JR WILCOCK/ de este lado vivía una loca, del otro un niño, y se hablaban de una orilla a otra. Léelo, eso es un relato de amor puro si hay algo puro en el amor. Hablaban de plantas y de hurones.







8. No digo ven conmigo, digo llévame.

No digo ven conmigo, digo llévame.
¿Delante de un Santo o una Madonna, quién
diría: "ven, vamos a Túnez"?
Y si la imagen saliera a dar una vuelta,
¿quién no quisiera acompañarla, quién?
A treinta metros veo muy bien,
quisiera seguirte siempre a treinta metros,
y a veces, cerca de un río o una fuente,
acercarme a tanta irradiación,
si duermes, si reposas, si sonríes,
para después en la noche refugiarme en lo oscuro
y descubrir que brillo por mí mismo
y que sobre el grabador
con tu voz registrada en la cinta
se condensan apariencias luminosas
que en otro tiempo se llamaban ángeles,
formas suspendidas, espíritus aprendices
que de ti quieren en aquellos raros parajes
aprender pureza y ternura,
recato, verdad y otras artes angelicales
jamás vistas juntas, ni en aquellos lugares ni otros
o cómo se rinde una nación
bajando los párpados, simplemente.

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24. Dos casas tenían por límite un arroyo

Dos casas tenían por límite un arroyo,
de este lado vivía una loca, del otro un niño,
y se hablaban de una orilla a otra.
Léelo, eso es un relato de amor puro
si hay algo puro en el amor.
Hablaban de plantas y de hurones.


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31. Ahora estoy completamente solo

Ahora estoy completamente solo,
ahora que llenas mi universo,
este alegre universo en expansión
con galaxias, cefeidas, supernovas,
y tu detrás de cada grado del espacio,
que una palabra tuya contrae
y concentra en tu sola persona
de nuevo como un astro en pulsaciones:
no tengo más amigos, no tengo más interés por nada,
estoy aquí estudiando tu cosmografía,
tus emisiones de radio, tus sizigias,
más exactamente tu boca y tus ojos,
más exactamente aquello que está en el fondo de los ojos,
y todavía más exactamente, a ti.


J.R. Wilcock, Italienisches Liederbuch (Ed. Huesos de jibia).



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El país de Juan Rodolfo Wilcock
A veinticinco años de la muerte del gran escritor, el talentoso fotógrafo Pepe Fernández, uno de los personajes más extraordinarios del ambiente franco-argentino en París, traza en esta entrevista un retrato notable del autor de Paseo sentimental y El ingeniero. Cuenta la amistad que lo unió a él y recuerda el clima de camaradería juvenil del grupo que ambos integraban con Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y María Elena Walsh. Además, se reproducen cartas del poeta a su amigo.
Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION - París, 2003


10 de abril de 1954. "Sos la persona que más envidio en todo menos en las facultades intelectuales y no obstante te empeñás en contarme sucesos y más sucesos que más envidia me inspiran, hasta el punto de que por culpa de tus cartas que serán recopiladas como las Tentaciones de San Antonio he decidido volverme a Buenos Aires por lo menos para ir a ver unas películas viejas muy entretenidas o simplemente para ver lo que hacen los demás. Por desgracia no puede ser mañana, pero alguna vez pronto será porque yo sé que cuando tengo ganas de hacer algo que depende de mi persistencia soy muy persistente. Te recomiendo que no insistas en la ridiculez de querer venir a Europa, no sé a qué, salvo a ganar dinero, pero no hay que ser tan mercenario, y apreciar en cambio los progresos de su propia patria." La carta está firmada: J.

Johnny, o Juan Rodolfo Wilcock, se la mandaba desde Londres a su joven amigo José María Fernández, universalmente conocido como Pepe desde que María Elena Walsh le dedicó la "Zamba para Pepe" cuando, en 1963, y desoyendo a Wilcock, el pianista y fotógrafo cometió nomás la ridiculez de instalarse en París.

