SARA GALLARDO: Y ese palosanto verde con perfume, duro como piedra, amigo del fuego, que arde mojado. Curen, vengan, sanen, alimenten, sostengan el corazón del Eisejuaz.
El Eisejuaz de Sara Gallardo en un sentido muy preciso fue, es y será la novela más importante que leí. Su lectura y la de La educación sentimental, fueron más que lecturas, estados revelatorios ya que, si bien desde muy niña tenía plena certeza de que sería escritora o por lo menos de que lo intentaría toda la vida, fue en esas lecturas que supe que no podía seguir demorando el pasaje y en los dos casos me puse a escribir de inmediato, urgida. La primera novela que escribí (hubo varios intentos previos, pero esta es la que considero acabada) -aún inédita- fue fruto del impulso desesperado de contestar a Sara Gallardo con un texto que, soñaba entonces, a ella le hubiera gustado leer. Pensaba en su novela como en una extensa carta a la que yo deseaba imperiosamente contestar.
O como dice Brizuela, todos los novelistas suelen recordar una escena de infancia que equivale a su segundo nacimiento. Digamos que Sara Gallardo trajo a mi conciencia ese momento de la infancia que es mi segundo nacimiento y, por lo tanto, produjo el tercero.
Gracias, en gran parte, a Leopoldo Brizuela, los textos de Sara comenzaron a circular, pero todavía hay lectores que no la leyeron y nada saben de su existencia.
Además de Leopoldo mucha otra gente la leyó, se conmovió, la estudió, etc, pero él –en este último tiempo- hizo mucho para que las editoriales la reeditaran y se pudiera acceder a sus textos fuera de la academia y de los amigos. Aquí mi agradecimiento, entonces, a Brizuela.
Para quienes todavía no la leyeron, con la esperanza de que la sorpresa sea grata y el encuentro fértil, aquí algo de Sara Gallardo.
A quienes quieran leerla en una lectura compartida, les recomiendo el taller de Mariana Docampo, que está dando en estos días en Fedro.
http://tallerdescritoras.blogspot.com/2011/03/se-vienen-cuatro-novelas-raras.html
http://tallerdescritoras.blogspot.com/2011/03/se-vienen-cuatro-novelas-raras.html
Además, varios extractos de entrevistas, perfiles, notas sobre la gran Sara que Leopoldo tuvo la generosidad de ceder a la revista Fe de ratas y que se encuentran aquí
Aquí algunos párrafos de Eisejuaz
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Ángel del anta, haceme duro en el agua y en la tierra para aguantar el agua y la tierra. Ángel del tigre, haceme fuerte con la fuerza del fuerte. Ángel del suri, dejame correr y esquivar, y dame la paciencia del macho que cuida la cría. Ángel del sapo rococo, dame corazón frío. Ángel de la corzuela, traeme el miedo. Ángel del chancho, sacame el miedo. Ángel de la abeja, poneme la miel en el dedo. Angel de la charata que no me canse de decir Señor. Diganme. Vengan aquí; prendan sus fuegos aquí; hagan sus casas aquí, en el corazón de Eisejuaz, angeles mensajeros del Señor Angel del tatu, para bajar al fondo, para saber, cuerdo de huesos para aguantar. Angel de la serpiente, silencio. Vengan, díganme, prendan sus fuegos, hagan sus casas, cuelguen sus hamacas en el corazón de Eisejuaz.
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Y ese bueno para pilote cuadrado, para tirantes, lapacho. Y ese fragancioso roble, fraganciosa quina, fragancioso cedro. Ese urundel y ese quebracho que arden, esa mora que no arde. Ese algarrobo que nunca se gasta, que fue cama de carros, que es tablón de camiones, que es petiso, que no pasa de dos hombres. Y ese palosanto verde con perfume, duro como piedra, amigo del fuego, que arde mojado. Curen, vengan, sanen, alimenten, sostengan el corazón del Eisejuaz. Palos, angeles de palos, cada uno con su sabor en la boca del leñador, cada uno con una palabra del Señor.
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Digo al quebracho, al colorado: ¿y ese gusano? Le digo:¿Y ese blanco, ese grueso como el dedo, ese que camina hasta tu corazón? ¿No eras duro como la piedra? He sabido ahora cómo los ángeles mensajeros del Señor vienen con mezcla, enseñan a vivir con mezcla, colorado quebracho. Al año de aserrado vienen a verte del ferrocarril; cuentan ciento y veinte y ocho agujeros del gusano y no te quieren; ciento y veinte y siete s sí te compran. ¿Y no sos duro como la piedra? Con mezcla vienen, enseñan a vivir con mezcla, ángeles, enviados, hijos del Señor que es sólo, quieto, que vive siempre.
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En ese monte sentí también a los mensajeros de los palos. Les he dicho: "Mora buena, que no arde, amarilla, que no calienta la mano, buena para manejar el fuego, buena para cabo de hacha, de martillo, buena para durmiente en las vías del tren. Afata, fría en la mano. Palo blanco, que tiene zámago, que no se pica, que se quiebra, que calienta la mano. Palo amarillo, que no se quiebra, que sí calienta la mano. Díganme como viene con mezcla, viene con nube, viene con sol, el secreto, la palabra secreta del Señor. Guayavil mensajero del Señor, nunca grande, aguantador del viento, espejo de ese lanza blanca. Lanza amarilla huérfano de flor, que no me duela, que no llore, que no diga ¿por qué? Y ese que se hace liviano con el tiempo, ese palo que será poroso, que no pesa, que el sol no raja ese bueno para arzones, para bastos, cazazapallos.
