Pasajera en tránsito
El viaje hecho verbo.
Pasajera en tránsito de Cristina Piña (Texto leído en la presentación)
Migrar, es arrancarse de los peligros del sedentarismo. Viajar es la forma ancestral del conocimiento. Estar en viaje nos otorga un vínculo superior con la libertad. El deseo de estar en viaje es inherente al apetito del hombre asentado. ¿Y los pueblos nómades? Al confrontar la cosmogonía de los pueblos nómades con la de los pueblos sedentarios, existe la tentación de entenderlos como pueblos sin rituales o creencias arraigadoras. Sin embargo, sabemos que el viaje, es un rito en sí, tan poderoso que es capaz de suplir toda otra forma de ritual.
Históricamente, en los pueblos sedentarios, los varones han sido considerados trashumantes y a las mujeres nos ha pesado en los hombros la tarea de custodiar la lumbre y el hogar. Pero esto, paradójicamente, está más acentuado aún dentro de los pueblos nómades. Es en ellos, en donde la figura de la mujer custodia del clan se agudiza. Existen relatos que dan cuenta de cómo en el pueblo gitano, la organización interna del nomadismo se basa en que las mujeres deben ser las estimuladoras del viaje, pero la mujer que se hace al camino por cuenta propia es inmediatamente considerada impura y esa decisión puede costarle la muerte. Viajar es, desde siempre para las mujeres, nómades o sedentarias, una ruptura, un acto de rebelión, un tabú.
Aún así, no es lo mismo viajar que ser un pasajero en tránsito. El que está en tránsito y arriba a un destino, no lo hace nunca para quedarse, sino con la intención de reanudar su viaje hacia otro lugar. Por esta particularidad que hace desvanecer al destino mismo, es que los pasajeros en tránsito son seres solitarios.
Aún más, una mujer que está en camino, en viaje de un punto a otro en compañía de una o más personas, no es igual a aquella que está en el camino, la presencia del artículo determinando al sustantivo implica un extraño riesgo, la inquietud de una figura fuera de lugar, mas allá de un hábitat que no le es propio, libre de custodias.
Así, nos adentramos en la primera parte del libro de Cristina con un alto en el camino donde se está en silencio y aparece la mano que escribe desafiando la obstinación del trazo porfiado y marcado por la razón.
En Musa Esquiva, la poeta habla de su particular relación con la escritura y nos dice, de nada sirve la obstinación,/buscar con la mano ardida de pasión y fuego,/retornar,/insistir ante la puerta y reclamarla a gritos/ con premura y dolor. De nada sirve rabiar/ golpear como badajo/.
En el mismo poema, una vez atravesada la batalla que se ha librado entre razón y escritura, aparece la celebración: cuando la mano cae,/ la voz se ha silenciado,/el olvido llegó,/ con pie de bailarina entra,/ se acomoda en el cuarto,/se dispone a cantar.
En un reciente esbozo de arte poética Cristina declara: la poesía surge como una urgencia de escribir impuesta a partir de un ritmo que suena adentro de mí y al que sigo, sin saber exactamente de qué voy a hablar ni qué palabras usaré. En ese sentido, nos dice, es la mano y no la cabeza la que escribe: escribo lo que no sé, dejándome sorprender por lo que se va convirtiendo en palabra a partir del ritmo.
No es la razón la que marca la poesía, como tampoco es la razón la que delinea la experiencia de vivir, lo vivido es lo que emerge de la memoria, lo que se escribe es el canto.
El viaje en bus y el viaje en tren aparecen como “figura indescifrable, emblema fugitivo en la trama del tiempo”. “Como cinta de seda que traza un laberinto de lugares ajenos, lugares propios sostenidos en la precariedad, lo tanto de memoria”.
El recuerdo volcado en una carta a García Sabal, es una forma de traer tanto al amigo del alma, como a poetas amados que en su enumeración afectuosa, van siendo uno a uno invitados al viaje, desde allí, la viajera nos hace saber cuáles son las voces elegidas con las que, probablemente, dialogará en esas noches deshabitadas y silenciosas que el viajero transita fuera de casa y en retraimiento.
Luego de este primer alto en el camino se nos conduce a una puerta, el Mar de las islas. Ahora, conocemos el primer destino, las islas griegas, allí donde el viaje se formuló como el primero de los ritos en sí mismo.
La viajera se aleja de su hogar, y con el sarcasmo propio del que conciente su propia condición, formula sus preguntas para damas prolijas:
Las llaves, el carnet, la lapicera,/ unas pastillas para dormir/ el pasaje y las fotos de su nieto/ todo lo que la pulcra previsión/ acumuló en la valija/ (también casi avergonzada,/ la voluntad de andar).
¿Era en Éfeso, en Delfos, o en Corinto/ donde las mujeres perdían la cordura/ y el Dios/ como un galgo de seda en los olivos,/ las guiaba con su tirso al centro de la orgía?
En la patria de Fidas, vislumbramos a nuestra viajera, ya lejos de casa, el viajero que arriba al primer puerto hace el elogio del regocijo, al fin y al cabo, el primer puerto nos legitima como viajeros.
Se recibe permiso de entrada, se repite la liturgia milenaria que ese particular mar exige y la viajera reivindica su condición, “una mujer de edad mediana, abrazada a una columna/ en los Propileos,/ llorando de historia y maravilla.”