Cuando yo misma llegué a esa ciudad en 1978, Pepe Fernández se había convertido en un personaje tan mítico de la vida argentino-parisiense que cumplí con el obligado ritual de llamarlo. Si algo no esperaba, era que ese mito del éxodo cultural me contestara en el teléfono como ahogando un sollozo : "¡Alicia! ¡No sabés cómo estás de unida a mi vida!" Mi silencio perplejo lo movió a agregar: "Cerrá los ojos y pensá en quién fue tu profesor de piano cuando vos tenías cinco años".
Cerré los ojos y vi, al final del corredor del edificio de departamentos donde pasé mi infancia, en el barrio de Flores, a un muchacho muy alto que me esperaba de pie ante la puerta. "Era yo -rió Pepe, entre cuyas virtudes se cuentan sin asomo de duda las facultades intelectuales negadas por su amigo para divertirse a sus expensas, pero no precisamente la elevada estatura-. Yo tenía quince años y me moría de miedo porque fuiste mi primera alumnita." Tiempo después me enteré de que, por ese mismo corredor de la casa de la calle Ramón Falcón, habría podido tropezarme con esa otra leyenda llamada Wilcock.

Corría el año 1944. El poeta tenía entonces veintiséis años. Había conocido a Pepe y a su hermana Nela en la puerta del Colón. Se había invitado él mismo a comer a casa de los padres de sus jóvenes amigos, no sin prevenirles: "Si hay un solo objeto de mal gusto en su casa no los veo más". Al entrar había ido directamente a la cocina y, destapando una olla, había declarado: "No me gusta". "En la esquina hay un restaurant -había contestado la madre de Pepe-. Vaya a comer allí y vuelva a tomar el café con nosotros." Fue suficiente para que se estableciera entre este artista refinado -huérfano de padre y madre, que vivía en la calle Montes de Oca con su abuela suiza y su tío inglés- y este grupo familiar, capaz de comprenderlo gracias a su sentido del humor, una amistad basada en la risa. Los recuerdos de Pepe incluyen infinitas, infantiles, nerviosas, quizás desesperadas carcajadas, la mayor parte de las cuales estallaba en el puerto, cuando alguien perpetuaba esa costumbre de irse, tan argentina.

La mujer misteriosa

Wilcock se convirtió en el maestro del jovencito ávido de lecturas y de música. Para ese momento el poeta había publicado ya Libro de poemas y canciones , Ensayos de poesía lírica y Persecución de las musas menores . Además había fundado dos revistas literarias mensuales, Verde memoria y Disco . La mitología, hasta ese entonces desconocida para Pepe que no imaginaba volverse él mismo un ser mitológico, poblaba muchos de los poemas de Wilcock: "Verte como Artemisa en la espesura/ de Latmos contemplaba la hermosura/ de su amante dormido, o a tu lado/ igual que Prometeo encadenado/ permanecer hasta que un nuevo dios/ me devuelva el sonido de tu voz".

La fotografía que Pepe Fernández conserva preciosamente en su departamento de la rue Dufour muestra a un hombre de rasgos delicados y expresión secreta. En efecto, Wilcock no consideraba necesario detallar su historia; relatar, por ejemplo, que había estudiado en Suiza junto a ese joven rey de Siam que terminó por suicidarse, o que se había recibido de ingeniero con medalla de oro. En cambio de sus amigos hablaba mucho: de Borges, de Bioy Casares y de Silvina Ocampo, con los que se encontraba cada noche. Al cabo de cierto tiempo, el quinceañero Pepe fue introducido en el círculo mágico. "Johnny había traducido La trágica historia del Doctor Fausto de Christopher Marlowe, que el director del Teatro del Pueblo, Leónidas Barletta, ponía en escena -me dijo-. Fuimos a un ensayo con Silvina, Borges y Bioy Casares. Silvina estaba envuelta en un abrigo de piel de tigre con el gran cuello levantado. Tenía unos cuarenta y cinco años y me miraba sonriendo apenas, intimidada. Ojos azules, verdes, pardos..." ¿La exquisita poeta a la que en ese entonces se llamaba "la mujer más misteriosa de Buenos Aires", intimidada ante un chico? Sí, teniendo en cuenta la agudeza del chico, y su propia timidez. Años más tarde, en Inglaterra, Silvina, que hablaba un inglés perfecto, tenía dificultades en hacerse entender porque la voz le temblaba.

