Dorothy Parker/ Cuatro son las cosas que conozco y me hacen más sabia: pereza, pena, un amigo y un enemigo.

Una genial crónica sobre las vidas de la dama de los martinis, Dorothy Parker.

http://blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/2013/02/un-nomeolvides-para-dorothy-parker-de-mis-archivos.html

Un nomeolvides para Dorothy Parker (De mis archivos)

Por: | 06 de febrero de 2013



La joven Dorothy ParkerRescato del baúl de los recuerdos  - y acorto y corrijo - esta crónica sobre Dorothy Parker, que había olvidado por completo. Se publicó, como Un paseo con Juan Marsé, que ya exhumé aquí, en la añorada revista Co & Co, hace casi veinte años: en mayo de 1993, si la mancheta no miente. El motivo fue la aparición en la no menos añorada Editorial Versal, poco tiempo antes (1989-1990), de dos antologías de miss Parker, La soledad de las parejas y Una dama neoyorquina (integradas por relatos de Laments for the Living y After Such Pleasures). Para la composición de la crónica eché mano de dos biografías: You Might As Well Live: The Life and Times of Dorothy Parker, que Versal publicó también, en 1990, bajo el título de Dorothy Parker: la importancia de vivir, de John Keats (sí, como el poeta), y Dorothy Parker: What Fresh Hell is This?, de Marion Meade, editada en 1987 por Random House. Por cierto, estaría bien que alguien se decidiera a editar su poesía completa (si no lo han hecho ya y a mí se me ha pasado). Es divertida, triste y profunda: véase, como botón de muestra, la cita que encabeza la crónica.

                                                                    *    *    *

«Oh, life is a glorious cycle of song
A medley of extemporanea
And love is a thing that can never go wrong
And I am Marie of Roumania».

      Dorothy Parker, Comment

«Hace mucho tiempo —escribió John Keats en su biografía— el mundo era nuevo y brillante, y Dorothy Parker era una de las personas más nuevas y brillantes que en él habitaban. Tuvo dos maridos, varios amantes, una mansión en Beverly Hills, una finca en Pensilvania y una serie de apartamentos en Nueva York. Fue una figura principal de la famosa Tabla Redonda del Hotel Algonguin; sus libros de poemas y cuentos eran instantáneos éxitos de ventas; la citaban los mejores articulistas de los mejores periódicos y prácticamente le fueron atribuidos todos los comentarios brillantes de su época».

Fue una pobre niña rica convertida de repente en una pobre niña pobre. Al morir su padre, un magnate menor de la industria textil neoyorquina, la familia Rothschild quedó en la ruina. Apenas cumplidos los 18 años («Prometedme que nunca envejeceré», la oyeron decir sus amigas de entonces), Dorothy cortó amarras. Abandonó la casa familiar de Nueva Jersey, se fue a vivir a una pensión de Broadway y encontró trabajo en Vogue, donde redactaba pies de foto y escribía comentarios sobre moda y ocasionales poemas en la estela de Edna St. Vincent Millay, cobrando una miseria. De Vogue pasó a Vanity Fair, y Vanity Fair cambió su vida. Allí conoció al escritor Robert Benchley y a un joven crítico de cine que quería ser dramaturgo llamado Robert Sherwood.
Pocos años después, Benchley se convertiría en uno de los mayores humoristas norteamericanos, Sherwood ganaría dos Pulitzer consecutivos con Idiot’s Delight y El bosque petrificado, y Dorothy Parker sería consagrada como la reina del ingenio neoyorquino, pero en esa primavera de 1919 todavía les veían como tres excéntricos tocados por la mágica varita de la suerte. Benchley, que había debutado en Vanity Fair con un artículo titulado «La vida social del tritón» (en el que un ardiente tritón miope trataba de seducir a una goma de borrar) y era la desorganización personificada, fue nombrado jefe de redacción y nombró a su vez a Sherwood encargado de la sección de teatro, vacante desde que el novelista (y no menos glorioso letrista) P.G. Wodehouse volvió a Inglaterra. A Sherwood le gustaba escribir teatro pero no hablar de él, así que no tardó en encomendarle a la señorita Rothschild su tarea.

