HUGO GOLA: ¿El paraíso será sólo el olor de la menta? ¿y los ojos perdidos de la vaca? ¿y las orejas del galgo siguiendo el rastro huidizo de la liebre?





De Hugo Gola: un poema precioso y una  conferencia sobre Juan L Ortiz junto con las fotos geniales tomada de acá



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¿Sin conocer
no puede
el ave
cantar?
¿O sí puede el ave?
Cantar no es
sino
un sol
¿Sabe
el ave
de su sol?
¿Sabe versa
sobre
lo que el ave
cantar
no puede?
Pero igual
el ave
canta
sin saber
¿Qué es
entonces
saber?
Si el ave
sin saber
canta
el río
sin saber ríe
el viento
sin saber
filtra
su suave sonido
entre las
ramas
¿sobre qué versa el saber?
¿Sabe
acaso
el ave
de dónde sube
el sonido?
Voz
sonido
silbo
¿sabe el que aprender?
Pájaro luz sonido
vienen
meneándose
rodando
desde la piedra
desde el silencio solapado
tejido púrpura
rodaja azul
cuarzo
cristal
ojo
aire vibrátil
palma
vórtice
torbellino
remolino de espuma
el pájaro
sabe y no
sabe
suspira apenas
y sale
de él
un sol
Sin saber
sabe
Siembra
su luz
¡su lu mi lu!
sin saber
teje
su urdimbre
el bosque
Le paradis n´est pas artificial
pero
¿quién lo logra?
¿Es este sol
el paraíso?
¿es este trino
el bosque
el ave
el paraíso?
¿y luego
agonía?
¿Fue inútil
toda
la ardua
relojería
de los años
el ascenso de siglos
los signos en el metal
borroso
en la piedra
en la semilla
-chispa guardada en la tumba
para alimento del viaje-
¿fue inútil saber?
Si soplas sobre el viento
si agregas al nudo de aire
tu nota
tu no tan limpia nota
tu nota sola
¿sumarás algo al saber?
¿Un flash
y luego
la agonía?
¿El paraíso
será
sólo
el olor de la menta?
¿y los ojos perdidos
de la vaca?
¿y las orejas
del galgo
siguiendo
el rastro
huidizo
de la liebre?
¿y el relincho
del potrillo
cabalgando apenas
por un pájaro negro
¿sólo un relámpago
el paraíso
y luego
la mella inevitable
de una hora
de agonía?
El oscuro
saber
del ave
la naranja
que cae
la hierba
que se
inclina
¿bosquejan acaso el paraíso?
Le paradis n´est pas arificiel
es
real
aunque
fugaz
Cruza
apenas
el aire
como la frágil mano
que atraviesa
la llama
¿y después?
¿una hora de agonía?
Saber versa paradis
paradis saber versa
mellado flash saber
saber relámpago paraíso
El ave
avala
el paraíso
sin saber
y tú
que manipulas
monedas
que degradas
tu ojo
que desquicias
tu lengua
que tanto
discurres y
acumulas
que rentas
ruedas
rumias
que sin descanso
recorres
tierra y mar
para
aumentar
no se sabe qué
¿o se sabe?
no logras
saber
lo que el
ave
sabe
al cantar
Pierde su sitio
y
ya no aprende
el hombre
Sin espacio
no puede
el alma
sin su espacio
no puede
sin su espacio
alma
ni cuerpo
pueden
Mas el ave
no pierde
ni la piedra
pierde
ni pierde
el caballo
ni la abeja
relincho gravedad silbo zumbido
¿sólo tú
pierdes
entonces?

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Con alguna frecuencia hablábamos con Juan L. sobre la muerte. La conversación se iniciaba casi siempre con preguntas que yo le hacía. Con 30 años menos que Juan, ese problema me inquietaba. A él, en cambio, parecía tenerlo sin cuidado, como si ese asunto lo hubiera resuelto de una vez por todas.

Trataba, con mucha cortesía, de transmitirme serenidad. Recuerdo ahora que su respuesta, con ligeras variantes, era siempre la misma: “La muerte es un simple cambio de estado”. La lectura de los poetas y filósofos orientales, tan persistente a lo largo de su vida, probablemente lo habían conducido a esa conclusión. Juan L. se hallaba muy distante de la angustia cristiana ante la muerte. No lo desvelaban ni la perspectiva de un juicio final, en el que no creía, ni el “memento mori” medieval. Aunque imbuido de la tradición occidental, cuyas premisas conocía al detalle, su corazón estaba puesto en el Oriente. Siempre estuvo más cerca de Buda que de Cristo, y en particular de Lao Tsé, aunque no desdeñaba las enseñanzas de Confucio, ni las del budismo zen. Su sensibilidad ante el sufrimiento universal tal vez haya sido anterior a todas aquellas lecturas. Quizá éstas sólo alimentaron un sentimiento que venía desde su infancia. La hermandad con todo lo creado, seres humanos, animales, árboles, y aun el mundo inanimado, seguramente fue estimulada por el pensamiento oriental, pero existían en él como una peculiaridad de su carácter. Su poesía siempre estuvo atenta al dolor y al padecimiento de todo lo viviente.

Un amigo me contó alguna vez cómo fueron los momentos finales de la vida de Juan. Era el año 1978. Argentina estaba gobernada por una Junta Militar, sanguinaria y cruel. Muchos de sus amigos más próximos estaban exiliados. Algunos habían muerto, otros estaban en las cárceles. Juan L. vivió esos años más aislado que nunca. Su situación económica era muy precaria y su salud, desde hacía algún tiempo, iba deteriorándose. Padecía de un enfisema pulmonar, el mal de los fumadores empedernidos, como era Juan L. Debo decir que él no aceptaba pasivamente esa dependencia. Intentó diversas estrategias para reducir el daño del tabaco, aunque con escasos resultados. Él mismo se construyó una boquilla muy larga, con cañas de india delgadas, acopladas unas a otras, de modo de aumentar el recorrido del humo, desde el cigarrillo a los labios, para que al enfriarse causara menos perjuicios. Otra de las estrategias consistía en armar sus propios cigarrillos, delgados también, con poco tabaco, para poder insertarlos en su boquilla. Fumar uno de estos cigarrillos insumía escaso tiempo y tenía entonces la sensación de que fumaba menos, ya que algunos minutos eran requeridos por el armado manual. El cumplimiento del rito a veces lo distraía, y como consecuencia espaciaba un poco más los intervalos. Cuando estaba con amigos Juan L. armaba cigarrillos, muy breves, también para ellos. Todas estas eran formas intencionadas para reducir el uso del tabaco.
 
Me distraje contando esta costumbre de Juan, pero lo que quería referir era lo que me contó un amigo sobre los últimos momentos de su vida. Juan L. tenía ya 82 años y su debilidad era cada día mayor, aunque su apariencia física permanecía casi sin cambios. Con una estatura de aproximadamente 1.70 m. nunca pesó más de 45 kg. Con la edad, lentamente, iba perdiendo algo de su energía, aunque conservara hasta el final su total lucidez.