La amistad entre Wilcock y el chico dio los mejores frutos. El poeta le dedicó a Pepe algunos poemas como "La espera sentimental" ("ya sé que no vendrás, y vanamente/ te espero en la inclemencia del relente"). Años después, en uno de sus regresos a Buenos Aires, Pepe Fernández fotografió el banco de la Plaza Flores donde el amigo ya muerto lo había esperado creyendo equivocadamente que no vendría. "Suerte que llegué tarde -me confió sonriendo-, porque gracias a mi demora nació el poema."

La mudanza de la familia de Pepe a una casa más grande en Ramos Mejía, con magnolias, palos borrachos y eucaliptus, permitió que los domingos se reuniera un grupo de jóvenes artistas y escritores, como María Elena Walsh, Héctor Bianciotti, Ernesto Schoo, Alberto Greco, Sara Reboul, Roberto Sulés, Horacio Verbitsky, en torno a un Wilcock tiránico que, dice Pepe, "rara vez les dirigía la palabra pero que brillaba como un astro por su talento, su fama, su insolencia". Wilcock necesitaba verlos pero también necesitaba lo contrario. Como dirá en un poema, "suavemente/ no quiero ver a nadie". Para lograr el absoluto de la suavidad se compró un terreno en campo abierto, pasando Mariano Acosta, donde plantó papas y lentejas. La propiedad incluía una casita de madera y techo de cinc, que carecía de baño, de cocina y de electricidad y a la que Wilcock bautizó "La sombra". Su vecino, que vivía a cien metros, iba aún más lejos en su busca de lo umbrío: se había excavado bajo tierra una cueva cuya entrada estaba disimulada con ramas secas. Era un austríaco que no hablaba español. Wilcock y Pepe lo encontraron muy simpático. Años más tarde, en París, Pepe se preguntó si el vecino encuevado no habría sido un refugiado nazi: alguien que necesitaba ásperamente no ver a nadie.

Gracias al actor Roberto Aulés, Pepe conoció en esos años a la actriz Nené Pugliese, mujer redonda y de estruendosas carcajadas con la que de inmediato hicieron migas y a la que presentó a Wilcock. Nené cayó bajo la fascinación del poeta y se convirtió en su amiga, su compañera, su víctima risueña. Tiempo más tarde, en esa misma carta ya citada, Wilcock le escribe a Pepe: "Como sabrás, Elsa (por Elsa Secreto, otro miembro del grupo) trabaja de buzo en el mar Tirreno al sur de Italia rescatando los restos de dos aviones ingleses Comet de pasajeros a chorro caídos hace poco al agua... y por su parte Nené esquila. No sé exactamente dónde esquila pero algo tiene que ver con los rebaños del Vaticano. [...] Su suerte no sé por qué me da risa". Ella, dice Pepe, también se reía mucho con Wilcock diciendo que era un ángel. Un ángel al que en "La sombra", mientras él traducía a Kafka, a Evelyn Waugh, a Ben Jonson, a Dino Buzzatti, a T. S. Eliot, ella le cocinaba sobre un brasero al aire libre, amparada bajo un paraguas en caso de lluvia.

En 1951, Wilcock viajó a Europa con Silvina y Bioy. "Llevaba un enorme y pesado abrigo de cuero que en los viajes en auto colocaba a su lado y al que llamaban `El tercer hombre´, por el filme de Carol Reed", cuenta Pepe. Supongo que lo contaban tercero descontando a Silvina. En realidad la imagen que evoca la historia es la de un doble de Wilcock, suerte de versión sobretodo de aquella cueva del vecino.