Luego de la fascinación viene la Lengua de las islas, aquí, por primera la viajera pierde su sustancia para intentar materializarse en el lenguaje ajeno, busca palabras nuevas para colocárselas como sortijas, pendientes o cuentas de cristal. Hay, nos dice, un vano cortejo y el reguero de una boca impía en la comba perfecta del idioma.
Se descubre la fatalidad de la voz y su vano irremplazable, desde el abismo de la lengua ajena nunca se vuelve al lenguaje de la patria. Todo suena mal: donde quiso decir mano, se quiebra una flor, en la cresta de la lengua herida.
Podemos construir una presunción y es que de ese mar errabundo, desde ese nadar hacia atrás, desde ese colgarse pendientes en la boca, collares en la palma de las voz, incendiarse en un fuego incesante, que pone a la viajera en situación de mutilación, que la maltrae y revuelca en aguas furiosas, donde el afuera y el lenguaje extranjero se vuelven adversarios, de allí, sola y exclusivamente, se sale a flote con el cuerpo.
Y el cuerpo sale a flote marcado, es un cuerpo de madre, palpable y acariciado, pero también trasteado, un cuerpo de gata que sabe dar a luz la cría, y sabe soportar la partida de la cría.
En esta parte del libro aparecen poemas domésticos, pudorosos e indóciles, escritos en la margen del ombligo, en el cuerpo de la mujer-madre, que atraviesa la tormenta de su femenina condición y relata: Arrancan como la primera vez, empujan hacia espacios que no podemos ver, y nos llevan hacia atrás, hacia delante, en un vértigo de pétalos, que es inútil seguir, que nos deja en el centro feroz del desconcierto.
Estos versos me hicieron pensar que no hay demasiada diferencia entre el hijo otro, el mar otro y el lenguaje otro. Los poemas domésticos y maternales, en los que la viajera parece poner a abrevar el cuerpo castigado por el viaje y la inclemencia del mar del lenguaje ajeno, nos hablan también de mudanzas y de porfías. En el último poema de esta sección, que Cristina llama distracción a lo que en realidad es una gran porfía, nos cuenta: Pone la mesa, distraída, y no advierte, el traspié de la memoria: platos y cubiertos para tres, cuando, desde hace años, solo comen –cada uno en su rincón- ella y el gato.
Y así, después de calentar el cuerpo, después de vitalizar los sentidos, iluminar los ojos en medio del viaje, como forma, supongo, de eludir lo indecible del lenguaje, otra vez el viaje se abre, definitivamente y se adentra, ahora en la penúltima de las batallas. Venimos agónicos, pero reconfortados, quizá la mejor de las maneras de entrar a una verdadera guerra. El Memorial de las batallas, es la próxima parada. Aquí, el poema se instala en la línea de fuego
La voz de una mujer apenada y cuajada en guerra nos asedia. No hay nada debajo de la guerra o si algo hay es un cuerpo de guerra, una dicción de guerra, una mujer que masculla el desconsuelo, está el miedo, no está el cuerpo, no hay recuerdo, hay desvelo, hay espanto que retiene a los que quedaron atrapados, ella sigue regando las plantas y acariciando al gato, cubriendo las sábanas de espliego y de pétalos de flores, para cuando suenen los pasos del amante en el umbral.
La guerra es el infierno, en la guerra el cuerpo se clausura, la memoria es una masa, una fuerza, una violencia enunciativa.
La primera vez que Cris me leyó estos poemas dijo que Memorial de la batalla es un recorrido metafórico de las guerras que nos arrasan. Hizo hincapié en lo metafórico y situó estos poemas afuera, los midió como poemas que nacían de su espanto por lo que allí, en dónde estas guerras tenían lugar, ocurría. Yo no me convencí, pero menos convencida estoy ahora de que la guerra haya tenido lugar en esa frontera lejana. Esta guerra, sufrida en medio del viaje, es una guerra que irrumpe, enferma, amenaza. En la guerra lo que se pierden son los vínculos. Lo que yace son los vínculos.
Y si todo yace, nos queda enfrentar la muerte.
La carta de viaje, tiene su punto de clausura en Llegando a destino donde, los poemas se articulan a partir de la famosa cita de Pavese: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos". En estos poemas la resistencia es lo que configura el poema, y lo vuelve intransigente. Intransigencia que se insufla en el desparpajo y en la desconfianza. Qué otra cosa puede ser la muerte, sino un acotado, despreciable espacio, que nos pide lucidez y prisa para huir de ella. La viajera, adopta un decir vigilante. ¿Pero a quién se le ocurre que la muerte va a venir? Venir es un verbo que conjugamos aquí, en la cámara del miedo, por que en rigor amigos, bajara como un rayo, arrojará la guadaña, saltará a nuestro cuerpo con sus garras. La muerte es una yegua pelada, traicionera, y entonces a quién se le ocurre que llegará con los ojos de nuestro amado.
El viaje termina como debe, nos hemos purgado, hemos librado batallas con la escritura, con la memoria y padecido el ser. Hemos rememorado y convertido en atalaya lo doméstico que dejamos atrás en medio de la guerra. Hemos llevado dentro el mundo que se remueve afuera. El viaje, nos permite entonces, volver a nuestra casa, allí donde la lumbre nos resultará acogedora. Mientras tanto, soportamos la catástrofe de lo perdido, conjuramos la muerte y perdimos pie en lo precario de la experiencia.
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