Se aproximaba a la muerte sin sobresaltos, como si ese cambio de estado debiera hacerse suavemente, sin estridencias ni lamentaciones. Una tarde, me contó este amigo, la última de su vida, compartió todavía una conversación con algunos jóvenes que lo acompañaban. Gerarda, su mujer, algo menor que él, asistió, como siempre solía hacerlo, a esta última charla. En un momento de la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, le dijo: “Ya es hora de acostarte, Juan”. Sin oponer resistencia, esta vez Juan aceptó la orden de Gerarda, saludó a los presentes y se retiró a su cuarto. Se recostó por un momento y luego, haciendo un último esfuerzo, se levantó de su cama para, con la cortesía acostumbrada, despedirse de sus amigos ausentes. “Bueno Paco”, dijo, “bueno Saer, bueno Hugo, bueno Mario…” Luego regresó a su cama y unos minutos después su vida había terminado. Imperceptiblemente cambió de estado; con un último gesto cordial se despidió de la vida, serenamente, como había vivido, como siempre quiso que fuera ese pasaje.

Los viajes de Juan L. a Santa Fe eran bastante frecuentes. Para él constituían un motivo de distracción, para nosotros fueron siempre una fiesta. Aunque a veces pasara sólo unas horas en la ciudad, traía infaltablemente su bolso de plástico azul, muy gastado, repleto de libros, que generosamente distribuía entre nosotros. Solía traer también poemas pasados en limpio, en unas hojas de papel de seda, casi siempre muy arrugadas, que desplegaba dificultosamente ante nuestra avidez. A veces eran poemas todavía en proceso, que igualmente nos leía. En algunas ocasiones estas lecturas se hacían mientras aguardábamos que el asado estuviera a punto. Debo agregar, igualmente, que esas reuniones las hacíamos casi siempre cuando Juan venía, pero no eran éstas las únicas ocasiones en que nos juntábamos. Una buena costumbre que, más espaciadamente, cada uno de nosotros todavía conserva. (Creo que esta es la tradición que más perdura, y aun, quizá, la que más nos ayuda a soportar las inclemencias del mundo). Sentarnos en rueda frente al fuego, charlando, acompañándonos con vinos; recordando, conjeturando. Juan L. está asociado en mí a esa memoria, y a pesar de los años transcurridos, el aura de aquel tiempo no se disipa. Nos gustaba sentirnos acompañados y nos gusta todavía. A veces nos reuníamos en mi casa o en la de Saer en Colastiné, o en la de Mario Medina a pocos pasos de las nuestras, o en la de Raúl Beceyro. Cuando estaba Juan, él era el centro de todas las reuniones. En primer lugar porque a nosotros nos gustaba escucharlo. Él hablaba ininterrumpidamente, sin fatiga. Lo hacía como suelen hacerlo los solitarios, que pasan días sin interlocutor, rumiando sus propios pensamientos, y cuando alguien los escucha, no pueden detener su entusiasmo, hablan y hablan, como si quisieran compensar su largo silencio cotidiano. Así sucedía con Juan. Sus lecturas, sus variados intereses, su preocupación política, la poesía, las polémicas sobre literatura y arte eran sus asuntos preferidos. La resistencia física de Juan L. nos sorprendía a todos. A veces nos turnábamos en la rueda y él continuaba, sin fatiga, con los interlocutores que hubiera, sin decaer nunca. Después de muchas horas, quedábamos exhaustos, pero en posesión de una energía que nos duraba días, y que, luego de algunas semanas, intentábamos renovar viajando, ahora nosotros, a Paraná. Ese rito se repitió durante años. Quizá deba aclarar aquí que esa resistencia de Juan, tan lúcida, tan persistente, se debía en parte al uso de estimulantes que él ingería a diario para diluir su fatiga. En primer lugar el mate. Esta infusión para él era una compañía constante. Aunque el viaje a Santa Fe le insumiera poco tiempo, Juan, casi siempre, traía consigo un termo con agua y los demás implementos de cebar. Hubiera podido omitirlos, ya que en nuestras casas todos teníamos mate, yerba, etcétera, pero daba la sensación de que él se sentía más acompañado, menos solo, acarreándolos, aún para una travesía tan breve.

Mas no era únicamente el mate lo que contribuía a aumentar su resistencia. También utilizaba, con mucha asiduidad, fármacos diversos, en especial anfetaminas. Durante años las utilizó como estímulo para su trabajo, para sus lecturas y para evitar la depresión, como alguna vez me dijo. Es decir que estos estimulantes actuaban a la manera de medicamentos apropiados para mantener su equilibrio y facilitar su concentración. Para él, eran sólo un medio de superar el cansancio y de utilizar mejor su tiempo. ¿Quién podría censurarlo?

Sin embargo, la preocupación constante de Juan L. era alcanzar, viviendo entre los sobresaltos de su tiempo, una cierta serenidad, un equilibrio que él sabía inestable, fugaz, pero, en cuya búsqueda empleaba su mejor energía. Fue ésta, por supuesto, una tarea ardua, ya que Juan no era un sabio chino ni un anacoreta, a pesar de su admiración por ellos. Vivía retirado en una ciudad de provincia pero atento a todo lo que sucedía en su entorno, el inmediato y el distante. Nunca se desentendió de los conflictos del hombre en ninguna latitud. Con los recursos limitados que poseía, estaba al tanto de todo. Leía con cuidado diarios y revistas nacionales y extranjeros que algunos amigos le hacían llegar, y además, se mantenía informado escuchando, por las noches, las transmisiones internacionales, en una radio que tenía un amplio registro de onda corta. Nos sorprendía siempre con un conocimiento detallado y muy puntual sobre conflictos, debates, descubrimientos últimos de la ciencia, discusiones sobre arte contemporáneo, libros recientes, etcétera. En provincia, sí, pero combatiendo con su actitud alerta, los estragos de la mentalidad provinciana. Tal vez debería agregar aquí que esa actitud fue transmitida, sin proponérselo, a sus amigos más jóvenes. Había en ese desvelo una responsabilidad intelectual y una lección moral. Sus lecturas no se limitaban a la poesía o a la literatura. Con frecuencia nos hablaba de libros de antropología, de arqueología, de historia, de psicología. Diría que su avidez, aún en una edad muy avanzada, su curiosidad incesante, fueron un signo muy evidente de su personalidad. Antes aun de los 50 años -pues se había jubilado anticipadamente de su empleo burocrático en el registro civil a los 47- disponía de todo el día para él. Sin embargo, más de una vez le escuché decir que le faltaba tiempo para sus lecturas. Su sueño nocturno fue siempre muy breve. Cuatro o cinco horas diarias eran suficientes. Algunas veces tenía, durante el día, momentos de entresueño. Momentos fugaces, entre lectura y lectura, que le devolvían su energía.
 