La mesa redonda del Algonquin
Otra caricatura de Hirschfeld
El trío estableció su cuartel general en el Algonquin, un hotel sin pretensiones al que iban a comer los actores, situado en la calle 44 Oeste, muy cerca de la redacción de Vanity Fair, donde llamaron la atención de otros tres personajes no menos pintorescos. Se llamaban Franklin Pierce Adams, Alexander Woollcott y Harold Ross y, como ellos, solo pensaban en divertirse por todos los medios a su alcance tras haber pasado la guerra al frente de Stars and Stripes, el periódico del ejército americano editado en Francia. Con una importante diferencia de estatus: eran los columnistas más cotizados de Nueva York. Harold Ross, director de Stars and Stripes, no tardaría en fundar The New Yorker; Franklin Pierce Adams, más conocido por F.P.A., firmaba la sección «The Conning Tower» en el Herald Tribune, el periódico más leído de la ciudad, y las reseñas teatrales de Alexander Woollcott, del New York Times, hacían temblar a todo Broadway.
Lo que empezó como una serie de encuentros informales para jugar al póquer y charlar sobre temas de actualidad acabó institucionalizándose como el Club Literario y de Placer Tanatopsis (también llamado Club de Póquer Interiormente Honesto Tanatopsis), la tertulia más sofisticada de Manhattan, en la que solo se franqueaba la entrada a aquellos que demostraban un ingenio fuera de lo común o una especial habilidad para el sarcasmo fulminante. En pocas semanas, la mesa redonda del Algonquin tuvo como contertulios más o menos fijos a los comediógrafos Moss Hart y George Kauffman, a Heywood Broun (que escribía su popularísima columna «It seems To me», en el Word), a los guionistas Herman J. Mankiewicz y Donald Odgen Stewart, al joven escritor satírico Charlie McArthur, a Arnold Gingrich, editor de Esquire, y a los actores Harpo Marx y Douglas Fairbanks.

En aquel círculo eminentemente masculino, la pequeña Dorothy fue recibida como la encarnación de la mujer nueva. Acababa de casarse con un agente de bolsa de Wall Street, Edwin Pond Parker II («para cambiarme el apellido», según ella), pero tenía un trabajo propio y, como de inmediato observó F.P. Adams, pese a su aspecto tímido y frágil «necesitaba tanta protección como un avispero». Todos estaban fascinados por aquella insólita dama que llamaba Onán a su canario «porque esparcía sus semillas por el suelo», que se entretenía componiendo epitafios para su tumba como «Disculpad mi polvo», o «Si logras leer esto es que estás encima de mí», y que se había ganado el respeto del temible Woollcott despedazando en Vanity Fair una interpretación de Katharine Hepburn con la frase «Recorrió toda la gama de emociones, de la A a la B».
Franklin Pierce Adams y Alexander Woollcott fueron los responsables del mito Dorothy Parker. Su nombre, invariablemente unido a una frase ocurrente o a un comentario demoledor, comenzó a aparecer en las columnas de la prensa neoyorquina, y se convirtió en una de las más asiduas estrellas invitadas de «The Conning Tower», ganándose, antes de cumplir los 25 años, la reputación de ser la mujer más ingeniosa de la capital del mundo. Para conseguir atraer a la gente en una fiesta bastaba preguntar «¿Te has enterado de lo que dijo ayer Dorothy Parker?» y todo el mundo sonreía con expectación. La frase «Como dijo Dorothy Parker...» se convirtió en la muletilla del mundo sofisticado de Manhattan hasta el punto de que Cole Porter encabezó con ella, por aquellos días, una de sus más populares canciones, Just One of Those Things. Para los maravillados lectores de las columnas de Franklin Pierce Adams y Heywood Brown, Dorothy Parker se pasaba la vida de fiesta en fiesta con una boa emplumada al cuello, una copa de champán en la mano y una frase ingeniosa siempre al borde de los labios. La realidad, sin embargo, era muy distinta.




