BELLATIN el hermoso/ Es de ese modo que regreso a todos los libros una y otra vez. Como si fuera una vuelta constante a un campo sembrado con claveles. Los tallos largos, las hojas verde oscuro. La idea del clavel antes que el clavel en su esencia.
Tiempo de orquídea
Lo que parezco buscar en un texto, como en cualquier manifestación artística a la que me enfrente, es la posibilidad de transitar por un espacio paralelo de la realidad, sometido a reglas propias. Pienso que no sólo en los libros o en el arte se pueden encontrar estas características. Siento que también pueden hallarse en los espacios religiosos, en los cuartos oscuros, en las casas del terror de los campos feriales, y en los estados personales cuando se encuentran exaltados.
Tiempo de rosa
Este ejercicio de desplazarme por espacios alternos hace que no esté seguro de que lea realmente los libros que pretendo leer. Más bien los contemplo, los admiro, husmeo en su interior. Para realizar una mecánica semejante es necesaria la presencia de varios volúmenes al mismo tiempo. De diferentes características además. Recuerdo épocas en las que he estado atrapado en quince libros o más. Esta práctica puede estar motivada por una necesidad de orden personal antes que artística. No pienso, al hacerlo, que semejante manera de leer me pueda servir para luego componer mis propias obras. Aunque si tomo en cuenta el método que utilizo para acercarme a los libros y la forma que tengo de crearlos, me parece que ya el simple hecho de apreciar un libro es una manera de creación.
Tiempo de clavel
Al creer que al encontrarme realizando determinada actividad no estoy buscando nada concreto para mi trabajo, quizá esté encontrando una serie de claves que luego utilizaré, de manera no consciente en la mayoría de los casos. Es de ese modo que regreso a todos los libros una y otra vez. Como si fuera una vuelta constante a un campo sembrado con claveles. Los tallos largos, las hojas verde oscuro. La idea del clavel antes que el clavel en su esencia. Tengo la sensación todo el tiempo de que regreso siempre a todos los libros a los que me he enfrentado. No importa la cantidad de títulos, lo que interesa es descubrir que la escritura no es más que una sola.
Tiempo de trébol
Como todos sabemos, existe una cantidad no medible de libros. Para poner orden en este juego constante en el que me siento participar –apreciando libros antes que leyéndolos–, prefiero hacer evidente la acción consciente de regresar, una y otra vez, sólo a los textos sagrados. La Torá, el Antiguo Testamento y el Sagrado Corán -el trébol ausente-son mis obras de referencia, principalmente porque a partir de ellas puedo formular mucho más fácilmente la idea de que los libros son infinitos, hasta los más elementales, infinito el espacio que separa una letra de otra.
Tiempo de cartucho
Ese infinito entre una letra y otra hace posible que no existan obras proscritas, ni autores a los cuales tema enfrentar por diversas causas, y menos porque puedan producir interferencia con mi propio trabajo. Todas y ninguna de las obras tienen que ver con los libros que vaya a escribir. Y no solamente considero que mi trabajo está compuesto por todos y por ningún libro en particular, sino además por las experiencias que haya podido tener no sólo con relación a las demás artes sino a todas mis vidas posibles.
Tiempo de azucena
Al considerar la escritura, entre otras cosas, como un arte más, es difícil lograr la separación que pueda establecerse frente a las otras disciplinas. En todo caso, si jugara a que la literatura se pueda apartar de las demás artes, lo que busco en ellas es la forma con la que cuentan para estructurar narraciones. Lo que aprendo de ellas es su forma de construcción. Eso no lo busco ni en la realidad, ni en los sueños que acostumbro experimentar, ni en la remembranza de un estado divino que me acompaña la mayor parte del tiempo. Aquellos estados que no pertenecen al plano de lo artístico se mantienen invariables a pesar de las circunstancias. Como una azucena después de haberse encontrado sometida a la lluvia.