En muchas ocasiones hicimos viajes más o menos largos, de varias horas, con Juan L. Esos viajes eran para mí muy tonificantes. Horas enteras en tren o en ómnibus, recorriendo lugares desconocidos, ciudades distantes del norte o del centro del país. Juan, como siempre, llevaba su equipo de mate y su bolso lleno de libros. Conversaciones interminables, en las que yo era, preferentemente, un escucha atento. Juan L. no se cansaba nunca. Más bien era yo quien se agotaba. A veces Juan advertía mi fatiga, entonces, con mucha cortesía, me ofrecía uno de sus estimulantes habituales. Yo al principio los rechazaba por temor a no dormir luego, pero él, previsor, agregaba: “No se preocupe por el sueño, traigo aquí unas pastillas que lo ayudan y lo intensifican, diría. Con 3 o 4 horas de descanso usted se sentirá como nuevo”. Y efectivamente, con tal de no perder nada de su conversación, me sometía a sus consejos a fin de alejar el sueño primero, para intensificarlo luego. No sé muy bien ahora si el resultado fue el anunciado, pero lo cierto es que, al día siguiente, por lo menos Juan estaba tan lúcido y locuaz como siempre. Esta era, ciertamente, su manera normal de vivir. La única diferencia consistía en el escenario. También en su propia casa, salvo que sin interlocutor, procedía de la misma forma: poco sueño, mucha lectura, pero, además, largas caminatas o paseos en bicicleta por las colinas próximas, o por el amplio parque que rodeaba su casa.
Quisiera agregar aquí algo que tiene que ver con su salud y esta forma de vida suya. Cuando Juan L. llegó a los 75 años, es decir alrededor de 1971 o 72, tuvo, por primera vez, un trastorno de salud bastante delicado. De pronto perdió su equilibrio interior, a causa quizá de una falta total de sueño. Noches enteras sin dormir, le provocaron un estado ininterrumpido de ansiedad. Su excitación iba en aumento y la preocupación de sus familiares también. Dos médicos amigos, que conocían a Juan L. desde tiempo atrás, viajaron desde Buenos Aires, a fin de diagnosticar la causa de estas alteraciones. Después de varias entrevistas y de largas conversaciones con el paciente que, en efecto, no tenía otro síntoma que la ansiedad y el desvelo, concluyeron que ese estado era provocado por el uso continuado de estimulantes a lo largo de muchos años. Pero lo que más me llamó la atención fue la comprensión de ambos médicos al recetar su tratamiento. Lo primero que dijeron fue que Juan L. tenía ya más de 75 años y que, no obstante su situación actual, su vida había sido un modelo de trabajo y creación. ¿Quiénes somos nosotros -dijeron- para suprimirle los fármacos causantes de su mal? Sin embargo, ellos debían tratar en ese momento el problema de su paciente. Entonces resolvieron no quitarle los estimulantes sino reducir su dosis para lograr que Juan, gradualmente, recuperara su vida normal. Al poco tiempo su salud mejoró y así siguió, sin abandonar sus hábitos, hasta el final de su vida.

En el año 1970, cuando Juan L. tenía más de 70 años, se publicó, en una edición de la Biblioteca Vigil de Rosario, en tres tomos muy cuidados, toda su poesía escrita hasta entonces. Hacía ya más de diez años que no aparecía ningún libro suyo, aunque su ritmo de producción, en ese tiempo, fuera igual o aun mayor al de siempre. Recuerdo muy bien el día en que con Rubén Naranjo, en representación de la editorial, fuimos hasta su casa de Paraná, para convenir la publicación. Muy sorprendido Juan ante la propuesta me llamó aparte para decirme que cómo iban a solventar los gastos de una edición tan costosa. Yo le contesté que los editores disponían de los medios y que lo único que él debía hacer era reunir todos los poemas escritos hasta ese momento ya que, según me habían dicho, contra esa entrega ellos le pagarían la totalidad de los derechos de autor de una edición de 3.000 ejemplares. Juan L. no podía comprender lo que estaba sucediendo. Él, que durante toda su vida se había costeado las propias ediciones de 300 ejemplares, mediante un mecanismo elemental, se hallaba ahora frente a un ofrecimiento inusitado. La edición insumió mucho tiempo, pero al fin, con el título de En el aura del sauce apareció esta obra, quizá la más sobresaliente escrita en la poesía argentina durante el siglo XX. Tal vez importe apuntar que a pesar de la buena acogida que tuvo esta publicación, no hubo en ese tiempo estudios críticos o ensayos que destacaran la importancia de esta poesía. Más aún habría que señalar que seis años después de la publicación de En el aura del sauce todavía quedaban en la editorial varios cientos de ejemplares. Hacia 1976 la Junta Militar que gobernaba el país intervino la Biblioteca Vigil y una de sus primeras acciones fue quemar, entre otros libros, los de Juan L. Ortiz que estaban en los depósitos de la editorial. Desde entonces, no hubo libros de Juan en las librerías argentinas. Pasaron luego más de veinte años para que con el auspicio de la Universidad Nacional del Litoral, de Santa Fe, se reuniera su obra completa en una excelente edición, muy cuidada, ahora sí, con algunos textos críticos señalando la significación de esta poesía. Ninguna editorial, de las prestigiosas, intentó reeditar nunca una obra que, ya para ese entonces, tenía una presencia única en la poesía argentina.

Alrededor del año 1974, sin pensar siquiera en lo que sucedería luego, la editora de En el aura del sauce, en conocimiento de que Juan L. tenía poemas inéditos posteriores a los tres tomos, le propuso reunirlos en un cuarto tomo. Ante esa perspectiva, Juan L. comenzó a ordenar esos materiales para su publicación. Personalmente pude comprobar que su trabajo de ordenamiento, avanzaba a buen ritmo. No quisiera exagerar si digo que alrededor de 50 ó 60 páginas ya habían sido pasadas en limpio a comienzos de 1975. En mayo de ese año, yo salí del país y no regresé hasta 1986. Perdí, desde entonces, todo vínculo con los amigos que permanecieron allá. Juan L. murió en el año 1978. La última vez que hablé con él fue, en una llamada telefónica que hice desde Londres, el día que Juan cumplió 80 años.

La Biblioteca Vigil, cada vez más hostilizada, vivía momentos difíciles que culminaron en su cierre definitivo. Juan L., más aislado que nunca, sobrevivió como pudo durante ese periodo aciago. El hecho cierto, y muy lamentable, es que esa obra final parece haberse perdido para siempre. En la edición del año 1996 de la Universidad del Litoral, se incluyeron varios poemas que no figuraban en la edición de la Biblioteca, pero estoy seguro de que esos poemas no son sino una pequeña parte de los que escribió en esos años.

A veces pienso que para nosotros, que tuvimos con él una relación prolongada, Juan L. era como uno de los nuestros. Nunca se comportó como un maestro que se reunía con sus discípulos. Fue por su modo de ser un igual entre nosotros, alguien que experimentaba, aún a su edad, las mismas dificultades, los mismos titubeos que los más jóvenes. Aparecía como un aprendiz, que aun al final de su vida corre todos los riesgos y al que también aguarda la posibilidad del fracaso. Nos leía sus poemas con total humildad, explicándonos los pasajes que consideraba oscuros, pues la oscuridad no era para él lo deseable en un poema, aunque a veces, inevitablemente, ésta sobreviniera. En esos casos –lo sabía– no hay explicación que pueda disiparla totalmente. Sucede a veces, no obstante, que esos pasajes oscuros son los que más nos atraen. Así es la poesía. Tal vez sea esa oscuridad la que nos obliga a detenernos, la que nos ayuda a valorar las palabras, a sopesarlas, a no pasar volando sobre un poema, como suele suceder con la prosa. La poesía reclama detenimiento en su materia, y la oscuridad contribuye a veces a desarrollar ese tipo de lectura minuciosa. A pesar de ello Juan insistía en revelarnos la significación de sus imágenes, las referencias objetivas que habían motivado el poema. Mas lo que siempre quedaba vibrando ante nosotros era el torrente de palabras, la musicalidad de su lenguaje, el ritmo de una escritura que nos convocaba y nos hacía compartir una dicha que es, ciertamente, la dicha que proviene de la poesía.

