
Acaricio
sus brazos de piel delgada,
una y otra vez. Le paso los dedos por el pelo.
Estamos juntas.
Un pardal canta al sol del ocaso
en el jardín.
Al final de su vida, mi madre
empieza a hablar
en mí.
Mori Ponsowy, de Cuánto tiempo un día, Editorial Brujas. Colección Fénix.
Mori prenta este libro y su última novela Busco un amigo el miércoles 16 a las 19 hs En Libros del Pasaje, Palermo, CABA.
Un poema hermoso de verdad.
ResponderEliminarsí, hermoso
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