Dorothy Parker - grandes frases

A principios de 1920, y pese a su inmensa popularidad, Dorothy había sido despedida de Vanity Fair: los productores de Broadway, encabezados por el iracundo Florenz Ziegfeld (amigo íntimo de Condé Nast, editor de la revista) estaban hartos de lo que consideraban «sarcasmos continuados y arbitrarios», y no cejaron hasta hacerla saltar de su tribuna. Su matrimonio se había ido a pique: Edwin Parker no soportaba Nueva York, mientras que para ella el paraíso limitaba al norte por Central Park y al sur por Greenwich Village, con el epicentro al oeste de la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y Sesenta, justo el lugar donde alquiló un pequeño apartamento («con espacio suficiente para un sombrero y unos cuantos amigos«) mientras su esposo volvía a su Hartford natal.
No tenía trabajo. Aunque escribió poemas y cuentos durante 1920 y 1921, apenas pudo publicar algunos en Smart Set y el Saturday Evening Post. En 1922, un breve romance con Charlie McArthur se saldó con un aborto y un intento de suicidio A finales de 1924 escribió una obra teatral junto con Elmer Rice, Close Harmony, que solo duró unas semanas en cartel.
Su imagen de musa de la vida irónica parecía desvanecerse por momentos. Sus poemas eran cada vez más sombríos, sus relatos cada vez más amargos: algunos miembros de la mesa redonda del Algonquin arrugaron la nariz cuando publicó «El señor Durant» en el American Mercury, cuyo protagonista deja embarazada a su secretaria y, tras entregarle 25 dólares para pagar el aborto, se olvida alegremente de ella. Un nuevo intento de suicidio, esta vez con somníferos, les persuadió de que el túnel de Dorothy acaso fuera más largo y más profundo de lo que en un principio habían imaginado. En 1925 desapareció del mapa y escribió la mayor parte de los poemas que editaría Boni and Liveright bajo el elocuente título de Enough Rope, "cuerda suficiente". (Y no precisamente para atar paquetes).

De Santuario

De pronto, cuando muchos la daban por acabada, el túnel pareció llenarse de luz. En una fiesta conoció a Seward Collins, el hijo de un rey del tabaco, que sufragaba y dirigía The Bookman, una de las mejores revistas literarias del momento. Collins le proclamó su amor, costeó sus deudas y se la llevó a la Costa Azul, donde Dorothy conoció a Scott Fitzgerald, a Hemingway y a Dos Passos. Al regresar de Francia, en el otoño de 1926, se encontró con que Enough Rope iba por la octava edición, algo absolutamente inusual en la historia de la poesía americana.
El éxito de Enough Rope y el amor de Seward Collins le permitieron reorganizar su vida. Dejó de beber, debutó como cronista literaria en The New Yorker con la columna «Constant Reader», y en 1928 dio a la imprenta su segunda colección de poemas, Sunset Gun, mientras proclamaba que su verdadero objetivo era convertirse en una narradora «tan buena como Hemingway o Scott Fitzgerald». Este mismo año, The Bookman publicó Una rubia imponente («Big Blonde»), la crónica de la breve ascensión y patética caída de una flapper de clase baja, que le valió el Premio O. Henry al mejor relato de 1929.
Acicateada por el galardón y las excelentes críticas, viajó con Seward a Cap d’Antibes con el encargo de escribir una novela para Viking Press, que iba a llamarse Sonnets in Suicide of the Life of John Knox, pero lo suyo eran las distancias cortas y no pasó de unas cuantas páginas. Para devolver el anticipo, ofreció a la editorial una recopilación de sus relatos (con «Big Blonde» como cuento estelar) que se puso a la venta en 1930 bajo el título de Laments for the Living. Su tercer y último libro de poesía, Death and Taxes, se publicó al año siguiente, casi al mismo tiempo que Viking Press la obligaba a rebuscar en sus cajones para componer un segundo libro de relatos, After Such Pleasures, una antología desigual, integrada por cuentos antiguos (como «Qué lástima», escrito en 1923) y joyas recién talladas como «La yegua» o «Calma antes de la tempestad»).