Me gustaría citar aquí –pues me parece oportuno– un párrafo de Eliot donde éste analiza la influencia que Yeats ejercía sobre los jóvenes poetas. Afirma Eliot: “La influencia de la que hablo se debe a la figura del poeta mismo, a la integridad de su pasión por su arte y su oficio que le dio tal impulso para su extraordinario desarrollo”. Juan L., ciertamente, se sentía igual a todos los principiantes porque para él el arte, la poesía, era más importante que el artista. Su figura de poeta también, junto a la intensidad de su pasión, ejerció un indudable magisterio. Las explicaciones que Juan L. solía darnos de su poesía no tenían, creo, la finalidad de reducir a claridad aquello que por su naturaleza era oscuro, tal vez se tratara nada más que de una cortesía hacia el lector. Sabía que a medida que avanzaba en su escritura ésta se hacía más compleja, cosa que él no podía evitar. Quería entregar al lector –a nosotros en ese caso– algunos hilos para que pudiéramos entrar en ese laberinto sin extraviarnos, aunque sabía bien que el poema no transmite, necesariamente, una claridad, a menudo éste encarna una oscuridad que irradia y que uno percibe a pesar de no entender cabalmente.

Alguna vez dije que Juan L. escribió sus poemas al margen de la poesía argentina. Juan José Saer, en el prólogo de una antología publicada en la Universidad del Litoral, sin embargo, parece dudar de su marginalidad. Cuando digo que es extraña al curso de la poesía argentina de su tiempo, me refiero a la que hacían los escritores y poetas de su generación, aquellos que escribieron en la primera mitad del siglo XX., publicaban en los diarios y revistas de circulación nacional y que estaban incluidos en todas las antologías y los catálogos de los editores importantes. Salvo quizá Carlos Mastronardi y alguna otra excepción, ningún escritor de cierto prestigio, escribió sobre la poesía de Ortiz. Aunque su nombre no era desconocido, su omisión fue casi total. Salvo la antología que alrededor del año 1946 publicaron Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, que incluye algún poema suyo, no recuerdo otra que lo hiciera. Cito a Carlos Mastronardi porque fue muy amigo de Juan, escribió lúcidamente sobre él en su libro Memorias de un provinciano y se hizo cargo de la edición de su primer libro. Además, Mastronardi también fue un amigo cercano de Borges. Sin embargo, no logró nunca obtener de éste un juicio favorable sobre la obra de Ortiz. En un libro de entrevistas publicado en 1982 por Fondo de Cultura Económica con el título de Borges el memorioso y del cual es autor el periodista argentino Antonio Carrizo, ante la pregunta de qué pensaba sobre Juan L. Ortiz, aun después de publicarse En el aura del sauce, Borges contestó: “No yo no lo conocí a Ortiz. Yo creí que era una invención de Mastronardi. Pero me dicen que no. Pero yo no he leído nada de él. Y quizá lo he conocido alguna vez, pero no estoy seguro, tampoco ¿Ha muerto?”. En esa misma entrevista hay otra pregunta que quiero mencionar. Se relaciona con Oliverio Girondo. Cuando se le solicita un juicio sobre este poeta, Borges contesta: “Era un individuo muy sonoro para mí. Demasiado seguro de sus opiniones. Tuvo la suerte de casarse con Norah Lange, que ha dejado un libro excelente: Cuadernos de infancia. Tenía mucho más talento que él, desde luego. O que tenía talento y él no.”

Existe asimismo una anécdota que una vez me contó Juan José Saer. Hacia el año 1964 o 65 Borges debía dar una conferencia en Santa Fe. Como el organizador de ese ciclo era el mismo Saer, viajó a Buenos Aires para acompañarlo en su traslado a la ciudad. El trayecto se hizo en tren y dio lugar a una larga conversación entre ellos. En un momento Saer le preguntó qué pensaba de Juan L. Ortiz. Borges contestó que no le gustaba, que hacía una poesía impresionista, muy diluida, en la línea de los simbolistas. Saer respondió que él no compartía ese juicio, y le expuso su opinión sin lograr convencerlo. La conversación derivó luego a muchas otras cuestiones, mientras el tren se desplazaba por la llanura. Saer, que no había olvidado lo dicho por Borges, aprovechó un intervalo de silencio para repetir de memoria un poema, que éste escuchó con atención hasta el final. Al concluir, Borges, interesado y evidentemente atraído por esos versos, preguntó: “¿De quién es el poema? ¿Es suyo? Muy lindo”, dijo. Saer, que seguramente había recordado el poema con una intención precisa, contestó: “No. Es de Juan L. Ortiz”. Borges, me contó Saer, no hizo ningún comentario.

Hay otros hechos que confirman la marginalidad de Juan L. en la poesía argentina. Ninguna de las publicaciones de mayor incidencia en el país, como fue la revista Sur, o los diarios tradicionales, incluyeron nunca poemas suyos, o hicieron crítica de alguno de los libros que Juan editaba personalmente. Debo señalar aquí, sin embargo, algo que tuve accidentalmente oportunidad de leer y que, creo, no es conocido hasta ahora. Me refiero a dos cartas manuscritas de Macedonio Fernández, cuya fecha no recuerdo, pero debieron ser de la década del 40, bastante extensas y detalladas, en donde éste hacía comentarios elogiosos de un libro que Juan le había enviado. Tuve en mi poder esas cartas, luego las devolví a su dueño pero desparecieron como muchos poemas suyos.
Yo creo que la primera publicación importante que se ocupó de Juan L. Ortiz, alrededor del año 50, fue la excelente revista de vanguardia Poesía Buenos Aires, que entonces dirigían Raúl Gustavo Aguirre y Edgar Bayley. Allí no sólo se incluyeron poemas suyos sino también notas y artículos destacando la excepcional importancia de esta poesía.

A partir de entonces algunos poetas jóvenes comenzaron la lectura de su obra y su figura adquirió un lugar significativo. Resultado indirecto fue igualmente un suceso, casi olvidado ya. En el año 1957, Paco Urondo, amigo también de Juan, organizó la Primera Reunión de Arte Contemporáneo en Santa Fe. Pocos meses antes, Paco se había trasladado a esta ciudad y aprovechando sus vínculos con poetas, pintores y músicos de Buenos Aires, promovió esta reunión que tuvo como invitados especiales a Juan L. Ortiz, a Juan Carlos Paz, el músico, y a Drummond de Andrade. La Universidad del Litoral editó luego un libro sobre esa muestra. Podría concluirse que hasta el final de la década del cincuenta, sólo Mastronardi, Poesía Buenos Aires y la Primera Reunión de Arte Contemporáneo de Santa Fe se ocuparon de su obra. Hubo también algunas notas sobre su poesía, escritas por camaradas políticos de Juan como lo fueron Córdoba Iturburu, Héctor Agosti o Raúl González Tuñón, y el mismo Amaro Villanueva, viejo amigo de Juan, con quien durante muchos años, en Gualeguay o en Paraná, mantuvo una relación muy afectuosa, no exenta de rozamientos y discrepancias. Amaro Villanueva era un crítico y ensayista muy original, partidario de una poesía comprometida políticamente que tuvo siempre con Juan L. diferencias de orden estético. Él también escribía poemas, a veces sutiles e ingeniosos, pero su vocación y su ejercicio permanente, era más bien la crítica. Escribió sonetos burlones, algunos en lunfardo, como uno del que sólo recuerdo dos versos: “Ni Ovidio che, te saca tan diquera/ con su arte de yugar en la catrera”.