Dos años después, Londres. En el puerto, una mujer sola miraba desde lejos el alboroto de amigos que habían ido en alegre montón a despedir a Wilcock. Era Silvina. Pepe la trajo de la mano para presentarla a los otros. Ella temblaba. Cuando el barco partió, Silvina le dijo : "No me dejes sola, ahora que Wilcock se fue".

Meses después los que partían eran Nené con Elsa Secreto y Alfredo Novelli. "Parecían gitanos -dice Pepe-, con sus exhaustas valijas recuperadas entre parientes y amigos y sus canastas por donde se escapaba el mango de alguna cacerola, porque Johnny había escrito que no tenía bastantes y eran más baratas en Buenos Aires." Esta vez a Silvina no le costó ningún esfuerzo acaparar al solitario Pepe : "Con ella vivíamos para reírnos, igual que con él". A veces lo hacía llamar de urgencia a lo de la fotógrafa Grete Stern que vivía cerca de lo de Pepe en Ramos Mejía (los lectores de cierta edad recordarán que conseguir teléfono podía llevar años). El mensaje era : "Que Pepe venga rápido porque pasó algo muy grave". Cuando el muchacho llegaba con la lengua afuera, Silvina explicaba la gravedad de la situación con su voz temblorosa : "No te veo desde ayer, y sin vos ni Johnny la vida no tiene sentido". En 1954 la "mujer misteriosa" le anunció a Pepe que viajaba a París con su marido. Poco después, en ese teatro Colón donde siempre sucedían para Pepe las cosas más extraordinarias, Bioy le tendió un sobre de parte de ella: "Para que te compres el pasaje".

Pepe llegó a París el 5 de agosto. Lo esperaban María Elena Walsh y Leda Valladares, que habían formado su célebre dúo Leda y María, Cortázar, Lalo Schiffrin. Wilcock, que odiaba las sorpresas, no estaba al tanto de su llegada. El reencuentro se produjo en Aldington, un pueblito del ducado de Kent. "Nos va a matar -repetía Silvina-, es muy corriente en Inglaterra". Efectivamente, Wilcock llegó y saludó con su aire normal, pero al rato llamó a Pepe. Tenía una toalla mojada en las manos. "Decile a Silvina que le voy a pegar con esto." "Ella lloraba de risa y de miedo -recuerda Pepe-. Quería preparar las valijas y salir corriendo por las pacíficas colinas inglesas." La decisión de Pepe estaba tomada: se quedaría en París. Mientras Wilcock regresaba a Buenos Aires con una Nené Pugliese algo menos risueña después de su temporada londinense, Pepe vivió en París lo suficiente como para captar lo inadecuado de aquella frase de Wilcock: "¿A qué venir a París, a ganar dinero?" Con el pintor Carlos Courau compartieron el hambre, las inevitables carcajadas y la hierba de un parque en Niza con el cielo por techo, antes de resolver, al borde de la anemia, el regreso al redil.

Nuevo desencuentro, esta vez Wilcock estaba dispuesto a abandonar la Argentina de una vez por todas. Lo habían echado de un colegio por antiperonista. Tenía que trabajar sin descanso para ganar algún dinero. Su abuela había muerto. Pepe lo visitó mucho esos últimos tiempos en su casa de Montes de Oca, mientras Wilcock preparaba su viaje a Italia, ahora definitivo, dejando a un lado los libros que había traducido, con dedicatorias admirativas de Eliot, de Graham Greene. "Le pregunté por qué los abandonaba y me contestó: `Vos siempre con tu alma de linyera. Llevátelos si querés´. No me hizo gracia, me enojé y no me los llevé. ¡Cómo lo lamento ahora! También retiró todos sus libros de las librerías porque quería que se olvidaran de él."

El gato parlante

Fue después de la partida de Wilcock cuando Nené enfermó. Cáncer. "Veía en sus alucinaciones un enorme pájaro negro que la amenazaba. Silvina pasaba largos momentos, de noche, sola, frente a la clínica, mirando la ventana de Nené." La risueña actriz que lo había abandonado todo por su amistad hacia Wilcock murió en marzo de 1963. "Mi madre había muerto en 1961 -dice Pepe-, y mi padre, sin poder consolarse de su ausencia, se suicidó arrojándose bajo un tren."