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Aquí un perfil profundo y amoroso de Leopoldo Brizuela sobre Sara
"LA SERIA" EN LOS UMBRALES DEL MISTERIO.
Por Leopoldo Brizuela
Por Leopoldo Brizuela
Sara Gallardo, la admirable autora de Los galgos, los galgos, se inventó historias desde la infancia para superar sus vigilias nocturnas pobladas de amenazas. La naturaleza es en sus libros un espejo, que describe con una mirada poética y precisa, como si se retratara. Su vida y su obra estuvieron marcadas por las luces y las sombras, la exaltación y la angustia.
Todos los novelistas suelen recordar una escena de infancia que equivale a su segundo nacimiento. A la madrugada, cuando el resto de la familia dormía y en la quinta enorme no quedaba más luz que una palmatoria recién abandonada ante la imagen de un santo, Sara velaba luchando contra el asma. Hasta altas horas, su padre -"un periodista e historiador, apasionado por la naturaleza"- o su madre -"una mujer bellísima, católica e increíblemente fantasiosa"- le habían contado historias "de héroes y de mártires". Y ahora ella se contaba a sí misma aventuras parecidas de las que ella misma era protagonista, como si quisiera conjurar la asfixia a fuerza de imaginarse un futuro.
El apellido de Sara era Gallardo, la quinta se llamaba Gallardo y los cuatro hermanos iban a la escuela Angel Gallardo, que llevaba el nombre de su abuelo naturalista: "un mundo pequeño y muy cerrado -diría ella muchos años después-, asentado en la convicción de que la historia de la patria era un asunto familiar, y que el resto del mundo eran ajenos e invasores." El centro de este pequeño mundo familiar era el primogénito Gui, pequeño cantor de ópera, y es improbable que nadie distinguiera a Sara, "larga como un tallarín con el vestido siempre arrugado", de la pandilla que integraba junto con los dos hermanos menores. Pero la bisabuela, a quien naturalmente le atribuían clarividencia porque era la preferida de su padre, el general Mitre, y había estudiado astronomía y a los ochenta años sólo se levantaba de la cama para mirar por el telescopio que había instalado en su terraza; esa anciana, digo, la había bautizado "la Seria" al verla en la cuna. Y en verdad, en los juegos infantiles Sara tenía, más que una seriedad, un pathos que le venía de sus vigilias nocturnas y de sus lecturas voraces: Dickens, Melville, vidas de santos e "historias de la patria". El fin de la infancia complicó aún más las cosas al convertirla en una "chica feísima: un metro ochenta en doce años de edad y aparatos en los dientes", pero que ya no podía pasar desapercibida. Y la pubertad la obligó a pensar en la vida y en el detestado "mundo femenino" que ella, "centauro, gaucho, sheik o a lo sumo Juana de Arco en mis ensoñaciones", no habría elegido nunca para sí.
Por esa época, a principios de los años 40, el padre recibió una herencia y compró un campo en el legendario pago de Libres del Sur. "¿Pero estás loco?", le decían sus amigos. "¡Ese campo está lleno de bañados!" "Compré por el bañado", respondía el padre, en una reivindicación de la pura belleza que nadie comprendió. Desde el primer día Sara Gallardo se acogió en aquel confín como en un templo. Y ella, que se creía esencialmente distinta del resto del mundo, empezó a reconocerse a sí misma en cada junco, en cada garza, en el brillo de las olas del bañado o en las nubes que "improvisaban todas las formas del universo" y aun en las ruinas de un antiguo puesto destruido por el último malón, o en el cañoncito que un día descubrió oxidándose entre el pasto. Eran los materiales con que sus tatarabuelos, los fundadores del "pequeño mundo" y de un proyecto de país hoy amenazado por "invasores", habían formado sus historias, esas historias que Sara escuchaba desde chica y de las que era personaje y continuación. Y poco a poco comprendió que si no quería que este exilio en el confín fuera sólo negación, locura, demencia, debía usar su vieja costumbre de contarse cuentos para contar la historia con una voz nueva, para modificarla. Una voz que consiguiera señalar, en fin, los límites, los umbrales del Misterio.
Entonces comenzó a escribir. Enero , la novela que concibió a los veinte años, escribió a los veintitrés y tuvo escondida varios años más, cuenta la historia de Nefer, una adolescente tan distinta de S. G. como imaginarse pueda. Nefer es la hija adolescente de un puestero de Libres del Sur que, al quedar embarazada y ser obligada a casarse, se descubre entrampada en unas leyes sociales tan injustas y a la vez tan sólidas que ni siquiera le permiten imaginar cómo podría violarlas. Y su propia infelicidad hace obvia cualquier denuncia.
Enero importa por la ruptura radical con la tradición literaria: en su sencillez y su austeridad, en su melancolía y en su falta de énfasis, está tan lejos del criollismo como de la retórica de las crónicas militares, de la parodización "gauchesca" y de las idealizaciones a lo Güiraldes como del patetismo populista. Pero acaso lo más innovador de la novela está en su tratamiento del paisaje. En rigor de verdad, Gallardo no "describe" la llanura: sus elementos aparecen naturalmente en la vivencia de los personajes, su inmenso silencio es el mismo que flota en las entrelíneas, sugiriendo una angustia metafísica de un modo mucho más cercano a la actitud extática, rebelde y recogida de un Juan L. Ortiz que de cualquier otro narrador contemporáneo.