Hay todavía algunos rasgos de Juan L. que quisiera mencionar, especialmente algo que podría denominarse firmeza y tolerancia. He observado, más de una vez, que estas modalidades no suelen ir juntas. Quien posee firmeza en sus convicciones es en general muy poco tolerante, y en oposición, quienes son tolerantes con las ideas ajenas no poseen ninguna convicción. Mucho menos en el tipo de convicciones que Juan L. tenía, agudamente críticas de la sociedad, de los gobernantes, de las injusticias, de las posiciones estéticas, de las preferencias políticas. Pero en Juan así era. Definía con claridad su modo de pensar con argumentos sólidos, y una amplísima información, pero ante alguien que opinara de modo distinto al suyo, matizaba sus juicios, buscaba coincidencias, acentuaba su cortesía. Y todo ello no con un ánimo de conciliación superficial, sino por un íntimo respeto hacia el otro, por un deseo de comprender mejor posiciones distintas de las suyas. Quiero subrayar que, a pesar de haber pertenecido durante casi toda su vida al Partido Comunista, cuyo dogmatismo y rigidez no necesita comentarios, Juan L. fue siempre un militante crítico, ajeno a toda disciplina autoritaria. No abandonó, ni aun en circunstancias difíciles, su comprensión y tolerancia. No aisló, por ejemplo, a sus amigos separados de las filas del Partido como era la norma. Diría que fue más fiel a la amistad que a las exigencias de la disciplina partidista. Sus críticas eran siempre cuidadosas y muy bien fundadas. Antes que nadie conocía de los asuntos que entonces se discutían con ardor en Francia, en Italia. Como por ejemplo los problemas del realismo, el compromiso del escritor, las relaciones entre arte y vida, etcétera. Nosotros, los más jóvenes, aprendimos a pensar con su pensamiento, beneficiándonos con aquella lucidez. Creo que también aprendimos a relativizar nuestros juicios, a veces todavía demasiado rígidos.

Tal vez esta modalidad suya derivara de su afinidad con el pensamiento libertario, que Juan privilegió siempre. Para referirse a alguien que poseía tolerancia, comprensión, avidez por la cultura y respeto por el otro, solía decir, como un elogio: “Es de la mejor gente. Proviene del anarquismo”.

Hasta su libro La brisa profunda, es decir hasta cerca de los 60 años, sus poemas conservaron una característica semejante. Eran breves, intensos, apegados a experiencias fugaces, a estados de contemplación, de fusión o de éxtasis, generalmente derivados del encuentro con las estaciones, con las variaciones de la luz, con el sufrimiento, el dolor o el desamparo, con el ciclo de los árboles o las mutaciones del río. En La brisa profunda Ortiz escribe por primera vez un poema con otras características. “Gualeguay” (586 versos) introduce una escritura que no desplazará definitivamente a la anterior, pero adelantará cambios formales que perdurarán aun en los poemas breves escritos después de esta experiencia.

El poema extenso tiene una complejidad diferente y reclama otra elaboración. En su escritura, que generalmente no se realiza de una sola vez, sino que se prolonga por días, semanas o meses, se suceden estados diferentes que modifican la materia en proceso. El tema además, desempeña un papel mayor. Suele servir de guía a la escritura y enmarcarla. En el poema lírico breve, el tema es absorbido por el cuerpo del poema, es uno con él, no hay modo de separarlo. ¿Cuál es el tema de este poema de Ungaretti: “M’illumino / d’immenso”?. Pero hay otros aspectos del poema extenso que tal vez sean más decisivos, porque tienen que ver con la organización formal del poema. Éste se construye a menudo sobre tensiones y distensiones. Hay fragmentos que son totalmente narrativos y que, a veces, preparan otros más intensos y ceñidos, que adquieren en el poema una dimensión diferente porque conducen a una plenitud después de una distensión. La expresión “prosaica” en un poema extenso, suele prefigurar el esplendor, lo previene y lo condiciona. La respiración cambia asimismo. Esto sucede porque el equilibrio que el poema intenta se va construyendo con pensamientos, emociones, hechos externos que alteran el tiempo, el ritmo, el modo de ser del poema. Las ideas, que en el poema breve ocupan casi siempre un lugar menor, predominan sobre las sensaciones, las impresiones, la gravitación del instante. En el poema extenso las ideas son algo así como la columna vertebral sobre la que se teje el resto. Si un poema breve de Ortiz pudiera ser representado gráficamente con una línea vertical o con una mancha, el poema extenso demandaría por el contrario una línea horizontal, sinuosa, con subidas y bajadas que reflejaran los momentos de tensión y de distensión en la escritura.
 
La materia del poema breve se define por sonidos, silencios, repeticiones, encantamientos. En “Rosa y dorada”por ejemplo:

Rosa y dorada
la ribera
la ribera rosa y dorada.
y luego

Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura
el alma es un olvido hacia una orilla eterna.

Unos 10 años después del primer poema extenso Ortiz inicia la redacción de su poema mayor “El Gualeguay”. Más de 2600 versos escritos entre los años 1962 y 1976 aunque nunca dio por terminado el poema. Debajo del título, en la edición de En el aura del sauce, dice Fragmento, y al final Continúa. En una entrevista de 1976, refiriéndose al poema expresa: “Otra historia del río, otra parte de la historia del río. Sí, por otra parte. El río, ya se sabe, es el tiempo, como el Gualeguay, que el protagonista, casi más testigo, de tantas cosas de la historia nuestra, a la que ha asistido desde abajo”. Casi es un poema épico, a pesar del constante acento lírico del autor. Algunos podrán ver en él un testimonio personal de la historia de una región de un país, otros, una imagen del tiempo, una visión del hombre en lucha con los elementos, una radiografía de las fuerzas que forjan un destino. Crónica de múltiples sucesos pero también de revelaciones de gran intensidad lírica, como sucede en este pasaje donde una tropilla de caballos cruza el río

Y eran, después, las cabezas que se elevaban hacia un dios
para aspirar el oro que él tejía...
Y eran las cervices y las cruces, luego, en un abatimiento de banderas,
para no sabía él, el río, qué cortesía de guerreros,
momentos antes de herir...
Pero algo, increíblemente, deslizaba sobre los terciopelos
unas culebrillas de urgencia...
Y fueron enseguida cientos de surtidores que estallaban
con una aurora deshecha
mientras las crines, como alas, barrían,
tras los resoplidos que, a su vez, llegaban a concluir
una sola respiración de madreperla...

Y en los minutos siguientes, ascendían la barranca, cerca de los ceibos
una de colas que arrastraban diamantes,
y una de flancos y de lomos todos húmedos de rosa,
en los trescientos “pelos” de fluido...
ascendían estrechándose, y ganaban una rinconada de espinillos
bajo el lila que se iba...
conduciendo el cielo todavía en unos relámpagos de pana,
desplegándose detrás, con las nubes de los soplos,
en un cortejo de comulgantes
o en una guirnalda de comulgantes que subían
en el amarillo de la custodia...
y abriendo, abriendo hacia la melancolía del refugio,
los clarines de la “anunciación”...en tanto que la selva, la selva,
que había sido sólo un bufido en la penumbra,
sobre el trueno de los vasos, alzaba ahora todas sus tuberías a las dianas,
para, ya ella en el “secreto”, perlar enseguida, oficiosamente, sus maitines...