Tiempo de amapola
La manera en que es posible crear distintas realidades en medio de tanta realidad es algo que nunca ha dejado de admirarme. Para lograr una mirada semejante –más bien cercana a la admiración- es preciso que me acerque a las obras sin tener una idea precisa de quién las ha creado. Tal vez sea por ese motivo que no reconozca a ningún autor en concreto que haya influido en mi manera de ver la literatura, de leer las novelas, de apreciar el teatro, de ver una fotografía, de colocar el cuerpo frente a una representación teatral. Algunas obras extremas sí, pero no sus autores. De alguna manera pretendo establecer un sistema para apreciar las obras, de todo tipo, como si fueran autónomas. Como si hubieran salido de la nada. Inducidas por alguna infusión de amapolas. Producto de una suerte de milagros.
Tiempo de magnolia –como si fuese un príncipe-
Y, por supuesto, si considero los sucesos artísticos como algo sobrenatural no cuento, mejor dicho, sería imposible tener algo semejante, con una lógica que me permitiera apreciarlos. Trato por eso de no establecer planes de lectura, guiones de obras que debo apreciar, intento que las circunstancias se encarguen de mostrarme los campos, las enramadas, los paisajes cultivados.
Tiempo de pasionaria –como si fuese sábado-
Mientras hago una obra -o cuando no leo o no aprecio distintas obras- todo da la impresión de ir apareciendo según las circunstancias. La única verdad posible sea quizá el azar y el interés que me puedan generar, en determinado momento, determinados trabajos o ciertos instrumentos de ejecución. Es posiblemente por esa razón que casi nunca me encuentro en la capacidad de establecer que estoy realizando algo en particular.
Tiempo de crisantemo –como si fuese lógico-
Cada uno de los libros es un aspecto de un libro que vengo redactando desde que era niño, basado en la forma de aquellos catecismos de tapas duras y blancas que llevaban un crisantemo atrapado entre sus páginas. El primero tomó forma a los diez años de edad. Trataba de los perros que conocía. De mi visión de ellos. Creo que ahora sigo en la búsqueda de algo similar. De establecer una cierta mirada de las cosas. La practico ahora con una cámara de fotos que cuando salió al mercado, cuarenta años atrás, fue pensada como un juguete.
Tiempo de geranio –como si fuese pájaro-
La cámara de fotos es exactamente igual a la que me regalaron mis padres cuando cumplí los siete años de edad. Era en ese tiempo tan complicada de manejar –lo sigue siendo- que no queda registro de ninguna foto ejecutada en ese entonces. Dejo ahora que las imágenes resultantes con una cámara semejante –muestra predilección por los rojos y los azules- sean las que guíen la escritura de mis nuevos libros.
Tiempo de jacinto –como si fuese música-
En el trabajo que realizo actualmente mi interés está en descubrir las posibilidades creativas que me puede otorgar una cámara no la palabra escrita de manera tradicional. Encuentro esta pequeña caja de plástico llena de subterfugios, de trucos a ejecutar, de secretos que debo ir develando mientras busco las imágenes que el propio aparato va marcando. Pero me he enfrentado, más bien me vengo enfrentando, a un desafío que nunca me planteó la palabra escrita. Como para hacer una foto se cuenta con un instrumento –no sólo uno pues aparte de la cámara está el rollo, el papel del revelado, el equipo de ampliación, la destreza de los operadores- se trata de una ruta que ofrece varias opciones, ninguna de las cuales se presenta clara ni definitiva. El escritor sólo puede llegar a lo que su capacidad le permita. De allí su afán de hacer pasar como propuesta una imposibilidad.
Tiempo de petunia –como si fuese náufrago-
Durante estos últimos tiempos, en más de una oportunidad he sufrido una serie de accidentes por caminar, por mirar la vida, a través del visor de la cámara, esperando que aparezca por ese cuadrado de plástico una realidad adecuada a mis expectativas. Después de revelar los rollos elijo determinadas imágenes, que colocadas un poco al azar son las que van ordenando la narración. La supuesta investigación literaria –necesaria para algunos escritores- en este caso se enmarca dentro de los claroscuros de una caja cerrada premunida de un obturador.
Tiempo de tulipán –como si fuese tráfico-
El borrador del texto sólo pueden serlo las fotos desechadas, las hojas de contacto marcadas para indicar dónde debe haber una ampliación, las primeras impresiones que, una vez seleccionadas, serán colocadas de cierta forma para obtener determinado efecto. Y el tiempo de los borradores siempre es infinito. Perdido en el horizonte como un campo de tulipanes.