Como sea, por la época de la publicación de Enero , 1958, Sara Gallardo se decía demasiado ocupada "en luchar a brazo partido contra el aislamiento esencial de mi persona" para prestar atención a la repercusión de su obra. Poco tiempo atrás se había casado con Luis Pico Estrada, también escritor, con quien tuvo tres hijos: Delfina, "que vivió poco", Paula y Agustín. La agitada Buenos Aires de aquellos años, a cuya vida social empezaba por fin a integrarse rompiendo el círculo del "pequeño mundo", se refleja en una segunda novela, Pantalones azules (1962), que narra los amores de un adolescente de la oligarquía y filonazi con una chica judía que parte a instalarse en un kibbutz israelí. Sara Gallardo siempre fue demasiado dura con esa novela, acaso porque, más allá de los aciertos parciales de su estilo y de la afirmación de un tono personal ya inconfundible, es en verdad su libro más convencional.
A mediados de la década comienza a trabajar en las revistas del Nuevo Periodismo. Las principales conquistas de Sara Gallardo en el ejercicio del periodismo (una libertad formal nueva, un humor y al mismo tiempo una gran ambición y osadía en la pintura de su clase social) se evidencian ya en Los galgos, los galgos (1968), el libro que la consagra ante el público y que recibe el Premio Municipal de Buenos Aires y el de Necochea. Se trata de la historia de Julián, un joven que hereda un campo y huye a él "a montar un establecimiento rural", para el que no posee ni formación ni voluntad verdadera, y "a vivir casi a escondidas un amor más o menos prohibido". A diferencia de Borges, ese "hidalgo pobre" tan empeñoso en la enumeración de sus ancestros y tan nostálgico de su destino militar, Julián no necesita reivindicar sus antepasados, porque los lleva "en su propia constitución"; por diferente que él mismo se crea, su fracaso también es de ellos y la única salvación de los personajes está en la contemplación de la naturaleza y de su misterio.
Sin embargo, según Sara Gallardo lo sugiere, acaso el mejor regalo del periodismo sean los viajes por toda América latina y en especial, un día que su breve autobiografía señala casi como un tercer nacimiento, un viaje a Salta por pedido propio. Y no a la capital "señorona y notoriamente hispánica" que la recibe llamándola "niña" en la figura jocosa y patriarcal de Manuel J. Castilla, sino más allá, adonde terminan la luz eléctrica y el recorrido de los ómnibus destartalados y el río Bermejo la adentra en el Impenetrable. ¿Pero está loca, Sara?, podrían haberle preguntado. ¿A qué ir allí si no hay más que hay indios? Voy por los indios, podría haber respondido ella. Cuando ya los caminos de su primera obra parecían haberse agotado, iba a buscar al borde de la cultura una lección que le permitiera nombrar todo lo que aún callaba en sí.
Pero ¿qué puede haberle enseñado un indio mataco a aquella mujer porteña en la mitad de la vida? ¿Qué clave le reveló para que de vuelta en Buenos Aires ella escribiera, como en trance, dos libros tan grandes y esplendorosamente americanos como la novela Eisejuaz (1971) y el libro de cuentos El país del humo (1977). Después de un largo trabajo de desprejuicio, Gallardo habrá percibido que las particularidades del habla del indio no eran "errores", como hubieran dicho las academias y los diversos estratos de poder en que éstas se asientan, sino transgresiones voluntarias, violencias infligidas a la lengua castellana, la lengua de los poderosos, para que logre nombrar las cosas que nunca ha nombrado o ha relegado al silencio. Cosas, quizás, que el indio habría podido decir en su lengua aborigen, pero que no podía nombrar "en mataco" si quería comunicarse con "la Seria". Así, aquel nuevo "maestro secreto" le transmitió a Sara la pasión de dejar hablar al salvaje que ella llevaba en sí, aquel que la cultura había mantenido sufriendo a solas y en silencio desde el secreto de sus noches de infancia.
De vuelta en Buenos Aires -corre el año 1969- Sara Gallardo creó a Eisejuaz, un indio del Chaco salteño que emprende un delirante y conmovedor camino hacia la propia santidad. Pero el personaje es ante todo la herramienta para inventar un habla deslumbrante que combina palabras del vocabulario norteño con imágenes y figuras de la poesía de la vanguardia, fragmentos de inspiración bíblica con obvias herencias de Juan Rulfo, Clarice Lispector o Silvina Ocampo, recursos que naturalmente fuerzan hasta desdibujarlas las características tradicionales del género novela. Terminado Eisejuaz, el habla de su personaje "se me pegó como voz propia", y es ese narrador espléndido y rebelde el que cuenta los textos de El país del humo, protagonizados por seres siempre insólitos, marginales y solitarios: desde Claudio Crespi, el linotipista que lee el futuro en las nubes, hasta el simple cantero de césped de una plaza; desde las ratas que huyen de la demolición de la avenida Nueve de Julio hasta las treinta y tres esposas del Cacique Calfucurá; desde el legendario Caballo Que Canta hasta la monja que atiende sin esperanza a la "niña oveja" en una Misión Salesiana y que sólo espera, al llegar al Paraíso, oír "su balido" como gesto de bienvenida.