“El Gualeguay” vv 1050 a 1080

Alguna vez he oído decir que Juan L. traducía del chino. Salvo que por traducir se entienda descubrir o adivinar aquello que los ideogramas representan, como solía hacerlo Gaudier Breska, según lo cuenta Ezra Pound en su libro sobre el escultor, nunca he podido confirmar aquel supuesto. Juan L. conocía muy bien el pensamiento chino, así como su poesía, pero había accedido a ellos a través del francés. Ésta era la única lengua que Juan conocía muy bien, aunque con las limitaciones propias de quien aprende solo una lengua extranjera, es decir con dificultades en la pronunciación. A pesar de ello su dominio era tal que pudo traducir en excelentes versiones dos novelas: Las masacres de París de Jean Cassou y Aurelien, en dos tomos, de Louis Aragon. Se conocen más los poemas traducidos del francés por Juan L. y que para nosotros eran casi siempre una verdadera primicia, como aquella “Sonata del claro de luna” del poeta griego Jannis Ritsos. Una traducción, ciertamente del francés, pero con tantos aciertos que, al cotejarla, muchos años después, con una muy buena efectuada directamente del griego y publicada en Poesía y Poética, pude reconocer las virtudes de aquella versión; tengo muy presentes todavía versiones orales que Juan L. solía hacernos de poemas de Mallarmé, de corrido, sin diccionario, sorteando bien las dificultades que, se sabe, plantea siempre el poeta de “Un coup de dés”.

Es posible que el entusiasmo que desde hace ya más de 20 años despierta la personalidad de Juan L. Ortiz, sobre todo entre los poetas jóvenes, se deba por supuesto, a la calidad de su poesía, hoy ciertamente indiscutida, pero también a la dimensión que ésta adquirió a medida que el poeta vivía. Este ascenso y complejidad crecientes tal vez provengan de la total entrega del poeta a su obra, a su concentración en ella y a su trabajo ininterrumpido. Lo prueba sin más, la escritura del largo poema “El Gualeguay”, en el que invirtió más de 15 años. Un poema de esa magnitud reclama la máxima lucidez pero también el dominio de cuestiones históricas, geográficas, botánicas, etc. y una reflexión crítica incesante. Para todo lo cual no bastan el entusiasmo, ni el soplo de la inspiración, ni el impulso de momentos más o menos felices.

Alguna vez le pregunté a Juan L. cómo se había dado esa escritura. Hay, por supuesto, antecedentes que prefiguran esta redacción: el poema “Gualeguay” (que se refiere a la ciudad) o “Las Colinas”, de casi 1000 versos, y otros poemas semejantes, de menor extensión. A la pregunta mía Juan contestó: “El poema se fue haciendo casi solo, sin apresuramiento ni impaciencia. Yo me sentaba por las tardes en el jardincito de adelante y al rato sentía deseos de escribir. Me pasaba lo que le pasa a los pintores. Se recogen en su taller sin propósito alguno y al rato están poniendo un color sobre la tela. Por mucho tiempo a mí me pasó algo parecido.”

Esa reiteración cotidiana, esa repetición de momentos aptos para la escritura, coinciden con algo que pude observar a menudo. Juan L. vivió los últimos años de su vida en un estado de gracia –no lo puedo llamar de otra manera– casi permanente, de máxima concentración o de máxima distracción, como si atendiera sólo a una voz interior que se manifestaba con una especie de ronroneo o murmullo constante. Un proceso en permanente oscilación entre la lucidez y el abandono, distraído pero atento, como digo, no alejándose nunca de aquel estado que fluía sin interrupción. Tal vez ello explique la mayor frecuencia de su escritura en sus años finales, pero más que ello todavía la densificación creciente de su materia verbal. En esta etapa muchos de sus poemas ya no intentan decir nada, simplemente son. Están allí como objetos significativos que aguardan la atenta aproximación del lector. Como digo, no sólo es la extensión lo que cambia sino principalmente la complejidad. Si aproximamos un poema cualquiera de su primer libro El agua y la noche (1924-1932) a uno de La orilla que se abisma, el último libro, por ejemplo, podremos observar las diferencias:

El mundo es un pensamiento
realizado de la luz.
Un pensamiento dichoso. De la beatitud, el mundo
ha brotado. Ha salido del éxtasis, de la dicha,
llenos de sí, esta tarde,
infinita, infinita,
con árboles y con pájaros
de la infancia ¿de qué infancia?
¿de qué sueño de la infancia?
“Tarde”

Y este otro de La orilla que se abisma:

Apenas si el silencio se triza por ahí... por ahí...
y como para unos espíritus...

Y, con todo, es Noviembre,
y ha subido, él hoy...
ha subido quemando, quemando esa su casi palidez,
en surtidores
que, por su parte, lo apuraban
a respirar por las heridas que le abrían, ya, su fin
en una fiebre de flautas...

Sería el amor del éter, pues,
el que se dividiese, cristalinamente, en una manera de transpiración
para poder bajar
a las ramas de “aquí”,
o quizás a su sed misma, aún, en un celeste,
por secarse,
sin una nube?
“Siesta”

El poeta inicial y el poeta del último tiempo, aunque distintos, no difieren sin embargo totalmente. Ambos fueron sensibles al paisaje, al cambio de las estaciones, a las variaciones de la luz, a la mutación de los árboles, al padecimiento de los animales y los hombres, a una cierta confianza en el destino humano. En todo esto no hubo diferencias. Sí las hubo en cambio en su manera de abordar esos asuntos. Como si el poeta hubiera ido ampliando, insensiblemente, su capacidad de resonancia para acceder a más demandas, a otras vibraciones y el poema se hubiera ido ampliando también. Cada intento de esta última etapa implica una búsqueda guiada a fin de aprehender algo que no puede ser capturado definitivamente nunca. En ese período un poema no es ya un objeto verbal que encierra una experiencia única como lo fue en los primeros libros, sino que es una especie de representación, igualmente verbal, de un universo abierto e inagotable, que el poeta se propone conocer y trasvasar en una empresa probablemente desmesurada. Quizá entonces estos poemas nos transmitan una imposibilidad. El mundo, visto en sus detalles es ciertamente infinito, y el poema que intenta ser fiel a esta visión no puede sino desintegrar la vía única abriendo surcos de difícil captación. Una tarea ciclópea que Ortiz emprendió con energía y coraje, tejiendo sus difíciles entramados, como respuesta a tanta realidad.

