Los muertos/ la muerte/ los poemas/ los poetas/ «Escribo para que la muerte no tenga la última palabra». Odysséas Elýtis.





Jorge Aulicino

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Cierta dureza en la sintaxis indicaba la poca versatilidad
de aquellos cadáveres; el betún cuarteado de las botas
y ese decir desligado del verbo; verbos auxiliares,
modos verbales elegantemente suspendidos, elididos,
en la sabia equitación de una vieja práctica.
¿De qué hablás, de qué hablás? Pero si fue ayer...
Fue ayer... Estabas frente al lago de ese río:
qué lejana esa costa, qué neblinosa y mañanera.
Lo tenías todo, no te habías arrastrado en la escoria
de las batallas perdidas antes de empezadas,
no andabas en el orín de estos muertos...
Lo comprendo, no era el Danubio, era el Paraná
que marea porque viene del cielo cerebral, pero aun así...
¿Se justifica la alegre inacción, el pensamiento venteado?
Abeja: la más pequeña de las aves, nace de la carne del buey.
Araña: gusano que se alimenta del aire. Calandria: la que
canta la enfermedad y puede curarla. Perdiz: ave embustera.

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Estoy viva - Irene gruss


Estoy viva.
Acabo de sepultar a mis muertos queridos
Aquí en el cementerio los árboles murmuran
una música parecida al mar.
El sol apenas se entrevé en el cielo
porque empieza el otoño. Camino
hacia la salida con una flor en la mano.
Antes, cuando eché el primer puñado de tierra
sobre mis seres queridos, muertos,
el mundo se abría a mis pies como una tumba. Mas
ahora no: escucho el viento y ese ulular de ramas
es tan hermoso
que siento que lloro.

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Exordio - SILVIA CAMEROTTO

Es extraño, Isaías. Nacer, vivir, morir
Es extraña la luz
¿De qué pueblo venimos, vos con tu vara y yo con mi pelo marrón?
¿De qué leyes abolidas? ¿De qué infamias?
Si plantamos un árbol en el lugar equivocado y esparcimos las cenizas
de nuestros muertos
Si ponemos la fe en el suelo, el deseo en el suelo, la fertilidad
en una foto de familia
¿Hacia dónde arrastramos el mundo?
No hables para justificar la pasión de la revuelta
la carga de los pecados
He aquí tu sierva ciega
Es extraño, Isaías, el derrame de aguas
mezclado con la podredumbre del resumidero y el perfume
que me puse esta mañana
He aquí el fuego

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Toda pasión concluida- Mirta Rosenberg

Caprichos de la luz
por el resquicio superior
que den lo mismo.

                             Está
la luz que llena el jarro,
el rojo interior que se ha colmado
de vacío. ¿Es eso?
                              Es
el estilo, más bien,
de hueco que acata la continencia,
la sentencia que da un adentro donde
                                                       – si se quiere –
por un momento el mundo entra
y cree en maneras
de hacerse inconmovible.

                                        Así
que tiembla. Con la luz que
cambia. Y con las hojas
que se enrejan en el viento.
de los postigos
                         y el calor,
el frío como cal y el sol,
que no es estar
                         y es
entre otros brazos
                                            ¿Fuera de él
no habrá nada? ¿Ni abrazo
que lo sujete?

                        Dura
lo que se muere.
                          Quedan familiares
cajones con la ropa que se ha vuelto
ajena, satenes personales y tizones
                                                        de dolores
que ya no duelen.
                            En rincones
de la carne, desusada,
la saciedad del poder
                                 detenerse.

Es la pasión o el paso
entre dos vacíos, la atrocidad
que deja intacto el corazón
                                           tras el carozo
de un personaje inventado
para el mundo.
                        Y nadie ama
lo que no conoce: este sitio
ha dejado de ser
                           iluminado
                                           porque ahora
los lugares sombríos son el centro.

                                                       Toda
pasión concluida
                          es emoción
aclarada. Correr
la silla al sol para rehacer
el ayer
            y ver cómo maduran,
bellamente,
los duraznos este año.

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Ad  gloriam- Alejandro Mendez

La mañana destila frío
en el cementerio.
Mi madre saluda,
y los hombres comienzan
a levantar tierra muerta.

Asomado el ataúd
al horizonte de mis ojos,
escucho crujir la madera
antes los embates de las palas.

Espero el leve movimiento
de las manos
alzando lo que queda.

Ella,
retira del cajón tus huesos,
y se dirige a la canilla,
debajo del ciprés.
Destroza, como nadie,
los pedazos insistentes
de tu brevísima carne.

Limpia
con minuciosa pulcritud,
deshace de sus manos
todo lo que fuimos;
sólo desvaídos huesos
donde alguna vez
habrías gozado.

Frágil milagro
restituirte esta mañana,

padre

morador perpetuo
del
destierro.

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Una torta del día de los muertos -Denise Levertov

Cada vez que abro un libro tuyo, madre,
me caen tus apuntes en la falda.
“Ábside: una abertura semicircular
o en forma de polígono,
por encima de un techo abovedado”,
dice una. Me acuerdo de las grietas
que había en tu cielorraso, culpa de un terremoto,
y que dejaste así. No es que en verdad hubieses elegido
dejarlo en ese estado. “No hay nada menos real
que el presente”, dijiste.