La belleza, la intensidad, la "gloria del mundo" que exponen ambos libros hacen difícil imaginar lo que ella misma confiesa: "por aquellos años empezaba mi calvario"; una crisis durísima y radical que, a la muerte de su segundo esposo, Héctor A. Murena, sume a Sara Gallardo en un silencio literario casi definitivo, porque cuestiona las propias raíces de su imaginación. Las razones son claras. Más allá del dolor de la pérdida y del cese de un diálogo intelectual muy nutricio para ambos esposos, es obvio que las circunstancias de aquella muerte en cierto modo anunciada (tal como ella misma las expone en el cuento "Un solitario" y en varias entrevistas posteriores) cuestionaron la imagen que Sara Gallardo se había hecho de sí misma desde la propia infancia. Y al mismo tiempo, una mezcla de dolor y frustración le impedía imaginar una vida nueva.
Era la pura tragedia de sentirse tironeada por reclamos opuestos, que no podía desoír y cuya naturaleza benéfica o maléfica no acierta a develar. Si aquella niña había soñado "empuñar la vida, como los héroes y los mártires, para algo más importante que la vida misma" y "se había jugado por el amor", como por la literatura, en estos términos absolutos, la experiencia amorosa le había confirmado "el aislamiento esencial de mi persona", y la había hecho definir también así, como "Un solitario" a la persona con que se sentía "ligada eternamente". Un día, hojeando por casualidad Eisejuaz , leyó una frase y vio en ella un presagio: "un animal solitario se come a sí mismo"; entonces comenzaron sus largos viajes sin destino, símbolos externos, como sugiere Gambaro, de alguien que huía de sí, primero a Córdoba, donde Mujica Lainez la acoge "como una cuneta acoge a un perro apaleado"; luego a Barcelona, con sus tres hijos, una perra galga y el lavarropas. Después a Roma y por fin a un remoto pueblo de Suiza, donde se recluye sola en una cabaña con Sebastián Alvarez Murena, su hijo menor. Desde allí escribe contradictoriamente: "Estoy muy ocupada haciendo todo lo que no hice, aprendiendo todo lo que no sé" y a la vez, "ya viví todo lo que me interesaba vivir". Tiene apenas cincuenta años. Afuera, como en uno de sus cuentos, el viento borra las huellas de sus pasos en la nieve.
Ante el lecho de muerte de Italo Calvino, la narradora Natalia Ginzburg bendecía que su amigo en su delirio creyera ver ciudades invisibles, vizcondes demediados, cartas de tarot. Porque hay justicia en esa fidelidad al propio imaginario, que de pronto se revela secretamente idéntico a la Creación, al universo. Acaso llevada por una intuición idéntica, la escritora Elena Vinelli remarca en un ensayo que, en 1988, durante un inesperado viaje a Buenos Aires y en un ataque de asma, Sara Gallardo "murió en brazos de los suyos". Como si todos los que escriben buscaran, al fin y al cabo, ese abrazo que nos ayuda a soportar la develación del Misterio final.
Pero hoy, ante el Secreto, los textos de Sara Gallardo siguen abrazándonos como la propia memoria de la estirpe humana. Sus cuentos, sus novelas, y esta frase: "Las personas que conocen los sabores de la vida, qué felices aunque sufran. Mi bisabuela era de ésas." Sara Gallardo, "la Seria", también era de ésas.
Todos los novelistas suelen recordar una escena de infancia que equivale a su segundo nacimiento. A la madrugada, cuando el resto de la familia dormía y en la quinta enorme no quedaba más luz que una palmatoria recién abandonada ante la imagen de un santo, Sara velaba luchando contra el asma. Hasta altas horas, su padre -"un periodista e historiador, apasionado por la naturaleza"- o su madre -"una mujer bellísima, católica e increíblemente fantasiosa"- le habían contado historias "de héroes y de mártires". Y ahora ella se contaba a sí misma aventuras parecidas de las que ella misma era protagonista, como si quisiera conjurar la asfixia a fuerza de imaginarse un futuro.
El apellido de Sara era Gallardo, la quinta se llamaba Gallardo y los cuatro hermanos iban a la escuela Angel Gallardo, que llevaba el nombre de su abuelo naturalista: "un mundo pequeño y muy cerrado -diría ella muchos años después-, asentado en la convicción de que la historia de la patria era un asunto familiar, y que el resto del mundo eran ajenos e invasores." El centro de este pequeño mundo familiar era el primogénito Gui, pequeño cantor de ópera, y es improbable que nadie distinguiera a Sara, "larga como un tallarín con el vestido siempre arrugado", de la pandilla que integraba junto con los dos hermanos menores. Pero la bisabuela, a quien naturalmente le atribuían clarividencia porque era la preferida de su padre, el general Mitre, y había estudiado astronomía y a los ochenta años sólo se levantaba de la cama para mirar por el telescopio que había instalado en su terraza; esa anciana, digo, la había bautizado "la Seria" al verla en la cuna. Y en verdad, en los juegos infantiles Sara tenía, más que una seriedad, un pathos que le venía de sus vigilias nocturnas y de sus lecturas voraces: Dickens, Melville, vidas de santos e "historias de la patria". El fin de la infancia complicó aún más las cosas al convertirla en una "chica feísima: un metro ochenta en doce años de edad y aparatos en los dientes", pero que ya no podía pasar desapercibida. Y la pubertad la obligó a pensar en la vida y en el detestado "mundo femenino" que ella, "centauro, gaucho, sheik o a lo sumo Juana de Arco en mis ensoñaciones", no habría elegido nunca para sí.
