Alicia Genovese: Leer poesía, lo leve, lo grave, lo opaco (Enfrentar, como constantemente hace el poema, los condicionamientos que impone el lenguaje, desordenarlo de manera imprevisible con un habla mezclada)











¿Usted quiere saber, pensar, leer o escribir poesía?
Entonces lea este libro: Leer poesía: Lo leve, lo grave, lo opaco, magníficos ensayos de Alicia Genovese editado en el Fondo de Cultura Económica.
 Aquí va un extracto de la Primera parte “Poesía y modernidad”.

Y yo también, dije o grité, todos los mexicanos
somos más real visceralistas que estridentistas,
pero qué importa, el estridentismo y el realismo
visceral son sólo dos máscaras para llegar a donde
de verdad queremos llegar. ¿Y dónde queremos
llegar?, dijo ella. A la modernidad, Cesárea,
a la pinche modernidad.
Roberto Bol año, Los detectives salvajes.

Los posmodernos tienen razón acerca de la dispersión
–toda reunión contemporánea es politemporal–,
pero se equivocan al conservar el
marco y creer todavía en la exigencia de novedad
continua que reivindicaba el modernismo.
Bruno Latour, Nunca fuimos modernos.

Descolocada frente a las exigencias de la comunicación inmediata donde el lenguaje es instrumento para algo que sucede fuera, la lengua poética, la poesía misma, adquiere apariencia de distracción, de ineficacia. Despreocupada de las preguntas básicas, pero obvias como preguntas, a las que responden los mensajes transmisores de información, la poesía enmudece, apenas responde. Frente a la eficiencia y a la locuacidad de otros lenguajes, la poesía es un zapping hacia otro canal, un corte de ruta frente a una economía comunicacional que exige ciertas reglas de exposición, una dispositio fuera de cuya retórica acosa el fantasma del exilio. Pienso en el qué, el cómo, el dónde, el cuándo y el por qué que exige la noticia periodística para cumplir con el mandato de objetividad; pienso en el formulismo de la jurisprudencia como código saturado de redundancia.
Dice Jean-François Lyotard que la cultura posmoderna tiende a “una ideología de la transparencia comunicacional” y agrega, en relación con la circulación de los saberes: “La sociedad no existe y no progresa más que si los mensajes que circulan son ricos en informaciones y fáciles de decodificar” (p. 18).* Es sobre todo ese facilismo de la decodificación lo que asegura el mantenimiento de la fluidez de los circuitos dentro de la modernidad líquida, tal como la define Zygmunt Bauman. Pero la escritura poética se elabora fuera de esa ilusión de transparencia y fuera también de esa transmisión exacerbada o sobrecargada de datos que pueden generar la ilusión de la captación, la ilusión del conocimiento.
Escribir poesía es negar el lenguaje como maquinaria que se coloca en piloto automático e impide acercarse a la compleja singularidad que plantea la experiencia con lo real. El lugar común, la metáfora congelada por el uso, el formato estrictamente codificado producen un borramiento de lo singular que tiende a tranquilizar la percepción en una secuencia repetitiva.
La poesía desecha, o trabaja como inversión irónica, aquello que actúa normativizando la realidad dentro de casilleros donde el mundo es apenas algo más que lo de siempre. Lo poético exige como registro el descondicionamiento del lenguaje de los usos instrumentales habituales en la comunicación. José Ángel Valente menciona el “descondicionamiento radical de la palabra” como “la vía única que en la escritura lleva a lo poético” y donde se dejan de lado “los condicionamientos del lenguaje de la comunicación” (p. 15). En ese sentido, Umberto Eco, al hacer referencia a la redundancia dentro de los mensajes comunicacionales, reconoce que en ellos la previsibilidad los vuelve triviales.
Su medida positiva, señala Eco, estaría ligada a un “desorden” a una cierta “entropía”, la de lo imprevisible (p. 150). Lo imprevisible, la entropía, se lee inmediatamente, por ejemplo, en el poema vi de Trilce. Dice César Vallejo:
El traje que vestí mañana
no lo ha lavado mi lavandera:
lo lavaba en sus venas otilinas,
en el chorro de su corazón. (p. 88)
Se ha visto en este uso de los tiempos verbales una influencia de las lenguas indígenas de Perú, que es el que produce un desacomodamiento, un afuera del uso habitual del español, en el cual no es aceptado el pasado de “vestí” al lado del adverbio “mañana”, indicador de futuro. Dentro del sentido que crea el poema de Vallejo, el tiempo real queda abolido; se convierte en un tiempo donde el suceso recordado –el tiempo en que su lavandera Otilia lavaba su traje– se repetirá como ausencia en el futuro. Su añoranza de hoy también ocurrirá mañana, y el tiempo “real”, cronológico, se vacía de cambios. Vallejo mezcla los señalamientos temporales y el sentido se abre paso a través de la incongruencia sintáctica respecto de la normativa en lengua española, a través del desorden. El ayer puntual del “vestí” queda suspendido con el “mañana” en un tiempo eterno, el de quien añora.
Enfrentar, como constantemente hace el poema, los condicionamientos que impone el lenguaje, desordenarlo de manera imprevisible con un habla mezclada, como hace Vallejo, implica en parte negarlo. La poesía en su práctica, en su hacer desplazado, recupera el silencio, como si fuese un grado cero de lo dicho, y, a la vez, ese silencio necesita el regreso a un grado cero de la normatividad lingüística. Un vacío creado para encontrar el propio ritmo, la propia sintaxis, la puntuación dentro de la cual respirar y el tono, esa cámara de resonancia de la subjetividad.
En ese silencio, en esa introspección radicalizada, en esa mudez, la inactualidad del discurso poético frente a los otros discursos. Frente a la valoración social de la elocuencia, la poesía acepta la mudez.
Sin necesidad de un desacomodamiento gramatical tan marcado como en Vallejo, la poesía produce desplazamientos incluso en los textos aparentemente más sencillos, centrados en una imagen pegada a lo sensorial, por ejemplo. Dice Matsuo Bashõ en un haiku, ese tipo de composición tradicional japonesa que por su manera de acercamiento a las cosas, al mundo de esas cosas, ha ejercido y sigue aún ejerciendo una influencia inusitada en la poesía moderna:
 ¡Que van a morir!
Nada descubre
El canto de las cigarras.