No he mencionado hasta ahora cuáles fueron las lecturas más frecuentes de Juan. Las más frecuentes, no las únicas, porque como ya dije su avidez era realmente insaciable y la variedad de sus intereses no decreció ni siquiera en la vejez. Tolstoi, Tagore, Gorki, Dostoievsky, Gandhi, Rafael Barret, Barbuse, fueron sus lecturas iniciales, aunque continuó siendo fiel a esos nombres. Luego vinieron otros escritores aún más próximos, Rilke, Proust, Mallarmé, Valèry, Eluard, Aragon, cummings, Pasternak, etcétera, y siempre los poetas chinos. La literatura francesa ocupó un lugar de preferencia en sus lecturas. La española por el contrario, salvo el romancero, los místicos y algún contemporáneo como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, no despertaba en él mayor entusiasmo. Tenía reservas contra el uso del español proveniente de la península. Lo sentía atiborrado de estridencias y de sonoridades puramente exteriores y convencionales. Su preocupación por la lengua era casi la opuesta: reducir la altisonancia, los acentos innecesarios, la música trivial. Hacer que el lenguaje sirviera para el registro de los matices, de los murmullos, de los silencios. Este objetivo, encarnado en su poesía, fue, me parece, uno de los aportes esenciales a la poesía de nuestra lengua. Desde tiempo atrás Ortiz leyó con mucho cuidado todo lo referido a las culturas primitivas, a la poesía y al arte de esos pueblos, y en particular de los indígenas del continente. Tal vez la suma de estas reflexiones y conocimientos le ayudaran a conseguir una musicalidad muy distante de la que proviene de la prosodia tradicional, organizando su tonalidad mediante variaciones tímbricas y acentuales que atendían más a la respiración del poeta que escribe en el momento que escribe. Esta lengua suya además suele beneficiarse con los aportes de una cierta coloquialidad muy controlada. La música de esa poesía, por ser precisamente una “música callada”, suele pasar inadvertida, pero ésta sin embargo actúa por acumulación, otorgando a las palabras una mayor intensidad.

En una entrevista realizada por Jorge Conti en Argentina, Ortiz precisó lo que podríamos llamar su poética. Ante la pregunta de “cómo definiría la función poética del lenguaje” contesta: “Cuando es utilizado de una manera diríamos... (claro, hay que hablar de una manera, en cierto modo religiosa) de ‘iluminación’... Es decir, se carga tanto, pone en función tantas virtualidades fonéticas, conceptuales, rítmicas, que paradójicamente y a la vez se hace transparente y recibe (justamente ahí está la doctrina Zen), por hacerse casi inexistente, recibe, digo, ciertas esencias, ciertas atmósferas, ciertos aires de la realidad que al hombre se le escapa... y que no puede asir”.

Lo que importa no es entonces el uso de una preceptiva anquilosada, ni la práctica de la poesía como un oficio artesanal. Ortiz rechaza esa convención y se arriesga en otra zona. El lenguaje con el cual se construye el poema entra en un proceso de “iluminación”, es decir, se adensa y pone en función sus virtualidades, para poder recibir esencias, atmósferas y aires de la realidad. Su musicalidad desmontaba los artificios acentuales, una costumbre heredada de España.

Mas las mismas horas, luego,
las mismas horas, en el contrapunto primero,
las mismas horas, de su seno, o muy corteses para sí, de la orilla,
las mismas horas fueron juncos, juncos...
Y se hicieron después pajas y espadañas y sagitarias y achiras...
 
“El Gualeguay” vv50-55

Sonidos entretejidos sutilmente, para configurar una armonía nueva hecha de detalles, de variaciones tenues, de sensaciones apenas perceptibles. El lenguaje se comporta de manera casi independiente de su función semántica normal para capturar significaciones indirectas, alusivas, secretas. La palabra es empleada, asimismo, como materialidad, como densidad sonora, en su virtual posibilidad de construir ritmos muy apegados a la respiración del poeta.

Un poema abierto, cada vez más abierto, mientras se desplaza en la superficie blanca de la página, pero sin olvidar nunca que el poema es forma, una forma que debe ser inventada en cada caso, atendiendo a las inflexiones de la materia viva que transporta en el complejo proceso de escritura.

En una nota publicada por la revista XUL, Ortiz dice: “El poeta es un descubridor que pone en funciones todas las potencialidades intelectuales pero una tensión muy especial, en la que esa misma razón –que es patrimonio de todos- está, como diríamos, ardiendo y en otra dimensión que va más allá de la razón. La poesía es vigilia en cuanto es descubrimiento de cierta zona a la que no puede acceder el conocimiento común o racional. Entonces queda ese modo de aprehensión previa, una disposición especial, cierta apertura que está muy bien expresada en la doctrina zen, ese vacío previo para que las cosas del universo, la realidad, impregnen la sensibilidad, o el alma, como quiera llamarse… Y la poesía es también enajenación, éxtasis, sueño, en cuanto tiene que despersonalizarse para poder aprehender eso que es –en cierto modo- inefable. John Keats decía que el poeta estaba siempre perdiéndose, porque al nombrar cualquier cosa de la realidad tenía que identificarse con ella. Por eso a lo largo de la historia de la poesía ha habido como un movimiento pendular entre el éxtasis –como en el misticismo- y la tensión hacia la realidad”.

En un ensayo sobre la poesía de Ortiz dice Carlos Schilling, refiriéndose al uso de la lengua: “Cada una de sus singularidades, de sus anomalías, construyen las etapas de una ejecución múltiple –fonética, sintáctica, semántica– que transformaron la lengua en una lengua muerta. En un rígido latín de misa al lado de una canción infantil”... “Arcaísmos, neologismos, el uso exasperado de las comillas para pulverizar los significados cristalizados en las palabras...” “Así la lengua es atacada en todos sus centros vitales, en todos sus órganos y funciones: queda como embalsamada, como fosilizada, en contraste con el poema. Éste, abusando de los recursos latentes en ella, de su abundancia inexplorada, va mucho más allá y por caminos diferentes, por “desvíos”: no hacia nuevos “significados” más profundos o más verdaderos, sino hacia otros lugares, hacia zonas de distinta densidad, de distinta intensidad, hacia ámbitos cuya permanencia sería sólo un titilar...”

Muchas veces caminábamos con Juan por el parque que estaba sólo a unos pasos de su casa. Eran siempre caminatas muy conversadas, lentas, interrumpidas a cada rato para recordar algún poema, historias, anécdotas, o explicaciones puntuales. Generalmente no había un destino en esas marchas. No íbamos a ningún lugar, sólo íbamos, despreocupados, dejándonos llevar por el placer que esa disponibilidad nos ofrecía. A veces nos sentábamos en algún banco, de aquellos dispuestos frente al río para observar sus imágenes cambiantes, para recibir las sensaciones que provenían de su grandeza o el resplandor que subía desde su cuerpo rojizo. Solíamos hacerlo también para contemplar las variaciones en la vegetación de una isla que vimos formarse en una de las crecientes del río y perdurar, cada vez más estable, saturada de árboles y lianas, siempre verdes, y poblada de pájaros que se refugiaban en su fronda.