Por esa época, a principios de los años 40, el padre recibió una herencia y compró un campo en el legendario pago de Libres del Sur. "¿Pero estás loco?", le decían sus amigos. "¡Ese campo está lleno de bañados!" "Compré por el bañado", respondía el padre, en una reivindicación de la pura belleza que nadie comprendió. Desde el primer día Sara Gallardo se acogió en aquel confín como en un templo. Y ella, que se creía esencialmente distinta del resto del mundo, empezó a reconocerse a sí misma en cada junco, en cada garza, en el brillo de las olas del bañado o en las nubes que "improvisaban todas las formas del universo" y aun en las ruinas de un antiguo puesto destruido por el último malón, o en el cañoncito que un día descubrió oxidándose entre el pasto. Eran los materiales con que sus tatarabuelos, los fundadores del "pequeño mundo" y de un proyecto de país hoy amenazado por "invasores", habían formado sus historias, esas historias que Sara escuchaba desde chica y de las que era personaje y continuación. Y poco a poco comprendió que si no quería que este exilio en el confín fuera sólo negación, locura, demencia, debía usar su vieja costumbre de contarse cuentos para contar la historia con una voz nueva, para modificarla. Una voz que consiguiera señalar, en fin, los límites, los umbrales del Misterio.
Entonces comenzó a escribir. Enero , la novela que concibió a los veinte años, escribió a los veintitrés y tuvo escondida varios años más, cuenta la historia de Nefer, una adolescente tan distinta de S. G. como imaginarse pueda. Nefer es la hija adolescente de un puestero de Libres del Sur que, al quedar embarazada y ser obligada a casarse, se descubre entrampada en unas leyes sociales tan injustas y a la vez tan sólidas que ni siquiera le permiten imaginar cómo podría violarlas. Y su propia infelicidad hace obvia cualquier denuncia.
Enero importa por la ruptura radical con la tradición literaria: en su sencillez y su austeridad, en su melancolía y en su falta de énfasis, está tan lejos del criollismo como de la retórica de las crónicas militares, de la parodización "gauchesca" y de las idealizaciones a lo Güiraldes como del patetismo populista. Pero acaso lo más innovador de la novela está en su tratamiento del paisaje. En rigor de verdad, Gallardo no "describe" la llanura: sus elementos aparecen naturalmente en la vivencia de los personajes, su inmenso silencio es el mismo que flota en las entrelíneas, sugiriendo una angustia metafísica de un modo mucho más cercano a la actitud extática, rebelde y recogida de un Juan L. Ortiz que de cualquier otro narrador contemporáneo.
Como sea, por la época de la publicación de Enero , 1958, Sara Gallardo se decía demasiado ocupada "en luchar a brazo partido contra el aislamiento esencial de mi persona" para prestar atención a la repercusión de su obra. Poco tiempo atrás se había casado con Luis Pico Estrada, también escritor, con quien tuvo tres hijos: Delfina, "que vivió poco", Paula y Agustín. La agitada Buenos Aires de aquellos años, a cuya vida social empezaba por fin a integrarse rompiendo el círculo del "pequeño mundo", se refleja en una segunda novela, Pantalones azules (1962), que narra los amores de un adolescente de la oligarquía y filonazi con una chica judía que parte a instalarse en un kibbutz israelí. Sara Gallardo siempre fue demasiado dura con esa novela, acaso porque, más allá de los aciertos parciales de su estilo y de la afirmación de un tono personal ya inconfundible, es en verdad su libro más convencional.
A mediados de la década comienza a trabajar en las revistas del Nuevo Periodismo. Las principales conquistas de Sara Gallardo en el ejercicio del periodismo (una libertad formal nueva, un humor y al mismo tiempo una gran ambición y osadía en la pintura de su clase social) se evidencian ya en Los galgos, los galgos (1968), el libro que la consagra ante el público y que recibe el Premio Municipal de Buenos Aires y el de Necochea. Se trata de la historia de Julián, un joven que hereda un campo y huye a él "a montar un establecimiento rural", para el que no posee ni formación ni voluntad verdadera, y "a vivir casi a escondidas un amor más o menos prohibido". A diferencia de Borges, ese "hidalgo pobre" tan empeñoso en la enumeración de sus ancestros y tan nostálgico de su destino militar, Julián no necesita reivindicar sus antepasados, porque los lleva "en su propia constitución"; por diferente que él mismo se crea, su fracaso también es de ellos y la única salvación de los personajes está en la contemplación de la naturaleza y de su misterio.
Sin embargo, según Sara Gallardo lo sugiere, acaso el mejor regalo del periodismo sean los viajes por toda América latina y en especial, un día que su breve autobiografía señala casi como un tercer nacimiento, un viaje a Salta por pedido propio. Y no a la capital "señorona y notoriamente hispánica" que la recibe llamándola "niña" en la figura jocosa y patriarcal de Manuel J. Castilla, sino más allá, adonde terminan la luz eléctrica y el recorrido de los ómnibus destartalados y el río Bermejo la adentra en el Impenetrable. ¿Pero está loca, Sara?, podrían haberle preguntado. ¿A qué ir allí si no hay más que hay indios? Voy por los indios, podría haber respondido ella. Cuando ya los caminos de su primera obra parecían haberse agotado, iba a buscar al borde de la cultura una lección que le permitiera nombrar todo lo que aún callaba en sí.