(p. 43)2
Bashõ contrasta el canto de las cigarras y su destino en tres versos. La mirada sobre el mundo, un mundo animal aquí, devuelve en espejo, aunque de un modo oblicuo, una realidad humana. En el valor otorgado a lo mínimo como punto de observación que ampliado rebota en otras realidades y otras situaciones, así como en la mudez que se despoja de detalles y produce una composición tan escueta, puede leerse uno de los sentidos de este poema.
Dice Yosa Buson en otro haiku:
Oigo la nieve
rompiendo los bambúes.
La noche, negra.

(p. 66)3
En la breve estructura del haiku, Buson traza un intenso contraste entre la nieve y la noche, entre lo blanco y lo negro. Crea una correspondencia interna entre la fuerza natural con su vitalismo ciego y una actitud subjetiva contenida frente a aquello que esa fuerza destruye. Ambos poemas, por su concentración extrema, exigen al lector detenimiento; requieren un tipo de lectura que expanda cada palabra y le dé la textura de objeto, le dé la cualidad que en la composición tiene. Ambos poemas vuelcan al lector hacia la breve sombra de sus palabras, lo empujan hacia su silencio.
La poesía insistentemente se sitúa en el descontrol que generan los discursos transparentes, más allá de esa prolijidad que borra lo ilegible; se sitúa en todo lo que esos discursos dejan fuera y que persiste como lo no dicho, como un silencio que es tachadura de sentido más que ausencia. En esa tachadura, la llaga sobre la que insiste el poema. Frente a la cohesión asociativa que es exigencia de los discursos transparentes, la poesía quiebra y yuxtapone, deja hablar al espacio en blanco. Frente al horror vacui de la explicación y la justificación, la poesía utiliza la elisión, deja que los sentidos se armen con el gesto silencioso de las palabras obviadas. El poema no se preocupa por explicar lo percibido, lo tensa. Al poema no le importa sumergirse en el contrasentido, lo deja vivir dentro de su densidad, dentro de sus antítesis y paradojas.
El poema tiende a relativizar o abolir el tiempo real, el tiempo histórico; valoriza más el presente de su enunciación. En ese presente se establece una nueva relación sujeto-objeto, sucede el lenguaje, la posibilidad de decir, de ver y de construir en parte la realidad. En la brevedad del poema, el sentido literal se abre, en su simbolización, hacia ese otro o esos otros sentidos que lo rondan en su espacio fantasmático. El enunciado del poema construye así su diferencia frente a los enunciados del mundo de la instrumentalidad comunicativa unidireccional.
El discurso poético a través de esa mirada, muchas veces sobre los mismos objetos, sobre los mismos temas, pero siempre tratando de alejarse de preconceptos, posee un enorme poder de negación de lo convencional. Algo que ha sido tomado y profundizado por las vanguardias. Pero el discurso poético no se conforma con ser sólo negatividad y ruptura. En su afirmación verbal y discursiva, la poesía posibilita un posicionamiento del yo, de la subjetividad, restablece relaciones perdidas entre subjetividad y objetividad, reacomoda el mundo con una percepción reactualizada.
La palabra poética, por más radical que sea el descondicionamiento del lenguaje que su autor persiga, no deja de ser comunicante; una comunicación que es resonancia de la lengua instrumentalizada (objetiva) y también, o sobre todo, eco de un ensimismamiento, de un diálogo interno, de un exilio. El arrastre subjetivo del poema, que nada tiene que ver con el uso de una primera persona gramatical o una tercera, ni está reñido con su búsqueda de objetividad, es aquello que el lector diferencia y que marca sus preferencias por uno u otro autor, por uno u otro texto; ese arrastre subjetivo es la resonancia que en la lectura, cuando se produce un encuentro o una empatía, quien lee recibe como deslumbramiento.
