Selva Almada/ Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, si no de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse.





Aquí unos párrafos elegidos de ese hermoso libro que escribió Selva Almada “El viento que arrasa”.
Abajo, una nota de Beatriz Sarlo sobre el libro.
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Pero el Bayo no se sentó de repente porque sintiera el abandono de sus pulgas. Otra cosa lo había arrancado del sopor seco t caliente y lo había traído de vuelta al mundo de los vivos.
Los ojos color caramelo del Bayo estaban llenos de lagañas, la delgada película del sueño persistía y le nublaba la visión, distorsionaba los objetos. Pero el Bayo no necesitaba ahora de su vista.
Sin moverse de su posición alzó levemente la cabeza. El cráneo triangular que terminaba en las sensibles narinas tentó el aire dos o tres veces seguidas. Devolvió  la cabeza a su eje, espero un momento y volvió a olfatear.
Ese olor era muchos olores a la vez. Olores que venían desde lejos, que había que separar, clasificar y volver a juntar para develar qué era ese olor hecho de mezclas.
Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, si no de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de animales, del microcosmos que  palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedazo de suelo umbrío.
El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono, junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.
El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la medula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que encuentren.
El olor de los mamíferos más grandes: los osos mieleros, los zorritos, los gatos de los pajonales; de sus celos, sus pariciones y, por fin, su osamenta.
Saliendo del monte y ya en la planicie, el olor de los tucurúes.
El olor de los ranchos mal ventilados, llenos de vinchucas. El olor a humo de los fogones que crepitan bajo los aleros y el olor de la comida que se cuece sobre ellos. El olor a jabón en pan que usan las mujeres para lavar la ropa. El olor a la ropa mojada secándose en el tendedero.
El olor de los changarines doblados sobre los campos de algodón. El olor de los algodonales. El olor a combustible de las trilladoras.
Y más acá el olor del pueblo más cercano, del basural a un kilometro del pueblo, del cementerio incrustado en la periferia, de las aguas servidas de los barrios sin red cloacal, de los pozos ciegos. Y el olor del mbucuruyá que se empecina en trepar postes y alambrados, que llena el aire con el olor dulce de sus frutos babosos que atraen con sus mieles a las moscas.
El Bayo sacudió la cabeza, pesada por tantos olores reconocibles. Se rascó el hocico con una pata como si de ese modo limpiase su nariz, la desintoxicase.
Ese olor que era todos los olores, era el olor de la tormenta que se aproximaba. Aunque el cielo siguiera impecable, sin una nube, azul como una postal turística.
El bayo volvió a levantar la cabeza, entreabrió la quijada y soltó un larguísimo aullido.
Se venía la tormenta.