Pero ¿qué puede haberle enseñado un indio mataco a aquella mujer porteña en la mitad de la vida? ¿Qué clave le reveló para que de vuelta en Buenos Aires ella escribiera, como en trance, dos libros tan grandes y esplendorosamente americanos como la novela Eisejuaz (1971) y el libro de cuentos El país del humo (1977). Después de un largo trabajo de desprejuicio, Gallardo habrá percibido que las particularidades del habla del indio no eran "errores", como hubieran dicho las academias y los diversos estratos de poder en que éstas se asientan, sino transgresiones voluntarias, violencias infligidas a la lengua castellana, la lengua de los poderosos, para que logre nombrar las cosas que nunca ha nombrado o ha relegado al silencio. Cosas, quizás, que el indio habría podido decir en su lengua aborigen, pero que no podía nombrar "en mataco" si quería comunicarse con "la Seria". Así, aquel nuevo "maestro secreto" le transmitió a Sara la pasión de dejar hablar al salvaje que ella llevaba en sí, aquel que la cultura había mantenido sufriendo a solas y en silencio desde el secreto de sus noches de infancia.
De vuelta en Buenos Aires -corre el año 1969- Sara Gallardo creó a Eisejuaz, un indio del Chaco salteño que emprende un delirante y conmovedor camino hacia la propia santidad. Pero el personaje es ante todo la herramienta para inventar un habla deslumbrante que combina palabras del vocabulario norteño con imágenes y figuras de la poesía de la vanguardia, fragmentos de inspiración bíblica con obvias herencias de Juan Rulfo, Clarice Lispector o Silvina Ocampo, recursos que naturalmente fuerzan hasta desdibujarlas las características tradicionales del género novela. Terminado Eisejuaz, el habla de su personaje "se me pegó como voz propia", y es ese narrador espléndido y rebelde el que cuenta los textos de El país del humo, protagonizados por seres siempre insólitos, marginales y solitarios: desde Claudio Crespi, el linotipista que lee el futuro en las nubes, hasta el simple cantero de césped de una plaza; desde las ratas que huyen de la demolición de la avenida Nueve de Julio hasta las treinta y tres esposas del Cacique Calfucurá; desde el legendario Caballo Que Canta hasta la monja que atiende sin esperanza a la "niña oveja" en una Misión Salesiana y que sólo espera, al llegar al Paraíso, oír "su balido" como gesto de bienvenida.
La belleza, la intensidad, la "gloria del mundo" que exponen ambos libros hacen difícil imaginar lo que ella misma confiesa: "por aquellos años empezaba mi calvario"; una crisis durísima y radical que, a la muerte de su segundo esposo, Héctor A. Murena, sume a Sara Gallardo en un silencio literario casi definitivo, porque cuestiona las propias raíces de su imaginación. Las razones son claras. Más allá del dolor de la pérdida y del cese de un diálogo intelectual muy nutricio para ambos esposos, es obvio que las circunstancias de aquella muerte en cierto modo anunciada (tal como ella misma las expone en el cuento "Un solitario" y en varias entrevistas posteriores) cuestionaron la imagen que Sara Gallardo se había hecho de sí misma desde la propia infancia. Y al mismo tiempo, una mezcla de dolor y frustración le impedía imaginar una vida nueva.
Era la pura tragedia de sentirse tironeada por reclamos opuestos, que no podía desoír y cuya naturaleza benéfica o maléfica no acierta a develar. Si aquella niña había soñado "empuñar la vida, como los héroes y los mártires, para algo más importante que la vida misma" y "se había jugado por el amor", como por la literatura, en estos términos absolutos, la experiencia amorosa le había confirmado "el aislamiento esencial de mi persona", y la había hecho definir también así, como "Un solitario" a la persona con que se sentía "ligada eternamente". Un día, hojeando por casualidad Eisejuaz , leyó una frase y vio en ella un presagio: "un animal solitario se come a sí mismo"; entonces comenzaron sus largos viajes sin destino, símbolos externos, como sugiere Gambaro, de alguien que huía de sí, primero a Córdoba, donde Mujica Lainez la acoge "como una cuneta acoge a un perro apaleado"; luego a Barcelona, con sus tres hijos, una perra galga y el lavarropas. Después a Roma y por fin a un remoto pueblo de Suiza, donde se recluye sola en una cabaña con Sebastián Alvarez Murena, su hijo menor. Desde allí escribe contradictoriamente: "Estoy muy ocupada haciendo todo lo que no hice, aprendiendo todo lo que no sé" y a la vez, "ya viví todo lo que me interesaba vivir". Tiene apenas cincuenta años. Afuera, como en uno de sus cuentos, el viento borra las huellas de sus pasos en la nieve.
Ante el lecho de muerte de Italo Calvino, la narradora Natalia Ginzburg bendecía que su amigo en su delirio creyera ver ciudades invisibles, vizcondes demediados, cartas de tarot. Porque hay justicia en esa fidelidad al propio imaginario, que de pronto se revela secretamente idéntico a la Creación, al universo. Acaso llevada por una intuición idéntica, la escritora Elena Vinelli remarca en un ensayo que, en 1988, durante un inesperado viaje a Buenos Aires y en un ataque de asma, Sara Gallardo "murió en brazos de los suyos". Como si todos los que escriben buscaran, al fin y al cabo, ese abrazo que nos ayuda a soportar la develación del Misterio final.