Cuando intento llorar y no me salen lágrimas,
se me contrae la garganta, igual
que se me contraían los pies cuando corría
inconsciente hacia el mar congelado, en la hora
de natación, cuando iba a visitar
a Nik al campamento de verano.
Lo que me duele no es sólo tu ausencia,
pálida y apagada, irrevocable,
sino saber íntimamente tus aspiraciones,
la profesora que llevabas dentro,
la artista que buscaba ser reconocida.

A los que no te conocieron,
tu esfuerzo inclaudicable por aprender
seguramente les parezca un triunfo;
para mí es algo muy conmovedor.
Yo sé bien cuán perpleja te sentías.
Yo sé que fui la única que supo
cuán sola te sentías.
La huerfanita flaca,
reservada, orgullosa, observadora,
irreverente aún a los noventa,
y sin embargo humilde.

“El forzar la consciencia”, subrayaste en Panofsky,
“es peor” (esta cita es de Castellio)
“que asesinar a un hombre con crueldad,
porque negar las propias convicciones
destruye el alma”.
Y dice Bruno:
“La época en que a mí me ha tocado vivir,
en la que vivo y viviré, me hace temblar y tambalear
y a la vez me sostiene”.

Cinco meses
antes de que murieras, me recordaste las canciones
que solías cantarme para que yo aprendiera
a contar, o las veces que bailábamos
al son de tus canciones;
bajo la luna, alegremente, cantabas y hacías mímica:

Tengo muy sucios los zapatos,
y ya no tienen casi suela,
y yo no tengo ni un bolsillo
para meter una moneda.

Una torta del día de los muertos,
señora, por favor,
una torta del día de los muertos.

Y sin embargo, en esa época,
hacía dos años que casi no me escuchabas
y que apenas veías para leer.

Cada vez nos hablábamos
menos.

La pena es mucha. Madre,
¿qué hago con ella?
La sal sigue moliéndose en la cajita mágica.

(Trad. Ezequiel Zaidenwerg)

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Muerte en México- Denise Levertov

Dos semanas antes de su declive,
tres semanas antes de su muerte, el jardín
ya empezó a desaparecer. La cerca desvencijada se rindió
a las amenazas y los chicos arrojaban
juguetes de plástico rotos -amarillos feroces,
rojos sin resonancia, en el camino y en el limonero;
o se metían corriendo por los huecos, pisoteando las plantitas.
Durante dos semanas nadie las regó, excepto yo, dos veces
pero después me fui. Ella todavía estaba consciente
y me dio las gracias. Les pedí a los demás que regaran
pero empezaron las lluvias; cuando volví eran aguaceros
violentos, repentinos que azotaban todas las tardes.
                                                                               Brotó la maleza,
el manto seco fue barrido pronto
por los desagües. Oh, todavía quedaba verde
pero el jardín se esfumaba- cada día
menos señales del oasis
planeado con esmero, un cantero circular que su mente
concibió para las begonias, las rosas y los lirios,
y el romero-para-la-memoria.
Veinte años para construirlo-
menos de un mes para deshacerse,
y los que lo habían visto crecer,
los que vivieron esas décadas a su vera
no hicieron nada por conservarlo. Oh, Alberto sí,
un día arregló un poquito la cerca
cuando le dije que un jardín sería valioso
para un futuro inquilino. Pero nadie creyó
que la jardinera iba a vivir (yo menos que nadie),
así que su dolor ante la ruina
permanecía abstracto, un concepto incomprensible
que no movía a ningún acto. Cuando se la llevaron
                                                                            en una camilla
camino del sanatorio*, el deterioro visual
se volvió una bendición,
no pudo haber visto más que un manchón verdoso.
Pero a mí la maleza, los rosales sin rosas, los
tallos rotos de la caña india y de los amarilis, toda
esa jungla verde y opaca, me mostraban
-antes de que terminara su agonía-
una mirada obstinada, ciega, que lo veía todo:
la había visto ya en los museos,
en las máscaras de piedra de dioses y de víctimas.
Una mirada que no admite ternura alguna, si sonríe,
lo hace con amargura sublime -no,
ni siquiera es amarga: no admite
arrepentimiento, en su cosmos no hay lugar para la nostalgia,
la amargura es irrelevante.
Si sostiene una flor, y lo hace,
una flor sedosa, brillante y delicada que florece
un solo día, la sostiene
apretada entre los dientes filosos.
Sobre su rostro pueden arrastrarse enredaderas y escorpiones pero aunque los siglos limen
los párpados y las anchas fosas nasales, la mirada de piedra
sigue inmóvil, fija, absoluta,
una sonrisa negadora frente a la eternidad.
Los jardines desaparecen. Ella, aquí, era extranjera,
igual que yo. Su muerte
no era asunto de México. El jardín
era un rehén. Los viejos dioses

tomaron lo que era de ellos.

(Trad. Sandra Toro)
*N de la T: en español en el original.


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