Tiempo de ave del paraíso –como si fuese público-
Entiendo el apuro de algunos escritores por avanzar rápidamente, esto sucede generalmente en los autores que recién comienzan, pero en literatura estos momentos previos a la conclusión de una obra, no creo que tengan realmente principio ni fin, ni que puedan medirse de acuerdo a criterios tradicionales. Posiblemente el trabajo a realizar sea dar la impresión de que desde un principio la obra que se tiene al frente fue escrita de la manera como se la está leyendo.
Tiempo de siempreviva –como si fuese alcohólico-
Ofrecer la sensación de que el autor cuenta con todas las posibilidades posibles de creación y de entre muchas escoge la que está ofreciendo a la lectura.
Tiempo de gladiolo –como si fuese el máximo-
En mis libros a veces descubro que entre una línea y otra, seguida y continua, existen muchos años de diferencia. Una infinidad de tiempo entre cuando una y otra fueron concebidas. Es imposible por eso –por utilizar el procedimiento de ir armando textos, libros, a partir de fragmentos escritos en diferentes momentos y por distintas motivaciones- que tenga conocimiento de la trama de mis obras antes de comenzar a construir un proyecto.
Tiempo de dalia –como si fuese tímido-
Antes de emprender una nueva escritura me coloco en una situación que podría denominar como de alerta flotante. Trato de estar atento al rumor del texto, a las reglas que pueden derivarse de su esencia, lo dejo desarrollarse para que sea a partir de sus manifestaciones surjan sus verdaderas posibilidades. Me convierto en momentos así en una suerte de autor-lector, en una mixtura bastante particular que hace posible que el ansia del lector por abordar un texto sea la que haga posible que la obra se construya. Y como, de alguna manera, el rol que se supone le corresponde a un autor queda en manos de un lector exigente e insatisfecho es imposible también establecer alguna diferencia en quién es el que realmente escribe.
Tiempo de camelia –como si fuese lágrimas-
Cuando las operaciones de escritura presentan estas características deja muchas veces de importar el resultado. Si es cuento, novela o cualquiera de las etiquetas con las que se busca estandarizar lo literario. Se vuelve fundamental el ejercicio de escritura como tal por encima de otras consideraciones. El hecho de ver aparecer una letra, luego otra, después la palabra completa. Un ejercicio casi físico, cuyo goce está presente ya desde la posibilidad de ir admirando cómo una página va dejando de ser un espacio vacío. Un placer que aparece desde no se sabe dónde y cuyo destino se ignora también, pero que en el camino va dejando una serie de obras dispersas que, curiosamente, a pesar de su aparente desarticulación forman un todo.
Tiempo de santarosa –como si fuese flácido-
Recuerdo la ocasión en que en un hospital para ancianos una interna esperaba la visita anual de sus familiares sólo con el fin de recibir un ramo de camelias, que colocaba encima del televisor de la sala principal de la institución.
Tiempo de gardenia –como si fuese último-
Pero, a pesar de que en muchas ocasiones los libros no son más que fragmentos esparcidos en el tiempo y en el espacio, siempre busco que contengan en sí mismos una precisión extrema. Trato de que sean lo menos subjetivos posible. Realizo para lograrlo un arduo trabajo de corrección del pequeño rasgo, de la seña que aparece, por lo que generalmente me encuentro con pequeñas piezas pulidas con las cuales, de cuando en cuando, construyo las obras.
Tiempo de astromelia –como si fuese máquina-
Es tal vez una más de esas piezas lo que trate de conseguir ahora con las imágenes fotográficas que obtengo una detrás de otra. Dejar diminutas figuras cerradas en sí mismas, obedientes de una manera casi obsesiva a sus propios principios, para en algún momento, cuando sienta que llega el momento de estructurar una obra, por ejemplo, contar con los puntos esenciales en los cuales se sostendrá la narración. Gracias a esta comprobación sospecho que existe un tiempo entre la obtención de la esencia de los textos, por llamarlo de algún modo, y su realización en forma de libro. Un tiempo que muchas veces se hace eterno, inconmensurable, lleno de fisuras y subterfugios, tiempo en el cual la realidad es el mayor enemigo. Una realidad cotidiana que muchas veces logra, con su saturación de acontecimientos, velar por completo el sentido de la vida.
::::::
De "Condición de las flores", Entropía, 2008
Comentarios
Publicar un comentario