Pero hoy, ante el Secreto, los textos de Sara Gallardo siguen abrazándonos como la propia memoria de la estirpe humana. Sus cuentos, sus novelas, y esta frase: "Las personas que conocen los sabores de la vida, qué felices aunque sufran. Mi bisabuela era de ésas." Sara Gallardo, "la Seria", también era de ésas.
Por Leopoldo Brizuela para LA NACION - Villa Elisa, 2002.
Y aquí lo que más me gustó de textos que pueden encontrar completos en el link
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María Elena Walsh sobre Enero
No traicionar es un principio aparentemente sencillo pero poco practicado cuando se aborda un tema telúrico. Es doblemente arduo retratar una realidad sin sacrificar la poesía del medio expresivo, sin caer en la crónica seca o el folklorismo espectacular. Digamos que Sara Gallardo no traiciona a la vida ni a la literatura.
Es una novela de amor, no color rosa sino color tierra. El protagonista real es el amor adolescente, fracasado y absurdo. La desesperación de una criatura, su noble desamparo como mujer y como desposeída, están narrados con tal hondura que esta novela tiene un destino de conmover y apasionar, y no puede ser simple ocasión de entretenimiento, a pesar de que rehuye el patetismo y sabe decir lo grave con amenidad.
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Por Luisa Valenzuela
La otra vocación más doméstica la reclama, sin embargo. Hay que preparar la fiesta de cumpleaños de Sebastián. Yo decido dejarla en paz y me largo a caminar por las sierras. Dejo atrás El Paraíso sabiendo que es sólo un nombre y que todo lo que nos rodea, cada hoja, cada piedra, puede ser por esa zona del mundo una muestra más del paraíso. Y camino tratando de no pensar en la escisión de vocaciones, en esa a veces necesidad de acallarlas para cumplir con la vida de todos los días. Hasta que de golpe me topo con el mojón de entrada a otra finca y grabado en la madera dice Los galgos y entonces sé que no es cierto, que no hay separación entre la vida y la literatura, que Sara Gallardo allí en la sierra ocupándose de sus hijos también está escribiendo, por dentro.
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Entrevista Revista La Nación, 11 de septiembre de 1977
…..A las feministas no les gustan las muñequitas de lujo, ni las monerías supuestamente femeninas. Rechazo cierta imagen, o cierto aspecto de lo femenino. Siento horror por la histeria, la crueldad y la coqueterías “femeninas”.
- ¿Qué rasgos femeninos estima?
- Aprecio la hipersensibilidad. La literatura escrita por mujeres necesita de un vigor viril. Ese rigor debe estar al servicio de la hipersensibilidad, como lo está por ejemplo en Virginia Woolf, una autora exenta de afectación.
- ¿Qué rasgos femeninos estima?
- Aprecio la hipersensibilidad. La literatura escrita por mujeres necesita de un vigor viril. Ese rigor debe estar al servicio de la hipersensibilidad, como lo está por ejemplo en Virginia Woolf, una autora exenta de afectación.
….Me gusta lo épico en la vida y la literatura. Demás está decir que una de mis lecturas preferidas es La Ilíada.
…..Hasta cierto punto me atraen esos climas herméticos. Estoy acostumbrada a la soledad desde la niñez. De chica fui asmática. Y un chico asmático vive muchas horas de vigilia nocturna, solo. Entre las 2 y las 5 de la madrugada espera la asfixia, la teme, la combate. Mientras todos duermen el asmático libra una batalla contra la asfixia. Uno tiene un horario propio, el de la enfermedad. Los chicos no sufren tanto como los padres porque pueden pasarse esas horas contándose historias. Ahí debe haber nacido mi vocación literaria.
…..Hasta cierto punto me atraen esos climas herméticos. Estoy acostumbrada a la soledad desde la niñez. De chica fui asmática. Y un chico asmático vive muchas horas de vigilia nocturna, solo. Entre las 2 y las 5 de la madrugada espera la asfixia, la teme, la combate. Mientras todos duermen el asmático libra una batalla contra la asfixia. Uno tiene un horario propio, el de la enfermedad. Los chicos no sufren tanto como los padres porque pueden pasarse esas horas contándose historias. Ahí debe haber nacido mi vocación literaria.
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Por Daniel Pliner
....He librado una batalla permanente, lenta pero implacable, para abatir al personaje que de chica sólo conocía héroes y mártires.
—¿Cómo era aquel personaje?
—Una chica que vivía con la boca abierta. Como ahora. En sueños. En un mundo donde los personajes eran El Último Mohicano, Juana de Arco, los piratas, Los Siete Infantes de Lara. Debe tener que ver con cómo era mi familia.
—¿Cómo eran sus padres?
—Mi madre era una mujer de belleza extraordinaria. De enorme gracia; un personaje increíblemente fantasioso. Mi padre es un historiador. Una vez compró un campo porque tenía muchos bañados. No servían para nada... pero tenían muchos pájaros. Mi abuelo fue el biólogo Ángel Gallardo y de él aprendí que la naturaleza es lo único real.
—¿Qué cree que hubiera pasado si no se dedicaba a combatir a aquel personaje de su infancia?
—Hubiera terminado en la locura.