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Por Beatriz Sarlo en Perfil
De dónde sale este libro sorprendente? Eso me preguntaba mientras leía El viento que arrasa, la novela de Selva Almada. No por curiosidad biográfica, sino porque es un objeto insólito en la literatura argentina. Si tuviera que encontrarle un aire de familia, sería con Pequeñas intenciones, de Jorge Consiglio. No los aproxima la escritura, pero comparten la extrañeza; son narraciones que llegan de otro espacio, poco transitado, más local. Si le buscara un parentesco en el pasado, pensaría en Saer. Nuevamente: no por la escritura, no por una repetición manierista y tardía del maestro, sino por la excentricidad que, en su momento, tuvieron Palo y hueso o Responso. Selva Almada se desplaza en el mapa de la ficción: no es literatura urbana, no es literatura sobre jóvenes ni sobre marginales, tampoco sobre gente que se la pasa tomando merca. Es literatura de provincia, como la de Carson McCullers, por ejemplo. Regional frente a las culturas globales, pero no costumbrista. Justo al revés de mucha literatura urbana, que es costumbrista sin ser regional. La originalidad de una ficción se juega en la lengua. El viejo realismo se filtra por el lugar menos pensado: el de las ficciones que persiguen el presente, la instantaneidad de las costumbres, las tribus, los modismos que tienen fecha de aparición y vencimiento.
El viento que arrasa transcurre entre la tarde de un día y la mañana del siguiente. El escenario es un taller mecánico, tirado en el medio del campo, donde viven Brauer y Tapioca, el chico de dieciséis años que puede ser su hijo (que lo es o que le dijeron que lo es, al dejárselo un día, como si fuera una encomienda). Allí llega un pastor protestante, el reverendo Pearson, y su hija Leni, también de dieciséis años; ambos fueron abandonados por la mujer del pastor y madre de la chica. Todos a la buena de Dios. El reverendo necesita que Brauer le arregle su coche, porque debe seguir viaje hacia un destino de predicación, una cita con Dios y con un amigo que lo está esperando.
Hace calor, Brauer fuma y tose; el reverendo le habla de Cristo al chico; la hija admira la voluntad misional, la oratoria poderosa y la confianza de su padre en ganar todas las batallas; se impacienta con su torpeza. Mientras Brauer se engrasa, se agita y suspira debajo del auto, el reverendo flota en su atmósfera de certidumbres, sostenido por el discurso incesante que pronuncia con la convicción de que no puede fallar. Nada más en ese presente de algunas horas. Nada más, excepto los flash-back que cuentan la historia de esos dos hombres y esos dos adolescentes: la tozudez, la dignidad.
El relato tiene materialidad: las botellas de bebida helada, la chatarra, los resortes de un asiento roto, la grasa de un motor, el ruido de unos platos sobre la mesa, el olor de la pobreza en el campo, mugre, combustible quemado, calor, una tormenta en la noche, insectos, perros, polvo y barro. Seguimos esas referencias materiales con atención, como si ellas tuvieran una clave de lo que fue y de lo que podrá suceder. No la tienen, pero la escritura de Selva Almada presenta esas sensaciones con detenimiento significativo: son lo que el cuerpo puede conocer. Más allá, hay otro mundo.
Sentimos la inminencia. Algo podría pasar, algo prohibido, la ruptura de un tabú, una expectativa de desastre. Pero no es eso. La inminencia es de otro rango. Y algo sucede en el desenlace. No voy a decirlo. La trama no necesita ese tipo de suspenso que se resuelve como quien corta una cuerda tensa; sin embargo es mejor llegar al desenlace sin conocerlo. Inquietud en el medio de la rutina y de la calma, la novela de Almada tiene esa pregnancia que precede a las tormentas, se siente la vibración de un cambio en la vida de esos cuatro que se han encontrado en el medio del Chaco. Algo está por suceder, pero al fin no es lo que los lectores suponemos. El cambio, entonces, no es un simple salto de la trama, sino una elección muy elaborada, muy secreta y, como sucede con los secretos, también muy evidente. Almada intercala páginas donde está la clave. Son los sermones, en bastardilla, que alguna vez el reverendo ha pronunciado o pronunciará en tiempos por venir.
En el medio de la novela que, como se dijo, tiene varios flash-back, el reverendo recuerda el momento iniciático de su infancia. Su madre, que no era creyente, lo llevó a la costa del Paraná. Frente a una multitud de desheredados y miserables, un hombre emergió de las aguas. En medio de la gente en trance, su madre se abrió paso con el chico, lo levantó y se lo tiró al oficiante de esa ceremonia bautismal: “el hombre del río lo sumergió en las aguas mugrientas del Paraná para devolverlo, purificado, a las manos de Dios”. El niño, que devendrá reverendo, no sólo ganó a Cristo sino que, desde la perspectiva de su madre, se ha puesto en carrera para una vida mejor en este mundo. El bautismo evangélico es un camino de ascenso no sólo celestial.
Cuando la novela comienza, aquel chico bautizado en el Paraná es un orador sagrado, famoso en la zona. Domina la palabra; la fuerza y la sencillez de su creencia convencen a quienes lo escuchan. Salva almas, le da pelea al demonio. Por eso no son intercalaciones secundarias las páginas en bastardilla. Por el contrario, son pruebas de un discurso que cumple sus objetivos y administra sus efectos con una limpia eficacia. La novela necesita de esos sermones. Son su contraparte en otro tono, con otra textura y otro léxico; traen una promesa trascendente al espacio de repetición e inmanencia donde se mueven los personajes. El reverendo le explica al chico del taller mecánico que el mundo tendrá un final y sólo los “que se hayan entregado a Cristo” entrarán al Reino de los Cielos, que también admitirá a los perros (el chico lo pregunta y queda tranquilo con una respuesta bondadosa y astuta).
La promesa es benéfica. El mundo es tolerable, los abandonos son aceptados, precisamente porque existe un fabuloso Más Allá. Sin fin del mundo, no podría levantarse el magnífico edificio de fantasías religiosas que el reverendo habita, que su hija admira, y hacia el que se encamina el hijo de Brauer. En los sermones del reverendo y los diálogos catequísticos con el chico, se anuncia un futuro que no se limita a la pobre repetición de lo conocido. Hay un lugar de ensoñación diurna y razonada. El fanatismo es un arma de vida, una ilusión frente a cualquier desastre.
El reverendo habla con palabras que habitualmente no figuran en la ficción argentina; ese discurso de un iluminado por Cristo tiene una materia específica. Y sus actos también. Cristo y el demonio, la promesa de la salvación, la certeza del fin de los tiempos tejen una prosa profética, a la medida de sus oyentes. No cualquier discurso, sino el de una creencia. No se trata sencillamente de un tema, sino de que las palabras vienen con los temas, como dimensiones inseparables. El viento que arrasa es una novela de hoy que elige de modo original dentro de la lengua, sin grandes gestos ni anuncios, sólo porque está contando otra cosa.



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