Dorothy Parker - grandes frases II

Quizás deberíamos acabar aquí, porque Dorothy Parker dio lo mejor de sí misma durante los primeros años treinta. Podríamos detener la biografía en 1933, su mejor año, su año más feliz. After Such Pleasures va por la segunda edición; la crítica, que hasta entonces la había encasillado como la reina del ingenio sofisticado y la poesía cínica, ha descubierto en ella a una maestra de la narración desencantada. Edmund Wilson ha escrito que tiene el oído para el diálogo de Hemingway y la elegancia triste de Scott Fitzgerald. A la fría luz de la Gran Depresión, su galería de mujeres perdidas, ricos ociosos y estúpidos, desalmados inconscientes y parejas sin esperanza ya no resultaba «insoportablemente sórdida», como dijeron al principio, al leer sus cuentos en Smart Set o en The New Yorker, sino «un vívido retrato de una sociedad sin rumbo». Hay otra escritora que podría comparársele, pero vive al otro lado del Atlántico y sólo cree en ella Ford Madox Ford: Se llama Jean Rhys y acaba de publicar After Leaving Mr. Mackenzie.
A ese lado del paraíso, Dorothy Parker está en su apogeo. Los universitarios de todo el país la consideran una guía espiritual, una mujer que sabe «exactamente» lo que es la vida. Su amigo George Oppenheimer acaba de convertirla en personaje de ficción: La Mary Hilliard de Here Today, que triunfa en Broadway interpretada por Ruth Gordon. La Metro Goldwyn Mayer acaba de enviarle un contrato millonario para persuadirla a que abandone su querido Nueva York y se instale en Hollywood a escribir guiones y supervisar diálogos; se dice que Viking Press le ha ofrecido un cheque de 32.000 dólares a cambio de los derechos de edición de su poesía completa, que aparecerá tres años más tarde con el título Not so Deep as a Well. Se dice también que Dorothy ha abrazado la causa del comunismo («¿Te imaginas? Vive en una mansión de Beverly Hills con mayordomo y cocinera y lleva sombreros de John Frederics pero dice que adora a los Roosevelt. Y va a presidir esa Liga Antinazi con Oscar Hammerstein II») y que, culpable por ganar tanto dinero, lo está repartiendo entre la Asociación Nacional para el progreso de la Gente de Color, la Liga de Mujeres Votantes, el Partido Demócrata y los Amigos de la Brigada Lincoln.
1933 es el año de su boda con Alan Campbell, el año de su marcha a Hollywood. Ahí termina su egunda (o tercera) vida.
Quedan unas cuantas más, cada vez más duras, más solitarias.

Cuando estalló la Guerra Civil española recaudó fondos para la República junto a Lillian Hellman, viajó a Madrid y escribió artículos inflamados para The New Masses, y también uno de sus mejores cuentos, Soldados de la República, ambientado en Valencia. En 1939, ante el Congreso de Escritores Estadounidenses de Izquierda, leyó una ponencia que llevaba el significativo título de «Al diablo con el verso sofisticado». Dejaron de considerarla brillante: los editores querían ácidas humoradas, no relatos sobre la desigualdad de clases. En 1940 apareció Here Lies, que reunía sus obras de ficción publicadas hasta entonces. En 1944 apareció El permiso maravilloso, su último gran cuento.

En la década de los cincuenta volvió a abrirse el túnel. Benchley había muerto, Woollcott había muerto. Volvió al alcohol, y a los intentos de suicidio. Las peleas con Alan Campbell, las separaciones violentas y las reconciliaciones llorosas eran cada vez más frecuentes. Intentó regresar al teatro con una pieza dramática, The Coast of Illyria, que no funcionó. Probó suerte de nuevo con The Ladies of the Corridor, de la que solo se dieron 45 representaciones. Volvió a Hollywood con Alan Campbell, desafiando las listas negras de McCarthy, que no le perdonaba su militancia comunista. Charles Brackett, viejo amigo de los días del Algonquin, le propuso escribir un guión para Marilyn, The Good Soup, que nunca llegó a rodarse. Durante esa época vivió Campbell en Norma Place, en las afueras de Beverly Hills. Dorothy escribía reseñas literarias para Esquire, a 750 dólares la pieza. Cuando murió Alan Campbell, en 1963, regresó a Nueva York, al hotel Volney. Algunos periodistas jóvenes acudían a visitar a la vieja dama para que les hablara de los dorados años veinte, de la mesa redonda y los alegres muchachos del Algonguin. «Solo era una niñita judía tratando de ser lista», le dijo a John Keats. Cuando Dorothy Parker murió, el 7 de junio de 1967, en su testamento apareció un cheque por veinte mil dólares, que legaba a Martin Luther King.

Las primeras y últimas fotos solo difieren en las arrugas, el caparazón estragado por los años y el alcohol: Se mantiene el flequillo de niña eterna, la sonrisa burlona, los grandes ojos negros, la mirada dolorida, y la inquietante mezcla de dureza e inocencia, el «cóctel de Lady Macbeth y la pequeña Nell» que definió Alexander Woollcott y que constituye la esencia de sus inigualables, modernísimos relatos.

Brindemos con y por ella:

Un brindis de DP

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