13 de abril de 1963, a bordo del "Louis Lumiére", Pepe Fernández emigra definitivamente a París. Durante años las noticias de Wilcock le llegan desde lejos. Pero sabe que, en Italia, su amigo se ha convertido en un personaje sorprendente. Escribe en italiano. Ha adoptado a un chico, Livio Bacchi Wilcock. Ha estrenado una obra de teatro, Brasil, en el Festival de Spoleto. Una princesa ha dado para él una recepción en su palacio, y Wilcock ha llegado con su gato en brazos diciéndole al lacayo que no puede quedarse porque no tiene con quién dejar al animal. Cosa que se comprende porque ese gato se las trae. En sus memorias, Un gran porvenir detrás de mí, Vittorio Gassman cuenta que cierta vez Gigi Proietti fue a Velletri a visitar a Wilcock en su casa vacía, casi sin muebles y "llena de pequeños misterios". Wilcock era el traductor de Ricardo III de Shakespeare puesto en escena por Luca Ronconi. Proietti quería hablarle de una traducción del Fausto de Marlowe.

"Wilcock exponía sus ideas con una voz calma -escribe Gassman-, cuando un gato cruzó la habitación diciendo claramente: `Me voy porque ustedes me aburren´. El escritor continuó hablando imperturbablemente. Al cabo de un instante, Gigi no pudo más y preguntó, estupefacto: `Pero... acabo de ver pasar un gato, ¿no ?´ `Sí, sí, es mi gato.´ `Me imaginaba pero, ¿habla?´ Y Wilcock, secamente: `Sí, pero no siempre. Así que como decíamos, Fausto...´"

Amigo de Elsa Morante, de Alberto Moravia, de Pasolini, traductor al italiano de Marlowe, de Flaubert, de Beckett, de Joyce, de Borges, el Wilcock del largo período italiano fue también el más prolífico y el más extraño en su obra personal: casi veinte libros como Il Caos o Fatti inquietanti , sobre los que su excelente traductora al francés, Silvia Baron Supervielle, dice en su prefacio a la versión francesa de Los hermosos días : "El amor todavía está presente, pero como una suerte de recuerdo obsesivo, unido a una perversión que nada permitía prever. [...] Crueldad y soledad. El lenguaje se ha vuelto barroco, mordaz, ácido [...]. Reflexionando sobre la mutación del lenguaje de ese escritor mágico y singular, nos preguntamos sobre su causa profunda. ¿Es el sufrimiento, contenido en el momento de un paisaje? ¿El paso de la juventud a la madurez? ¿O simplemente el cambio de género literario, de lengua, de atmósfera, de amistades, y tal vez de lecturas?"

La cueva del poeta

Toda emigración implica una muerte parcial y un renacimiento consecutivo, aunque esto último no siempre, sólo a veces. Pero nunca el fenómeno se ha producido de modo tan radical como con Wilcock. El poeta capaz de decir "Tal vez, cuando caiga el tiempo,/ muerto, junto a un estanque, con los ojos vacíos,/ volveré aquí, a sentirte en mi rostro,/ a entrar en un país de hojas y de nubes/ donde las horas se extienden en el suelo y se olvidan/ de sí mismas", ese poeta murió durante la última y siempre risueña despedida en el puerto de Buenos Aires. Su decisión de retirar sus libros de las librerías para que lo olvidaran era completamente auténtica. Si aplicamos a sus poemas de esa época el método estructuralista (rastrear la palabra que se repite más), encontraremos la respuesta buscada en una palabra que más tarde se convirtió en una de las claves dramáticas de nuestro país: la palabra desaparecido . El poeta que vivió en la Argentina tenía una voz transparente, que ondulaba, que parecía flotar, pero que expresaba el deseo de desaparecer. El que se fue daba la sensación de haberse metido para siempre en la cueva de su vecino, de haberse puesto para siempre el enorme y pesado abrigo de cuero al que sus bromistas amigos llamaban el Tercer Hombre: un desconocido recubierto de pies a cabeza por una curiosa armadura que lo revelaba ocultándolo o viceversa. ¿Cómo podemos saber quién fue el verdadero?