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Por Esteban Peicovich
….En ese cuarto solía estar enferma casi siempre y eso enseña mucho a un chico. Un chico se enferma porque... la enfermedad es un estado de pecado, es una rebelión. Ese cuerpo no acepta la reencarnación, no sé bien qué es, pero es mala y así la vivía yo. El chico que sufre toma una gran madurez y sufre menos de lo que sufren sus padres al verlo. Tienen reservas fabulosas y una imaginación que da grandes compensaciones. Pues en esta chica, que soy yo, había como una costumbre para sufrir, un estoicismo. Eso de pasarse las madrugadas ahogándose y ese cuidado: padres que regalan libros, que dan mucha bolilla. Estaba eso de no ir al colegio mientras las hermanas se despertaban regañando. Era lo que me distinguía, lo agradable de mi estado.
…Mis juegos eran más bien épicos. Me daba por el centauro. Y con eso de mi enfermedad, papá me leía mucho. La Ilíada la conocí por él. Jugaba con las muñecas, pero me veía a mí como una especie de Juana de Arco. Siempre tuve esa mentalidad y lucho contra ella. Mi tiempo en Córdoba, cuando salí de Buenos Aires, y este tiempo aquí, en Cataluña, digamos que es mi batalla contra Juana de Arco. /Pobre Juana de Arco/. Claro que en el fondo ella siempre gana. Muy bien, estoy en esto de los juegos. Mi bicicleta siempre fue un caballo. Yo peleaba pero me sentía un jeque, un mohicano, un gaucho. Me sentía rechazando lo femenino, que sin embargo me encantaba. Creo que porque era fea.
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Por Griselda Gambaro (Tomado de “Escritos Inocentes”, Editorial Norma)
El 15 de junio (1988) supe la noticia de la muerte de Sara Gallardo. No me decido aún a mirar La rosa en el viento donde en la contratapa hay una fotografía suya tomada en un día de invierno no sé en qué lugar. Encontrarla de nuevo será para otra existencia, de ella y mía. Un ser hermoso, lleno de pudor, buscando algo que seguramente no halló nunca.
….Tengo presente su generosidad con mi novela Ganarse la muerte , que yo le había acercado en Barcelona con cierto temores, sabiendo que recorría caminos tan distintos del mío. Pensaba que la crueldad de esa novela la espantaría. No sucedió así. Me llamó por teléfono al día siguiente y si hablé de generosidad fue porque en esa ocasión ella subrayó mi condición de escritora y comparativamente, injustamente, desestimó la suya. Ella era tan escritora como yo; quizá, por razones que ignoro, desconfiaba de sus aptitudes o la asustaba poseerlas. Tenía como una necesidad de desprenderse que llevaba a lo práctico: cambio de lugares, de países. Regalaba sus cosas y empezaba de nuevo. Usé algunas de sus blusas y camisas, y no usé prendas más extrañas: un traje impermeable de pescador de truchas, un pantalón tirolés, verde, de cuero, con dos flores de nácar. De ella, tengo aún un peligroso juego para chicos, una especie de cañón de resorte que arroja balines y un sacapuntas de hierro, ya sin filo. Otras cosas que heredé, quedaron en Barcelona.
….Tengo presente su generosidad con mi novela Ganarse la muerte , que yo le había acercado en Barcelona con cierto temores, sabiendo que recorría caminos tan distintos del mío. Pensaba que la crueldad de esa novela la espantaría. No sucedió así. Me llamó por teléfono al día siguiente y si hablé de generosidad fue porque en esa ocasión ella subrayó mi condición de escritora y comparativamente, injustamente, desestimó la suya. Ella era tan escritora como yo; quizá, por razones que ignoro, desconfiaba de sus aptitudes o la asustaba poseerlas. Tenía como una necesidad de desprenderse que llevaba a lo práctico: cambio de lugares, de países. Regalaba sus cosas y empezaba de nuevo. Usé algunas de sus blusas y camisas, y no usé prendas más extrañas: un traje impermeable de pescador de truchas, un pantalón tirolés, verde, de cuero, con dos flores de nácar. De ella, tengo aún un peligroso juego para chicos, una especie de cañón de resorte que arroja balines y un sacapuntas de hierro, ya sin filo. Otras cosas que heredé, quedaron en Barcelona.
….Con Sara Gallardo nunca hablamos de nada demasiado importante, nada íntimo, pero su presencia volvía todo más luminoso, y esa luz es la que envuelve y perfila su recuerdo. Aprecié la real dimensión de su literatura mucho más tarde, cuando leí sus cuentos cortos, y Los galgos, los galgos, Eisejuaz.
Mercedes, soy paula Pico Estrada, la hija de Sara. ¡Qué lindísimo homenaje! ¡Gracias!
ResponderEliminarPaula! qué gusto tu visita por este jardín, siempre supe de vos, incluso por amigas comunes. Es una gran felicidad que hayas venido y a tu madre... loas y cánticos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Mercedes
Mercedes, advertido por Paula, tenés a otro hijo de Sara acá. La tuya es la mejor aproximación q haya visto a vida y obra de nuestra madre. ¡Gracias! Adoro los textos que seleccionaste. Tanto, q hasta he pensado alguna vez hacer grabar en piedra aquello de "ángel del anta..." para ponerlo en el jardín. Gracias otra vez por tu acercamiento apasionado, inteligente y sensible a SG.
ResponderEliminarA los dos hijos de Sara que han visitado este jardín, infinitas gracias por la visita, realmente me he quedado feliz de este encuentro. Ojalá algún día nos crucemos por allí y mientras tanto, seguiremos recitando en los jardines y tallando en piedras esos textos iluminados de Sara.
ResponderEliminarAbrazo,
Mercedes