Al establecerse una relación entre poesía y modernidad, aparecen por lo menos dos aspectos problemáticos. El primero se centra en esa descolocación, en esa inactualidad del lenguaje poético, frente a una exigencia social de legibilidad y transparencia que tiende a hegemonizar y estandarizar la comunicación humana. La otra problemática se relaciona no sólo con el lenguaje poético, sino con una imprecisa y aletargada concepción de la lírica, identificada con una sentimentalidad confesional carente de sutileza y de conceptualidad.
Un libro de Martine Broda de fines de los años noventa observa el “violento rechazo del lirismo que ha caracterizado en parte a la modernidad” (p. 15). Dentro de la modernidad ubica la doxa crítica que banalizó la lírica en una larga tradición reduccionista y que la circunscribe peyorativa o admirativamente a la expresión de los sentimientos del poeta. Según Broda, en medio de un pensamiento crítico que decretaba la muerte del sujeto y su correlato, la muerte del autor, la vanguardia literaria lanzaba “un verdadero terror contra el lirismo como género subjetivo”.
Broda vuelve entonces a centrar la discusión sobre la lírica ubicando lo que considera su cuestión fundamental: el deseo.
El deseo, dice, “a través del cual accede el sujeto a su carencia de ser fundamental” (p. 27). Aquella doxa crítica instaló, no sólo en Francia, la sospecha sobre la emoción. Sospecha que ha incurrido en la sobrevaloración de una poesía agotada de negatividad y de parodia, y habría que agregar también, situando una realidad más estrictamente local, la sobrevaloración del dictum epocal de un objetivismo que, bajo una legítima defensa de la sobriedad en la emoción, a veces ata un chaleco de fuerza sobre cualquier manifestación subjetiva. Como si la propia selección del campo observado, la propia elección de objetos (dentro de una realidad tan diversa) no fuera en sí misma indicio y presencia identificatoria de una subjetividad. Como si la relación sujeto-objeto pudiese ser simplificada.
El cinismo, la ironía, la parodia, la impersonalidad han actuado como factores presionantes y renovadores de la lírica. Así, el neobarroco y la marginalidad “sucia” de los años noventa reaccionaron contra un lenguaje poético tradicional, contra un sujeto poético estable y artificioso, contra una idea quizás agotada de lo lírico. Colocar nuevamente en el centro de la lírica el deseo, como hace Broda, es también colocar su enigma y a través de él la carencia, la pérdida, la necesidad, aquello que persiste apagado en un mundo de gestos pragmáticos.
Algo de todo esto, sumado a muchos otros datos de política cultural y dinámica de los mercados, hace que la poesía, por más que reciba formales elogios y respeto, no pueda más que esporádicamente acceder a los medios masivos o construir una presencia menos discontinua dentro de un proyecto editorial de mercado. Por más que lo logre, hay algo radicalmente inactual en su discurso que la lleva a tener que hacerse y proyectarse en un margen, a contrapelo de los otros discursos o de lo que ellos tienen de saturación reiterativa, de redundancia, de trivialidad que achata la percepción. El de la poesía es un margen que resiste como discurso la economía de lo mismo. En ese margen crítico ha estado y está su posibilidad de resistencia; en ese margen inactual, su posibilidad de fiesta y de goce.
Obras citadas
Bauman, Zygmunt (2003), Modernidad líquida, México, Fondo de Cultura Económica.
Broda, Martine (2006), El amor al nombre. Ensayo sobre el lirismo y la lírica amorosa, Buenos Aires, Losada.
Eco, Umberto (1992), Obra abierta, Buenos Aires, Planeta-Agostini, Col. Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo.
Cabezas, Antonio (selección, traducción y prólogo) (1994), Jaikus inmortales, Madrid, Hiperión.




Comentarios

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