También Pepe Fernández se convirtió en el otro, y también, como Wilcock, en un otro exitoso con otras cosas que decir, ya no en la música sino en la fotografía. Exposiciones y publicaciones en los sitios y editoriales más prestigiosos del mundo entero, colaboraciones con el cine y la televisión, y esa foto de Borges que habrá de quedar en la memoria de otros siglos: Borges, que también supo ser el otro, de pie sobre un mosaico en forma de estrella, alzando la cabeza hacia la cámara que lo apunta desde arriba, como pescado in fraganti en medio de un rezo.

Pepe perdió los rastros de Wilcock durante muchos años. "Un día de marzo de 1978 me llamó un amigo desde Buenos Aires diciéndome brutalmente que Johnny había muerto de un síncope en su casa de los campos de Lubriano, solo." Todavía muchos años después, en 1991, en Buenos Aires, Pepe quiso ver a Silvina. Ella tenía noventa años y vivía sentada en su sillón sin reconocer a nadie. Bioy Casares se opuso a que la viera: "Prefiero que guardes el recuerdo de nuestra Silvina de antes". La casualidad quiso que Pepe se alojara en la casa de Guillermo Vilas, separada de la de Silvina por un jardín. "Desde la terraza yo miraba sus ventanas sabiendo que Silvina estaba allí." Del mismo modo, ella había mirado desde la calle las ventanas de Nené Pugliese. Silvina murió dos años después y Marta, su hija, algo más tarde, atropellada por un auto.

Tristezas naturales relacionadas con la violencia de vivir. Y también tristezas a las que llamaría más antinaturales, relacionadas con la violencia de partir. "¿No es una desgracia, querido Pepe, que uno no pueda vivir en su propio país? -preguntaba Wilcock en una carta fechada en Roma, 1955-. Yo estuve allí últimamente y te aseguro que no se puede. Como dice Joyce, al país no podemos cambiarlo, por lo tanto cambiemos la conversación." Tristezas de la lejanía, del exilio, tan incomunicables como reales para el que las experimenta. "Hace unos días escuché `Volver´ cantado por Carlos Gardel -concluye Pepe-. ¿Pero volver adónde? ¿Y desde dónde?" Y estalla en una de esas tremendas carcajadas que cubren, pero que también protegen, y que acaso sirvan de país.
 
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Cartas a Pepe, de J. R. W.

Londres, 11 de mayo de 1954

Querido Pepe: Te recuerdo que el amor, aun un leve balbuceo como el que me relatás, es un fenómeno patológico psíquico consecuencia de ciertas convenciones de nuestra civilización occidental, agravado por errores de la educación y complejos adquiridos a muy baja edad. El amor y la ropa pertenecen al mismo tipo de convención antihigiénica, una fuente de enfermedades. En ambos sentidos nombrados mi concepción de lo natural y sano te retorcería de risa, sobre todo si la vieras puesta en práctica. Cuando empecé esta carta estaba muy melancólico pero al pensar en lo que podríamos reírnos juntos me alegré un poco. Con vos todo me parecería tan ridículo que estaría sumamente contento. (...) Transcribo una frase tuya para que te diviertas: "He encontrado a alguien que ha sido como un fogonazo". El progreso en ese sentido consiste en encontrar sucesivamente personas como disparos, como cañonazos, como cartuchos de nitroglicerina, como torpedos, como bombas atómicas y, por fin -y eso ya es aniquilación- como bombas de hidrógeno. O tal vez sea una mera cuestión de luminosidad, pasar a las lámparas de magnesio, a las descargas de 2 millones de volts, para llegar -también aniquiladoramente- al núcleo mismo de una estrella en desintegración.

Todo es posible en el cine.




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