Otras veces los paseos eran menos urbanos. Llegábamos hasta las colinas cercanas de la ciudad, ya lejos de los ruidos del tránsito, entregándonos a una viva relación con todo lo circundante. Un verdadero placer hacerlo en la compañía de alguien que conocía el nombre de las florecillas del campo, y el de los pájaros, y el de los árboles. En esos vagabundeos para mí, todo era aprendizaje; por supuesto, sobre literatura siempre, pero también sobre la modalidad y el cambio de las estaciones, el régimen del río, con sus descensos y crecidas, o sobre las costumbres de las aves, o todavía de los infinitos padecimientos que provenían del “junio de crecida”, no sólo para los hombres “corridos por el padre río” sino asimismo para las otras criaturas, indefensas, víctimas también de la furia del agua y su despiadada violencia.
Nos sentábamos algunas veces a la orilla del río, atraídos por sus movimientos, por su color y por su fuerza o por el lento fluir de sus aguas, viendo además cómo cruzaban el cielo bandadas de pájaros, en aquella inmensa extensión vacía. Esos desplazamientos eran habituales en Juan. Él acostumbraba hacerlos igualmente en una bicicleta, muy liviana, con la que se alejaba hacia lugares apartados adonde acudía para leer en calma o para estar simplemente ante un paisaje que amaba y con el que se fundía naturalmente. Aunque aislado en esos lugares recónditos nunca sintió –me lo dijo más de una vez– el peso de la soledad. Su relación con el contorno era tan intensa que rápidamente lograba fundirse sintiéndose como una parte de las colinas, de las hierbas, del cielo, del agua. Su conciencia no lo separaba de esos elementos. Por el contrario le ayudaba a experimentar una vívida fusión. Por eso mismo, quizá, aunque apartado, no padecía su aislamiento. No había para él centro ni orillas. Todo le interesaba en aquella unidad, tan anhelada. El cuerpo, su propio cuerpo, era sólo una partícula de esa sustancia única.

Oh, arder en el amor de la tierra y de sus criaturas, de su criatura,
arder en la nostalgia de la total relación.

Desaparecía la separación física porque en esa disolución se deshacía su individualidad, para fundirse con lo distinto, con aquello que no percibía como opuesto, sino como una variación de lo único. Aquí Juan L. volvía a aproximarse a Lao Tsé, y a continuar su diálogo con Tu Fu, Li Tai Pó, Wang Wei, y lo hacía desde aquel rincón de su provincia, porque para él el tiempo y el espacio tal vez fueran sólo meros accidentes. Lo permanente era aquella totalidad en donde las cosas y los seres transcurrían entrelazados por el vínculo aglutinante del amor.

El paisaje entonces para Juan L. era una parte de sí. No se refería al paisaje como a algo que estaba fuera. En su visión totalizadora nada estaba fuera, o como dice Oscar del Barco: “Mediante círculos que se incluyen unos a otros, sin centro y sin límites, con movimientos sostenidos en la pasividad, la poesía sostiene y es sostenida por un orden que abarca desde la más pequeña partícula de materia hasta la máxima intensidad del espíritu”.

“Habrás de saber tú, que aisladamente nada existe,
pues todo está en todo”.

Pero con el tiempo también su visión del paisaje fue modificándose. Dice, por ejemplo, en un texto recogido por la misma revista XUL: “En ese momento me interesaba en los autores todo lo que me afirmara en el sentido del paisaje. Esa era para mí la piedra de toque de un poeta: el paisaje. Pero hoy no veo en el paisaje, como Sartre dice muy bien, solamente paisaje. Veo, o trato de ver, o lo siento así, todas las dimensiones de lo que trasciende, o de lo que, diríamos así, lo abisma. Es decir la vida secreta por un lado, la vida con las criaturas que lo habitan o componen, sino además con las otras cosas con las que está relacionada, y no solamente con el sentido de las sensaciones.”

Cierro estas páginas evocando una imagen que persiste a pesar del tiempo: Juan L. sentado en su habitación, con la puerta entornada, tanto en invierno como en verano, desde la cual observaba los movimientos incesantes del Paraná, que sucedían a cien metros de su casa. A su costado una mesita alargada que servía de apoyo a una lámpara de pie, al termo, al mate, a los múltiples implementos que usaba para fumar. Las paredes albergaban unos estantes de madera, bastante precarios, con no demasiados libros. Allí estaba siempre, leyendo, sentado o recostado en una especie de sofá cama, alargado también, cubierto con una delgada colchoneta, a veces con una pequeña gatita oscura a la que Juan le permitía toda clase de libertades. Allí recibía a sus amigos, allí escribía. Ese cuarto era igualmente un lugar de trabajo y un lugar de reposo. Un refugio para la soledad. Desde allí indagaba igualmente las variaciones del día y de la luz, y la renovación constante de un paisaje de islas; capturaba imágenes que luego ingresaban palpitantes a la fluidez de sus poemas.

Juan L. había elegido la provincia para vivir y una casa –una habitación– como respaldo seguro, a fin de soportar las acechanzas de un entorno bastante hostil. Neutralizaba esa resistencia con la amistad de algunos jóvenes que peregrinaban hasta su casa para manifestarle su simpatía y admiración, y con un vínculo vivo, como digo, con el paisaje, un verdadero sustento espiritual de todos los días. Con un cuerpo muy frágil transmitía, sin embargo, solidez y confianza. Juan L. se comportaba como un oficiante para quien importaba más el destino del culto –la poesía en este caso– que el papel del intermediario, recordando siempre que la poesía era, acaso sobre todo” intemperie sin fin”. Su palabra suave pero firme, inducía a un compromiso de vida, a una entrega responsable. Nunca consideró la poesía como un privilegio o una evasión. Para él fue siempre un servicio humilde, destinado a instaurar en la tierra el reino del amor.

Sin embargo, a pesar de su aislamiento, de su excentricidad, Juan L. Ortiz constituye una gran fuerza espiritual, de esas que actúan secretamente, pero que se convierten, con el tiempo, en energía impulsora de una literatura, quizá algo semejante a lo que significa Macedonio Fernández para la literatura argentina o Mallarmé para la poesía francesa. Los efectos de una obra como la suya comienzan a percibirse mucho tiempo después. Demandan una asimilación que es casi siempre lenta y que se va filtrando por capilaridad en el cuerpo de las generaciones posteriores.

(Conferencia inaugural - Congreso de Literatura de Santa Fe (2007), cedido especialmente por su autor para Autores de Concordia)

Hugo Gola

Hugo Gola nació en Pilar, provincia de Santa Fe, Argentina en 1927. Cursó estudios en la Universidad Nacional del Litoral graduándose de abogado. Fue profesor de literatura en el Instituto del Profesorado (UNL) y en el Instituto de Cinematografía de Santa Fe (UNL). Desde 1976 reside en México D.F. donde ha llevado a cabo una importante labor de enseñanza y difusión de la poesía moderna y contemporánea. Allí ha dictado cursos de literatura en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad Autónoma de Puebla. Punto culminante de esa dedicación ha sido la creación de las revistas Poesía y Poética (1990-1999) y El poeta y su trabajo (fundada en el año 2000).

En el año 1987 publicó el libro titulado “Jugar con Fuego”, Poemas 1956-1984, que reúne cuatro libros anteriores (UNL). Ese libro se publicó también en Francia en edición bilingüe, en la editorial Arcane 17, en 1989. Es autor, además, de una Antología de literatura para jóvenes (Universidad Iberoamericana, 1984). En l996 publicó el libro titulado “Filtraciones”, y en el 2004 la editorial Fondo de Cultura Económica de México publicó su poesía reunida que incluye la totalidad de su obra bajo el mismo título.

Tradujo del francés y del italiano a varios escritores contemporáneos (Pavese, Valéry, Reverdy, Bachelard y Michaux, entre otros) En 2004 recibió el Premio Konex, de Poesía, por el quinquenio 1999-2003. En 2007 publicó “Prosas”, libro de reflexión sobre el quehacer poético y crítica literaria en Alción Editora, de Córdoba, Argentina







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